Apología de la Galaxia Gutenberg

Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche.

Jorge Luis Borges

Jorge de Burgos se yergue como el cancerbero celoso de una biblioteca medieval en El nombre de la rosa de Umberto Eco. Por ningún motivo permitirá que los monjes tengan acceso al segundo libro de la Poética de Aristóteles, el libro perdido sobre la risa. Él está convencido de que si se llega a penetrar en el contenido de dicha obra, las costumbres se relajarán de tal modo que reinará el caos y la desorientación. Guillermo de Baskerville buscará descubrir quién es el autor de las muertes que se suceden de manera inexplicable en ese laberinto.

Jorge de Burgos es el símbolo de todos aquellos, personas o instituciones, que abrazan la absurda tarea de alejar los libros prohibidos del gran público. El desafortunado Index librorum prohibitorum está presente incluso en nuestros días. Hay universidades que sancionan a los alumnos que se atreven a leer a Kant o a Nietzsche. Al primero por su presunto agnosticismo y al segundo por «filosofar a martillazos».

Rorty aseguraba que los libros tienen valor en tanto poseen fuerza inspiradora. Así lo formula en Forjar nuestro país (p. 115): Deberíamos considerar que las grandes obras de la literatura son grandes porque han inspirado a muchos lectores y no que han inspirado a muchos lectores porque son grandes. Esto contra quienes piensan que el libro vale, simple y llanamente, porque está portentosamente escrito. Es la posición pragmatista la que lo lleva a pensar de este modo. Creo que no hay por qué contraponer estas dos cualidades, el que los libros posean una notable fuerza inspiradora y el que sean grandes literariamente hablando.

Pensemos en El Quijote, por ejemplo. Esta obra es grande y ha inspirado a la humanidad entera. Si libros como estos, grandes e inspiradores, son alejados de los imberbes por temor a que causen daño, la conciencia crítica de la humanidad se ralentizará inexorablemente.

Siempre estaremos agradecidos con Ray Bradbury y su Fahrenheit 451. Su defensa de los libros nos ayuda a no desmayar en la tarea de no ver vapuleada la Galaxia Gutenberg por la Galaxia Marconi. Dicha obra ofrece uno de los epígrafes más impactantes de la historia de la literatura: «451° Fahrenheit: la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde». «Era estupendo quemar» (p. 15), así inicia Bradbury su libro. Y es que el libro va de quemar libros, pero, al mismo tiempo, de oponerse contra viento y marea a dicha quema. Los bomberos «quemalibros» se asemejan a Jorge de Burgos. Preferible que arda la biblioteca a que el libro de la comedia quede en manos incómodas.

Tendremos oportunidad de asistir a la conversión de un Montag que al principio de la novela se solaza diciendo: «El queroseno es como un perfume para mí». (p. 18) Es la paradoja: bomberos quemando libros. ¿No deberían estar apagando fuegos? Pero es quizá el haber quemado a aquella «vieja» con sus libros, además de su relación con Clarisse, lo que sacude la conciencia moral de nuestro héroe: «Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos ni imaginar para que una mujer sea capaz de permanecer en una casa que arde. Tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada» (p. 64). Y ese algo es el numen del que hablamos al principio.

Montag no es feliz. Se siente insatisfecho. Y va descubriendo cómo los libros catalizan la tarea de ser dichosos: «Tenemos todo lo necesario para ser felices, pero no lo somos. Falta algo. Miré a mi alrededor. Lo único que me constaba positivamente que había desaparecido eran los libros que he ayudado a quemar durante diez o doce años. Así pues, he pensado que los libros podrán servir de ayuda» (p. 96). ¡Vaya «metanoia»! Su interlocutor, Faber, riposta: «¿Se da cuenta ahora de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida» (p. 97).

El final de la novela valora positivamente la cultura oral y la memorización de los libros. Viene a nuestra mente, naturalmente, la narración del mito de Theuth y Thamus que Platón nos ofrece en el Fedro. Los libros jugarán a favor del olvido, pues la escritura nos volverá perezosos en el arte de recordar. Será necesario transmitir oralmente el conocimiento y, posteriormente, si se puede, plasmarlo en la obra escrita.

La prohibición de la lectura de libros señeros y necesarios, así como el abandono de la lectura, son golpes a la disidencia. El «pensamiento único» no desea que aparezcan ideas críticas del «statu quo». Celebro que hoy en día resulte cada vez más difícil quemar libros.

Los Savonarolas se topan con múltiples dificultades para censurar obras en su «hoguera de las vanidades», porque resulta casi imposible eliminar la información en la era digital. McLuhan aseguró en una entrevista, hace cincuenta años, que «la constelación de Marconi está eclipsando la galaxia Gutenberg». Hoy podemos corregirle la plana señalando que la Galaxia Marconi, paradójicamente, está contribuyendo a la supervivencia de la Galaxia Gutenberg.

No dejo de aplaudir que de vez en vez las plataformas de «streaming» nos permitan contemplar películas o series que adaptan algunas de las grandes obras literarias. En estos días hemos tenido la oportunidad de disfrutar la nueva adaptación cinematográfica de Pedro Páramo y de cultivar nuestro espíritu con la serie «Cien años de soledad». Ojalá estos esfuerzos se conviertan en una invitación a releer estas colosales obras literarias.

Espero, con «esperanza infinita», que el 2025 nos depare un año de lectura y que las paupérrimas cifras —el promedio de libros leídos por los mexicanos bajó de 3.4 en 2023 a 3.2 en 2024— repunten significativamente.

Referencias:

Bradbury, Ray, Fahrenheit 451, Trad. de Alfredo Crespo, Gandhi/Debolsillo, Contemporánea, No. 163, México, 2012.

Rorty, Richard, Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX, Paidós, Biblioteca del presente, 10, Barcelona, 1999.

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