El pensamiento de Alasdair MacIntyre, recientemente fallecido, revive la crítica al individualismo liberal al proponer una ética de las virtudes anclada en la comunidad, la tradición y los bienes internos
Y como decía el filósofo de Güemes: «vaya que se está muriendo mucha gente… que no se había muerto antes». Ahora le tocó al filósofo escocés Alasdair MacIntyre. Uno de los grandes promotores del comunitarismo, aunque este de cuño aristotélico. El lector adivinará por la sola etiqueta de comunitaristas, que estos pensadores emprenden una cruzada contra el individualismo liberal. Y MacIntyre no es la excepción.
«Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente, a San Benito».
Alasdair MacIntyre
Hace un par de meses publiqué un artículo en torno a la pureza del corazón. Ahí, de manera coincidente con su deceso, cité al autor de Historia de la ética. Afirmaba con él y con Kierkegaard que la pureza del corazón es desear una sola cosa y que esta virtud es la virtud de la integridad porque busca que no vivamos con el corazón dividido.
En mi libro Salomón en la encrucijada doy cuenta de las características de la propuesta de MacIntyre. Así como a él le gustaba cotejar —ver Tres versiones rivales de investigación moral—, la presento frente a otras posiciones adversarias de cara a resolver el dilema «individualismo versus comunitarismo». Desfilan frente a la postura comunitarista, el «amor propio» de Fernando Savater, la «ciudadanía» de Victoria Camps, la «compasión» levinasiana y, por último, la «autenticidad» del filósofo canadiense y comunitarista, también, Charles Taylor. En este libro me decanto por esta última salida porque me parece que el que seamos fieles a nosotros mismos potencia nuestra individualidad y enriquece, a la vez, los lazos que tejemos los unos con los otros.
MacIntyre contaba con la friolera de 96 años. Edad provecta de un hombre que publicó su obra más sólida ya entrado en los cincuenta. Alasdair fue de filiación marxista en sus mocedades. Después se convirtió al catolicismo. Aquí destaco sus libros sobre Edith Stein y Dios, filosofía, universidades. Hacia los años 90 vuelve a coquetear con el marxismo y se llega a autodefinir como un «aristotélico revolucionario» o un «tomista informado por la lucidez del marxismo». Pero siempre del lado del trotskismo y mirando con reserva todo lo que huela a estalinismo.
Alasdair diseñó la teoría de las virtudes más lograda del mundo contemporáneo. Su célebre libro Tras la virtud la consigna de manera prolija y meticulosa. Ahí hace un recorrido desde las virtudes homéricas que preconizan la valentía hasta las virtudes del siglo XIX de la laboriosidad (Franklin) y de la constancia (Austen). Dicho recorrido lo que busca es convencernos de que la virtud está siempre contextualizada y que va cambiando según la circunstancia.
El autor de Justicia y racionalidad nos ofrece una definición de virtud nueva y original. Sostiene que la «virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes» (Tras la virtud, p. 237). Estos bienes robustecen directamente la vida en comunidad y se oponen frontalmente a los bienes externos —prestigio, dinero, poder, etcétera— que son los promovidos por el liberalismo individualista y consumista.
Pero dado que la comunidad tiene preeminencia sobre el individuo, observamos que conceptos tales como «tradición» o «pertenencia» tienen prelación respecto de nociones como «modernidad» o «participación». Y aquí es donde se multiplican las críticas al comunitarismo del escocés. Se le tacha de conservador por promover esa vuelta al aristotelismo que con su virtud en el marco de la «polis» se impuso como la corriente ética más poderosa hasta la llegada de Kant. Por tanto, descalifica las bondades del individualismo liberal que busca potenciar la autonomía y la libertad.
Su obra capital, Tras la virtud, culmina con este poético párrafo, en tono pesimista, o quizás realista: «Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente, a San Benito» (p. 322). Godot, el que nunca llega, es el reflejo del absurdo de la existencia. San Benito es el símbolo de la vida en comunidad. En ese contexto se le encuentra un significado a la vida. Ese fue siempre el desiderátum de MacIntyre. Y hemos de tomar conciencia de que los bárbaros nos gobiernan desde antaño. Ellos fomentan el hiperconsumismo, promotor de la centralidad de los bienes externos en nuestras vidas. Urge volver la mirada a los bienes internos y para ello habrá que cultivar de nuevo la virtud en el marco de formas locales de comunidad. Porque «son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas» las que van colmando de sentido nuestra andadura.
Referencia:
MacIntyre, Alasdair, Tras la virtud, Trad. de Amelia Valcárcel, Crítica, Barcelona, 2001.