En mi experiencia de encuentro, convivencia y relación con la gente de pueblo, he aprendido bien que el lenguaje con el que se puede hablar con ellos no es el de los discursos. Esa gente a la que se refieren casi con obsesión los dirigentes (dirigentes, dije, no líderes) de la 4t, cuando está realmente comprometida, prefiere hablar y escuchar un lenguaje diferente al de los discursos.
En su habla común explicita situaciones de la vida cotidiana, narra acontecimientos que le ocurren, formula interrogantes e inquietudes sobre temas vitales, matiza procesos que elabora en torno a algún asunto vigente y comparte la vida significándola y resignificándola cada vez que necesita elaborar su lenguaje comunicativo.
Y es así porque la palabra se corresponde y completa lo que hace; su lenguaje habitual no es de promesas, sino un destello sonoro que denuncia realidades, cualesquiera que ellas sean e el contexto de su vida de relación.
Y su lenguaje no es discurso porque ese es propio de la política; más aún, de la mala política que hacen los espantajos que se dicen representantes del pueblo. Y en su status más alto es el populismo. Nunca llega a la vida que emerge desde la participación más profunda del pueblo donde el lenguaje explicita hechos.
La política mexicana, tan alejada del pueblo, aunque éste siempre sea el gran motivo de los discursos, se ha vuelto especialista en congelar la vida. Hablo a partir de hechos concretos: casi un millón de muertos por Covid-19, casi doscientos mil por la violencia generalizada en el país, casi cien mil desaparecidos e incontables feminicidios…
Y ante este acontecimiento apocalíptico donde imperan situaciones inhumanas, injusticias, indiferencia, falta de sensibilidad y hasta desprecio, los políticos suelen decir: «vamos a estudiar el problema», «estamos investigando», «hemos nombrado una comisión», «vuela mañana», «hay que esperar» … Y así congelan y suspenden la vida, que es lo propio del pueblo: vivir. ¡Cómo se abortan proyectos y se suprimen políticas públicas para favorecer a ese pueblo!
Desde esta tribuna periodística, yo me rebelo a ello, me niego por sistema a aceptar y, menos aún, a legitimar todo discurso proveniente de un político que, aunque use al pueblo para su beneficio, termina por marginarlo. Todo discurso así huele mal y contamina la atmósfera con su timbre tan sonoro como falso.
Por eso en mi vida personal desde hace mucho tiempo doy prioridad a los resultados de una buena conversación con gente del pueblo. Ahí hay historias de vida. Hay una especie de “cientificidad” más genuina que aquélla que rasguñan las plumas de los periodistas o de los más grandes escritores. Percibo en esas conversaciones una corriente de aire fresco y cristalino en torno a las reflexiones de los asuntos cotidianos.
Dos referencias personales caben en este artículo. La primera me la trae mi memoria desde una juventud ya lejana al lado de mi padre, en aquel entonces juez en San Juan del Cohetero. Se trataba de un grupo de mujeres. Mujeres ya «viejas» reunidas para discutir un proyecto productivo en el campo. Al terminar aquella reunión, la más anciana de ellas, con mucho aplomo le dijo a mi padre: «vamos a echar pa’lante este trabajo. De nosotras brota la vida… y nos rebasa».
Mi memoria reconstruye con precisión ese recuerdo y me regala la imagen de la mujer: tez café tostado, canas de un pardo blancuzco, surcada su rostro por las arrugas, chupada y reseca, cuerpo enjuto, testimonio irrebatible de largos años de existencia pero que con una voz perfectamente audible en el silencio de la casa ejidal exclama: «la vida nos rebosa».
Y ante eso el presente se estremece dentro de mí. Porque cuando la vida emerge desde adentro, cuando surge de una larga tradición de pueblo, por supuesto que nos rebasa; es algo sagrado lo que emerge: es la vida y eso es la interpelación más genuina y contundente a la vocación de servicio que debiera tener, y mantener, siempre el político.
Por cierto, la larga tradición de la política mexicana no logra certificar lo anterior.
La segunda referencia es más personal e íntima. En mi ya larga vida han existido mil y una frustraciones; diferentes unas de las otras y de mayor o menor impacto. Todas ellas, sin embargo, al final resultaron muy saludables.
En la evaluación de cada experiencia he aprendido que cuando la marea picada se calma, cuando la agitación turbulenta del momento se serena, cuando las tensiones que matan se equilibran, la frustración ha venido en mi auxilio liberándome, así, sin más.
Encuentro la explicación en el siguiente hecho: antes enarbolaba algún proyecto: me pertenecía. Después de un tiempo de trabajo venía la frustración porque el proyecto dejaba de ser mío porque pasaba algo mejor: el proyecto era un proyecto de equipo, un proyecto comunitario, un proyecto colectivo.
Y entonces algo ocurría en mi interior. Renacían fuerzas inéditas, semejantes a las de la mujer de la referencia anterior: «la vida nos rebosa». Se nos derrama. Y entonces también, en el peladero desolado de mis frustraciones he sentido que siempre ha calentado el sol con una luz irresistiblemente transparente. Con ello se renueva siempre mi esperanza.
Y mi esperanza para el futuro de este país es que, a pesar del PRI, del PAN y de Morena, salga de verdad el sol para que ilumine el peladero de su trabajo político. Si en verdad resulta así su trabajo ya no será más un discurso vacuo con miras a engañar. Será, por el contrario, el agente que preñe, desde la palabra, la auténtica transformación tan prometida cada mañana.
Por ahora mi esperanza permanece en una pausa porque lo que vi y escuché como último informe del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, hace algunos días en el Zócalo de la ciudad de México, no fueron palabras arropadas por un lenguaje con sentido de expresión verdadera dirigido al pueblo que llenó la plaza, sino un discurso retórico, demagógico, sin aproximación a la realidad, que vino a confirmar una vez más la eficacia clientelar en que transforma la política la realidad de un pueblo que no sabe quién es.