Es una pena, claro, pero el extravío en que se halla nuestra política actual es comparable a la arquitectura romana bajo los últimos emperadores. En esa época, la sobrecarga de adornos ocultaba las relaciones esenciales y simples e, incluso, las trastocaba. Esas formas pedían mucho ruido, muchos instrumentos, mucho artificio, pero muy pocas ideas claras, penetrantes, que pudieran conmover al observador urbano.
Las insípidas actuaciones de los políticos en nuestros días, tan vacías como sus discursos, encontramos de nuevo el mismo gusto de la época romana de referencia, que tolera los estilos oscuros, vacilantes, nebulosos, enigmáticos; sí, vacíos de sentido, cuya fuente principal habrá que buscarla en la charlatanería de quien se erige como la figura que no es en realidad.
Revestidos de ropajes extraños y ajenos a una realidad que no se corresponde, resulta patético escucharlos y contemplar sus acciones en un despliegue de desaciertos que se destacan por ser contrarios a lo que promulgan frente a los micrófonos de la televisión o la difusión masiva de las redes sociales.
Aunque mantengo una distancia ideológica con los seguidores de la 4T, eso no es obstáculo para ser objetivo en mi percepción. Cuando hay aciertos no tengo freno para reconocerlos. Pero hoy no, yo no veo a la presidenta como un liderazgo que marque un rumbo claro para el país, no la veo con un liderazgo que se corresponda con la fortaleza de los millones de votos entregados en las urnas.
El primer informe de la presidenta de mi patria era la oportunidad para darle otro giro a su liderazgo que supone el apoyo popular. Pero lo vi sin garra, sin ganas de rendir cuentas a la ciudadanía que la impulsó a esos niveles. Su informe me pareció más un programa de propaganda para el partido que se ostenta como la esperanza de México que como otra cosa.
Esperaba verdades en torno a la violencia organizada que se practica en nuestro país a través de cárteles perfectamente identificados por las autoridades correspondientes y que, por eso, debieran enfrentar para dejar constancia de su razón de ser dentro del esquema de justicia emanado de un Estado que, se supone, es un Estado de Derecho.
Esperaba sinceridad respecto de los migrantes y su drama en territorio nacional; pero, sobre todo, esperaba que la presidenta nos informara de lo que el país hace para aliviar las heridas que causa esa condición y que se han acentuado a raíz del nuevo mandato presidencial de Trump.
Esperaba resultados reales que favorecieran al sector salud. Todos los días hago uso del ISSSTE y todos los días padezco sus carencias, su burocracia, su falta de intenciones para emerger como Dinamarca, la ilusoria promesa de otro igual a estos que hoy gobiernan.
Esperaba que se ocupara en decirnos acerca de las presiones gringas en torno a la soberanía, los aranceles y toda esa carga política de apachurrón que los norteamericanos saben utilizar tan bien.
Pero no encontré nada de lo esperado. Únicamente silencio. En el mejor de los casos, sólo estadísticas (siempre a favor), buenos deseos, elogios mutuos (de todos los participantes), pero nada sustancial que me diera razón de los problemas vitales que afectan al mexicano de a pie, al que tiene que levantarse de madrugada para ir a trabajar, al que se las ve negras cuando tiene que ir a un hospital y enfrentar la burocracia y el desabasto que privan en el sector salud, al que está en un continuo dolor por un miembro de su familia que se encuentra desaparecido, al que no encuentra sitios para que sus hijos estudien, al que no encuentra un empleo estable, al que no tiene casa propia, al que tiene poca esperanza porque, aunque lo diga el slogan, Morena no es la esperanza de México.
Me refiero también a ese mexicano que es extorsionado todos los días, a los mexicanos desaparecidos, a los mexicanos que reclutan los cárteles para convertirlos en sicarios y que luego son encontrados en bolsas o tirados a la orilla de cualquier carretera de la geografía mexicana, a los mexicanos que sucumben a diario en la incertidumbre.
Hay mucho ruido, mucho artificio y pocas ideas para resolver problemas cotidianos en el México que está siempre en espera de algo mejor.
Y eso debería ser una afrenta para una entidad política que tiene al pueblo como su razón de ser y que esgrime como un deslinde natural aquello de que no son iguales, aunque hagan lo mismo que los que hoy son oposición hacían en el pasado.
Y esa es la clave. Las cabezas triviales, como las de nuestros políticos, son absolutamente incapaces de arriesgarse a pensar. Siguen el manual. Tratan de dar la apariencia de que han pensado más de lo que en realidad ha sido.
Por esa razón, lo que tienen que decir lo presentan con frases forzadas, difíciles. Introducen palabras que intentan ser novedosas, con períodos prolijos que giran y giran en torno a la idea y terminan por esconderla, quisieran revestir las palabras de tal forma que tuvieran un aire sobrio y profundo para dar la impresión de que encierran mucho más de lo que, en el momento, se ve.
Por eso, unas veces, lanzan sus pensamientos por fragmentos, en cortas sentencias, ambiguas o paradójicas, que parecen significar mucho más de lo que dicen; otras veces, presentan sus pensamientos en un torrente de palabras, con la más insoportable prolijidad, como si fueran necesarios esfuerzos milagrosos para hacer comprensible su profundo sentido, aunque en el fondo, su sentido no sea más que una simple trivialidad.; o bien se han propuesto una manera tan artificiosa de hablar que parecen pretender aparecer como locos.
El motivo de todo este esfuerzo del político mexicano no es otro más que la aspiración incansable que busca nuevos métodos para vender palabras en lugar de pensamientos y, por medio de expresiones, giros de palabras y combinaciones de toda clase, empleados en un nuevo sentido, producir la apariencia de talento, para suplir la falta del mismo.
Eso fue la presidenta el día de su primer informe: una vendedora de palabras que desnuda un liderazgo imposible de seguir; simplemente es, como lo fue el expresidente López Obrador, una dirigente, sin más.
