A propósito de las guerras santas… y de las no santas
Debo confesar que cuando éramos chiquillos, a mi hermano Jesús —Chuy— y a mí nos encantaba, allá en Torreón, ir a ver las películas de guerra. La casa de nuestros padres estaba justamente a solo tres o cuatro cuadras del que en ese tiempo era el Cine Royal, que después fue el Variedades, y ahí fue, en el cine Royal, donde seguramente, emocionados, vimos aquella ahora ya muy vieja película en blanco y negro sobre la Segunda Guerra Mundial, titulada Dios es mi copiloto, en la que los intrépidos aliados, volando en aquellos entonces atemorizantes «aviones tigres», se lanzaban, supuestamente acompañados por Dios nada menos que como copiloto, ¡a matar japoneses y alemanes!
Nada raro, desde luego. Para nuestra vergüenza, en la historia del hombre ha sido lo más usual que tanto los de un bando como los del otro se «cuelguen» del aval de Dios para justificar sus guerras y sus masacres.
Conservo todavía en mis archivos una nota que guardé precisamente porque me llamó la atención: el 23 de febrero de 1991, al iniciar Estados Unidos la primera ofensiva terrestre contra Saddam Hussein y su régimen por la invasión a Kuwait —¡por el petróleo, desde luego!—, George Bush padre, al despedir a los soldados estadounidenses para que fueran a matar iraquíes, oró: «Que Dios bendiga a todos y cada uno de los soldados de Estados Unidos y que Dios bendiga a los Estados Unidos».
Por su parte, Saddam Hussein, al más puro estilo del, en otra época famoso, ayatolá Jomeini, no se quedó atrás y, al arengar a su gente para incitarlos a la lucha y a dar muerte a los «americanos», les dijo: «Que Alá os bendiga», y los envió también a matar a los americanos y a sus aliados, a quienes calificó como «los infieles, los injustos, los malignos y la coalición del mal».
Total… ¡pobre Dios! A él, quien por su propia esencia, tanto si lo consideramos desde el punto de vista de la sola razón como si lo hacemos desde la perspectiva de la fe, debe ser amor, sabiduría y perdón, lo hacemos estúpidamente nuestro aliado para abanderarnos con él y llevar a efecto todas nuestras guerras y nuestras matanzas.
Lo mismo hicieron, hace varios cientos de años, los seguidores de Mahoma y de la religión musulmana; los cruzados en la Edad Media; los templarios, los cuales no se agarraban directamente de Dios, pero sí de uno de los 12 apóstoles —¡Por Santiago y por España!—; los cristeros; y los actuales fanáticos de algunos grupos religiosos que siguen siendo la vergüenza del mundo contemporáneo.
Todos esos grupos, lamentablemente, en algún período de la historia se han jactado, de la manera más irracional, de tener a Dios como su copiloto.
