Nuestra tragedia hoy es un miedo físico general y universal… Tener miedo es lo más bajo que hay… Me niego a aceptar el fin del hombre.
William Faulkner
Es hora de hablar del miedo. Algunos teóricos de la psicología, cuando hablan del «ello» o del centro instintual, ponen de relieve la importancia de «eros» o de «tánatos», como las dos pulsiones capitales del ser humano. Tienden a relegar al miedo, al llamado por algunos «instinto de conservación». Sin embargo, este tercer elemento determina, no sólo condiciona, nuestras vidas. Es clave para nuestra supervivencia. Está por todas partes. Es omnipresente. Y goza de mala prensa.
Es verdad que algunos logran ver en él un lado positivo. Por ejemplo, Hans Jonas, el autor de El principio de responsabilidad, descubre en el miedo una función heurística. El miedo puede salvarnos de la catástrofe ecológica, de la catástrofe nuclear, en fin, del apocalipsis. Ahora que el reloj del mismo se ha reducido a 89 segundos, el miedo en sus múltiples formas se apodera de nuestras frágiles y desventuradas almas.
El Reloj del Apocalipsis es un reloj simbólico que representa la probabilidad de que la humanidad se enfrente a una catástrofe global. La medianoche en el reloj anuncia la destrucción total de la humanidad. El reloj es mantenido por el Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago. En enero de 2025, el reloj marcaba 89 segundos para la medianoche, lo que significa que la humanidad se aproxima peligrosamente al cataclismo. ¡Abrochemos nuestros cinturones y recemos el acto de contrición!
La función heurística del temor consiste en orientarnos para descubrir los modos de esquivar la catástrofe inminente. La palabra «heurística» nos remite al arte de descubrir, de hallar, de inventar las formas de solucionar los problemas. Debemos al formidable Einstein el uso temprano del término. Se sabe también que el célebre Arquímedes exclamó «¡eureka!», que quiere decir «¡lo descubrí!», cuando dio con la medida del volumen de un cuerpo irregular. La leyenda añade que el genial matemático griego, al sumergirse en su bañera, vio el agua que se derramaba y ahí «le cayó el veinte». Entonces, exultante de alegría, salió corriendo desnudo a las calles de Siracusa gritando desaforadamente «¡eureka!».
Pero el miedo también puede acojonarnos. Y lamentablemente, debido a su carácter proteico, nos acosa por todas partes. Me he topado, por suerte y a propósito del tema, con un par de páginas brillantes del imprescindible Roberto Bolaño, en su novela 2666. En ellas, Elvira Campos, la directora del manicomio de Santa Teresa, instruye a su amante, el judicial Juan de Dios Martínez, a propósito de nuestras fobias. El policía está interesado en averiguar quién es el sacrófobo que profana los templos en Santa Teresa. Elvira va pasando revista a toda clase de fobias, algunas de ellas inverosímiles. Menciona, por ejemplo, la clinofobia o miedo a las camas; la tricofobia o miedo al pelo; la iatrofobia o miedo a los médicos… Luego menciona dos miedos a los que bautiza de románticos: la ombrofobia que es el miedo a la lluvia y la talasofobia que es el miedo al mar. Continúa hablando ahora de la optofobia que te puede llevar a sacarte los ojos. Y alude a un miedo que poseemos muchos: la ergofobia o miedo al trabajo.
Y aquí viene lo mero bueno. Elvira remata con lo siguiente: «Pero las peores fobias, a mi entender, son la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia, que es el miedo a los propios miedos.» (p. 517) El policía prefiere sufrir la fobofobia. La directora parece verle más inconvenientes a la fobofobia que a la pantofobia.
Es verdad de Perogrullo advertir que el miedo procede de la percepción ante la cercanía de un peligro. Sin embargo, muchas veces este peligro es infundado e inexistente. Normalmente, a este tipo de miedo, irreal, irracional e incontrolable, se le llama «fobia». Si se le tiene miedo a todo, la llamada «pantofobia», quiere decir que se ven todas las personas y cosas que nos rodean como peligros potenciales, y esto es, a todas luces, falso. Aquí el miedo se convierte en una «poderosidad» que nos domina y apabulla.
Recuerdo que en la novela de Torcuato Luca de Tena, Los renglones torcidos de Dios, aparece un paciente, Ignacio Urquieta, que padece «hidrofobia». Su fobia al agua lo lleva a vomitar, a experimentar fiebre, etc. «¡Tengo horror patológico al agua!», confiesa el enfermo. (p. 78) Alicia, la protagonista de la novela, asegura que «la fobia es un mal útil, puesto que oculta con un pánico y una angustia injustificados otra angustia y otro pánico verdaderos. Y probablemente peores.» (p. 79) Ignacio supera su traumático pánico al agua al ser arrojado por un montón de orates a la piscina y exclama exultante de alegría: «¡Estoy curado!» (p. 207) La solución, por tanto, ante tanta fobia, es simple y llanamente zambullirse, pues los cobardes sólo merecen la pena en culturas como la ifaluk.
Referencias:
Bolaño, Roberto, 2666, Alfaguara, México, 2016.
Luca de Tena, Torcuato, Los renglones torcidos de Dios, Diana, México, 1987.