No debe sorprendernos que un presidente que se dice de izquierda haya venido a derrumbar al bicentenario Poder Judicial. Y es que los progresistas siempre han aborrecido a los jueces por su naturaleza conservadora. De igual forma los conservadores han abominado de la justicia popular desde los tiempos de la guillotina francesa, como hoy repulsan a los futuros jueces de tómbola o elección popular que ha propuesto Andrés Manuel López Obrador, a quien poco le faltó para imponernos también el morbo de las «tricoteuses», las costureras que tejían gorros mirando como rodaban las cabezas en la guillotina; como rodarán las cabezas en el Poder Judicial de Coahuila al armonizar nuestro sistema de justicia con la reforma aprobada en el Congreso de la Unión.
Seis o siete cabezas bien cortadas (Marat dixit) servirían de ejemplo para persuadir a nuestros togados de que la reforma va en serio. Pero si la degollina alcanza a todos los jueces y se procede a la elección de nuevos perfiles, no sería una reforma cosmética sino estructural.
Es preciso reconocer que este profano de la ley y la justicia ignora cómo procederá el Congreso local para armonizar con la reforma judicial. Pero según se percibe, lo más probable es que la elección de jueces y magistrados será un proceso político electoral que, irremediablemente, acabará politizando a la justicia y dicho poder podría convertirse nuevamente en un club de cotos, cuates, cuotas y cofrades, como en la actualidad.
Y decimos que el Poder Judicial está politizado porque nuestros gobernadores han impuesto como jueces y magistrados a militantes partidistas. No sólo del PRI, sino también del PAN. Del partido tricolor a un «mapache» electoral reo en Zacatecas y de Acción Nacional a un expresidente del comité estatal que se «vendió» para ya no impugnar la elección de Miguel Riquelme. No deben prevalecer esos cuadros ni meterlos a la tómbola, capaz que inventan el fraude «tomboril».
Aquí el Congreso local, que acertadamente preside la diputada Luz Elena Morales, tendrá que legislar para armonizar con la reforma. A menos, claro está, que la ministra Norma Piña y el pleno de la Corte decidan aceptar una controversia constitucional en contra de la transformación de López Obrador. De nueva cuenta colisionarían los poderes y la presidenta Piña se enfrentaría al nuevo poder Ejecutivo y Legislativo, ahora con más desventaja, cuando lo más prudente y sin tintes de sumisión sería aplicar la vieja democracia jeffersoniana (anacrónica, pero efectiva) de que «el Poder Judicial debe estar subordinado a los poderes electos y la Corte Suprema no debe tener el poder de derogar leyes aprobadas por el Congreso».
Como sucede en casi todos los estados de la república sin aspaviento alguno y llevando la fiesta en paz. Además, ahora los tres poderes serán electos reforzando la soberanía popular.