Considero a la democracia como un abuso de la estadística.
Jorge Luis Borges
El inmenso escritor argentino, Jorge Luis Borges, pensaba que la democracia no era lo mejor para los países latinoamericanos y que todas las elecciones deberían postergarse trescientos o cuatrocientos años pues no se necesitaban gobiernos de hampones democráticos, sino gobiernos justos y honestos.
Borges no creía en la democracia como idea salvadora para la mayoría de los países. Yo tampoco lo creo. No al menos como se practica en México. La democracia entre nosotros ha generado la aparición de verdaderos delincuentes legitimados, precisamente, por el sufragio convertido en estadística y que ha creado, a su vez, el gran espejismo de una democracia que no existe entre nosotros.
En concordancia con la opinión de Borges, yo he venido sosteniendo sistemáticamente que la democracia mexicana es una democracia de sufragio. Y, de entre las muchas claves comprensivas de la democracia, el voto es la más vulnerable de sus componentes. El voto puede ser modificado en su intención por muchos factores (piense, por ejemplo, en los beneficios de programas oficiales que el Gobierno utiliza como estrategia clientelar. Piense también en el temor provocado por las hordas burocráticas al servicio del Estado de que serán retirados tales beneficios si no se vota en favor de un candidato).
La democracia que tenemos deriva de la democracia ateniense (no griega) donde, reunidos en el ágora, se reunían los atenienses para someter a votación sus propuestas realizadas siempre a mano alzada. Cuando fue común que el ágora recibiera en asamblea a diez mil atenienses aquella democracia perdió su intención original pues empezó a gobernar cualquiera, sólo por virtud del voto, aunque no tuviera méritos ciudadanos.
Platón lo entendió muy bien desde un principio. Ya existía en Grecia una palabra para designar a este tipo de asambleas: hoi polloi, literalmente «los muchos», «los numerosos». Pero los muchos no comprenden lo esencial (en este caso del fenómeno democrático) y terminan convirtiéndose en un peligro al legitimar a un gobierno sin méritos para dirigir y administrar a una sociedad.
El imprescindible Aristóteles, contemporáneo de Platón, pensaba que, de igual forma, un gobierno constitucional basado en la participación de la mayoría no deviene, necesariamente, en una democracia porque Aristóteles lo entendía como el gobierno de los que menos tienen y que se establece con el único interés de servirse a sí mismos.
Contemporáneamente, el premio Nobel José Saramago también desconfiaba de esa práctica y decía que hay mucho riesgo en ceder a ciegas un poder a los muchos (entendido en México como pueblo), sin vocación, sin méritos ciudadanos, sin inteligencia para enfrentar los desafíos que plantea gobernar a una nación.
Regresando a nuestro querido Borges, las democracias de estadística terminan por crear, de alguna forma, dictaduras, y además perfectas, como sugería Vargas Llosa para la dictadura construida por el PRI en el pasado reciente de México y consolidada por Morena en la actualidad.
Y las dictaduras fomentan la opresión, el servilismo y la crueldad, entre otras cosas. Pero más abominable que todo eso, es el hecho de fomentar la idiotez. Y por eso tenemos muchedumbres que balbucean imperativos contra otros, sin decir agua va; efigies de líderes en la gratuidad de las redes sociales construyendo su imagen en aras de un interés siempre personal; vivas y mueras prefijados en la conciencia de los sujetos para apoyar a los que creen como ellos e ir en contra de los que piensan diferente; ceremonias unánimes de aprobación que constituyen hoy la nueva disciplina usurpando el lugar de la lucidez.
Pero eso es normal en las democracias de estadística cuyo abuso desemboca en índices de aprobación, sufragio multitudinario y la indigna sumisión ante los programas sociales que jamás resolverán las carencias más urgentes: espejismo puro. Nada de eso toca lo esencial de un gobierno construido de esa manera para hacer y deshacer a su antojo.
Esas democracias de estadística, o de sufragio, son un mal que no deberíamos padecer. Los Gobiernos históricos de México han sido gobiernos mentirosos. Lo han hecho con tal impudicia que hasta parece natural. Y no lo es.
Nuestra presidenta nos miente, nuestros poderes legislativos nos mienten, todos los liderazgos políticos nos mienten y todavía pretenden que los tengamos en alto aprecio. El presidente del sexenio pasado quería pasar a la historia como el mejor presidente. Pero sólo era un gran mentiroso.
Nos mintió con el sistema de salud, nos mintió criminalmente con los muertos por Covid 19, nos mintió con la mega farmacia, nos mintió con los feminicidios, con los desaparecidos, con los muertos en su administración, con la utilidad pública de sus obras faraónicas, con sus estadísticas de optimismo vacuo en torno al país que dejó.
Y, por si algo faltara, su sucesora ha fortalecido esas mentiras y ha abierto nuevas líneas donde la mentira es la protagonista. Nos miente sobre el rancho Izaguirre al construir una verdad histórica idéntica a la de Ayotzinapa, nos miente sobre la tragedia de las desapariciones de personas, nos miente sobre los acuerdos con los narcotraficantes que gobiernan buena parte del país.
Importándole más su imagen pública, nos ha mentido en torno a los aranceles impuestos por el presidente gringo haciéndonos creer en su capacidad negociadora para eludirlos cuando, en realidad, se ha doblado ante las exigencias del poderoso. Ejemplos sobran: el Gobierno norteamericano necesita detener el flujo migratorio, bueno ahí van diez mil elementos de la Guardia Nacional para cerrar la frontera con Guatemala, que el Gobierno gringo necesita aparentar que lucha contra las drogas, bueno ahí van algunos narcos que se entregan sin ningún protocolo de acuerdo, que los texanos requieren aguas, bueno ahí va el agua de nuestras presas…
Sus mentiras son infinitas y las quiere esconder apoyándose en discurso patriotero chafa: que contra cualquier intento de violar la soberanía para eso tenemos un himno… que México es mucha pieza. No sirve. Silencio abrumador de la masa, del pueblo, pues. Se necesita un discurso patriótico destinado al ciudadano que pueda responder con solidaridad, con verdadero apoyo que le fuerza moral a sus liderazgos representativos.
Pero eso no se puede; no existe el ciudadano. Fue destruido por todos los Gobiernos históricos de este país. Lo que hoy existe es el pueblo, la masa, y esa nada no responde a esos llamados.
Bueno, retomando a Borges: «combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escrito». Y yo añado: también del periodista y de las empresas periodísticas llamadas hoy a hacer conciencia ciudadana que responda con una mirada crítica a los desafíos de una democracia de sufragio que parece no tener futuro.