La libertad de expresión nunca es un derecho absoluto, sino una aspiración. Moral y legalmente hablando, deja de ser un derecho cuando daña algo que todos consideramos valioso. Por ejemplo, se legisla contra la incitación al odio racial. Por consiguiente, no es cierto que la censura sea mala por principio.
La libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales para el ejercicio de la democracia: permite la participación informada, fomenta la crítica y el debate público, hace contrapeso al poder, conlleva a la rendición de cuentas, al combate a la corrupción y el abuso de poder, ademas de dar legitimidad al sistema y protección a las minorías.
Por otra parte, algunas formas de narración escrita o representaciones de imágenes se han considerado vinculadas a actos delictivos. Se ha demostrado —concretamente por estudios en los Estados Unidos— que el exceso de sexo y violencia en películas y en televisión incitan a tendencias similares en la conducta del público. Existe una conexión causal directa entre tales imágenes y el daño físico.
La censura actúa para preservar la libertad de expresión, pero la pone en igualdad de condiciones. Quienes apoyan la libre expresión sin reglas, olvidan que no solo puede silenciar a las minorías, sino también provoca un descrédito social promovido por racistas, sexistas, homófobos y otros fanáticos. De este modo, podría resultar necesario, por ejemplo, ilegalizar epítetos raciales a fin de asegurar que la gente negra sea tratada con justicia en el ámbito público y así tienen la posibilidad de expresar sus opiniones.
Sin embargo, en México recientemente se registraron distintos acontecimientos que han suscitado críticas por sus implicaciones en el ejercicio del derecho a la libre expresión de ideas. Por ejemplo, en Puebla se modificó el Código Penal para tipificar como delito el «ciberasedio», que por su ambigüedad y vaguedad podrían dar pauta a la criminalización de la crítica política, lo que llevó, tras las protestas y críticas que generó esta ley, a la presidenta de la Junta de Coordinación Política a anunciar una reforma para excluir a funcionarios públicos de la posibilidad de demandar por ese delito.
Otro ejemplo fue, cuando en el Senado un ciudadano debió presentar una disculpa al presidente de la Cámara de Senadores, transmitida en vivo por los canales del Senado y ante medios de comunicación, por un desencuentro en el AICM en diciembre de 2024, cuando el ciudadano increpó al senador y este lo denunció por haber violentado su integridad e investidura (vaya circo).
En los medios de comunicación se ha señalado que estos acontecimientos, cuestionables todos, sí, constituyen la prueba de que en México la libertad de expresión corre peligro. No es estéril reflexionar sobre estos acontecimientos que limitan la libertad de expresión y cómo afectan el desarrollo democrático de nuestro país, ya que develan el «desinterés» de funcionarios públicos para respetar este derecho humano y su pretensión por acallar la crítica sobre sus Gobiernos, la forma en la que han llegado al cargo de representantes populares o su quehacer político. De hecho, se vive una censura mal entendida, no como un contrapeso para que este derecho no se convierta en libertinaje.
El ejercicio democrático del poder exige renunciar a la tentación de restringir o, tal vez, censurar la libertad de expresión. La autoridad no puede fincarse en la autocomplacencia esperando solo el elogio. Una censura apegada a derecho y socialmente responsable, puede encarar las campañas de desinformación, las noticias falsas y el anonimato impune de las redes sociales.