Hay gente en la cola de todos los cines, gente que llora, gente que ríe, gente que sube y que baja de un coche (…) gente con sombra, con dudas, gente que añora y que ayuda, gente que vive a la moda, que viene y que va, pero qué sola está.
Pedro Guerra
Santiago Feliú, el virtuoso de la guitarra, compuso «Advertencia». Dicha canción culmina con estos enigmáticos y crípticos versos: «Resulta insultante que la soledad dependa del amor para aliviarse».
Para realizar una correcta hermenéutica de tales versos, viene bien distinguir entre una soledad como «recogimiento» y otra como «abandono». Esto quizá nos ayude a comprender lo que quiso decir el poeta cubano. La soledad como recogimiento es bienvenida. Es la que nos permite, entre otras cosas, estar con nosotros mismos, en ese ejercicio de introspección que nos ayuda a obedecer al Oráculo de Delfos y, de ese modo, conocernos a nosotros mismos para reinventarnos. En cambio, la soledad como abandono nos derruye. El apego que teníamos hacia otra persona implota intempestivamente y quedamos abatidos. A esta soledad se refiere Feliú. Pero ¿a cuál amor hace referencia?
Es una gran verdad el que «la soledad depende del amor para aliviarse». No estamos llamados a la soledad. El Génesis no se equivoca: «no es bueno que el ser humano esté solo». La comunión o la compañía es lo nuestro. Bienvenidos a «la escuela del afecto», en palabras del santo de Loyola. Entonces ¿por qué resulta insultante?
Yo decodifico el adjetivo «insultante» en el sentido de que la soledad puede depender de cierto amor tóxico para aliviarse. Me refiero al amor pasajero y posesivo de otra persona. Exploremos esto desde otro ángulo.
Ahora se ha puesto de moda releer Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Esto se debe, obvio, a la puesta en escena de la serie homónima en Netflix. No pretendo analizarla. Sólo quiero decir que me sigue llenando de esperanza lo que el nobel de literatura afirmó cuando recibió el galardón en Estocolmo: «Las estirpes condenadas a cien años de soledad sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra». Esto a contrapelo de lo que había asegurado hacia el final de la prolija y farragosa novela. Y esa segunda oportunidad se refiere al llamado a la comunión.
«Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra». (Tomado del discurso de Gabriel García Márquez al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1982)
El último capítulo de la novela de marras es estremecedor, por decir lo menos. Amaranta Úrsula y Aureliano viven en el paroxismo del sexo y reciben su «castigo» por darle rienda suelta a su relación incestuosa: les nace un hijo con cola de cerdo. Y ese niño será devorado por las hormigas: «El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas» (p. 401). Esa soledad es la de la familia Buendía. Cien años de infortunio en Macondo por practicar el amor equivocado.
El amor entre hermanos, o entre tías y sobrinos, que es el caso de Amaranta y Aureliano, se castiga desde siempre. La prohibición del incesto es casi universal. «En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros… recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas. Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra» (p. 391). Me quedo con la expresión «la soledad del amor» para volver sobre el verso de Feliú. Este amor cura fugazmente la soledad, pues en el fondo queda un regusto de tristeza como cuando los antiguos afirman: «post coitum, animal triste».
Pero ¿es posible cultivar un amor sin orillas, de modo que la soledad destructora sea arrancada de raíz y para siempre de la faz de esta tierra? Martí y Silvio tienen la respuesta. Gocemos y acatemos estos versos inspirados en «Lo que debes amar» del vate cubano:
«Debes amar la arcilla que va en tus manos./ Debes amar su arena hasta la locura./ Y si no, no la emprendas, que será en vano:/ solo el amor alumbra lo que perdura,/ solo el amor convierte en milagro el barro.// Debes amar el tiempo de los intentos./ Debes amar la hora que nunca brilla./ Y si no, no pretendas tocar lo yerto:/ solo el amor engendra la maravilla,/ solo el amor consigue encender lo muerto».
Nos esperan, con fortuna, cien años de comunión, es nuestra segunda oportunidad.
Referencia:
García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, Editorial Origen y OMGSA, México, 1983.