Mientras legiones de madres buscan a sus desaparecidos, en los escenarios se cantan temas que honran a los criminales. La industria de los narcocorridos ya no solo cuenta historias de violencia, las exalta. El Estado, atrapado entre la censura y la apatía, no define su papel
Voces de esperanza y paz mitigan la estridencia
México vive una paradoja brutal: mientras los cuerpos se acumulan en fosas clandestinas y las madres rastreadoras escarban con palas y uñas la tierra que esconde a sus hijos, los narcocorridos celebran a los verdugos como si fueran héroes trágicos o empresarios audaces. La industria musical que gira en torno a estos himnos al sicariato no solo resiste la crítica: se fortalece. Las plataformas digitales los monetizan, los promotores los contratan, los fans los ovacionan. Y los Gobiernos, atrapados entre la censura y la pasividad, titubean. Lo que alguna vez fue una crónica de los márgenes se ha transformado en la banda sonora oficial de la impunidad.
«(Los narcocorridos) no están prohibidos, eso es importante, porque no los prohibimos. Lo que queremos es promover que la música tenga otros contenidos, y todos tenemos que ir promoviendo».
Claudia Sheinbaum, presidenta de México
Los narcocorridos ya no son simples relatos de frontera. Han evolucionado de crónicas del barrio a epopeyas del crimen. Lo que antes era una forma de narrar la vida al margen de la ley, hoy es propaganda. Sus protagonistas no son víctimas ni testigos, sino victimarios disfrazados de ídolos. Representan, en muchos casos, herramientas propagandísticas al servicio del narco, discursos de poder camuflados de folclor, y productos culturales que glorifican a criminales como si fueran visionarios o mártires populares. Las consecuencias de esta narrativa han dejado de ser simbólicas: alimentan una cultura de impunidad, romantizan la violencia y perpetúan estereotipos que, en lugar de cuestionar el poder del narco, lo consolidan.
«Es gravísimo que los artistas validen a capos con una influencia directa sobre la violencia que vive el país. Si el rostro de un narcotraficante se proyecta como si fuera una estrella del pop, ¿qué mensaje estamos enviando?».
Guadalupe Correa-Cabrera, especialista en crimen organizado
En un país donde más de 112 mil personas siguen desaparecidas, según datos oficiales de la Comisión Nacional de Búsqueda, y donde los carteles dominan amplias regiones del territorio, el culto musical al narco no es inocente. Cada verso que ensalza al «patrón», cada video que romantiza al sicario, es un ladrillo más en la arquitectura del olvido.
«La industria musical ha encontrado un nicho rentable en el imaginario del narco. Venden poder, estatus y adrenalina en forma de melodía. Y el público responde porque ve en esos cantantes lo que no puede tener en la realidad».
Vicente Castellanos, sociólogo
Del escenario a la fiscalía
El 6 de abril de 2025, durante su presentación en el Auditorio Telmex, en Guadalajara, la agrupación Los Alegres del Barranco provocó un escándalo nacional al proyectar imágenes que representaban el rostro de El Mencho, líder del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Aunque los músicos no cantaron explícitamente sobre él esa noche, la aparición visual bastó para activar las alarmas de las autoridades y la indignación de sectores de la sociedad civil.
Tras el revuelo, los integrantes del grupo fueron citados por la Fiscalía de Jalisco. El 16 de abril comparecieron, pero no rindieron declaración formal. Solo acudieron para conocer los motivos de la investigación y abandonaron las instalaciones tras una breve estancia. Las autoridades no revelaron si habrá sanciones, pero dejaron abierta la posibilidad de proceder por apología del delito. Por su parte, la agrupación tampoco ha emitido declaraciones públicas sobre el incidente. En sus redes sociales continúan promocionando conciertos, mientras el tema se disuelve lentamente en la agenda mediática.
Esta no es la primera vez que una agrupación de narcocorridos enfrenta el escrutinio legal. En 2010, el grupo Los Tucanes de Tijuana fue vetado de tocar en varias ciudades fronterizas por referencias explícitas al narcotráfico en sus letras. Sin embargo, la diferencia en este caso radica en la simbología visual: ya no es solo lo que se canta, sino lo que se muestra. Un gesto que va más allá del morbo y se convierte en acto político. «Es gravísimo que los artistas validen a capos con una influencia directa sobre la violencia que vive el país. Si el rostro de un narcotraficante se proyecta como si fuera una estrella del pop, ¿qué mensaje estamos enviando?», cuestiona Guadalupe Correa-Cabrera, especialista en crimen organizado.
Caos en Texcoco
Dos días antes del episodio con Los Alegres del Barranco, el cantante Luis R. Conríquez protagonizó otra escena que evidencia el frágil equilibrio entre música, violencia y espectáculo. Su presentación en el palenque de la Feria del Caballo, en Texcoco, terminó en caos. El concierto, apenas a la mitad, fue cancelado tras una serie de disturbios: sillas volando, gritos, empujones y, según algunos asistentes, detonaciones que generaron pánico. Aunque no hubo muertos ni heridos graves, la escena se viralizó. En redes sociales circularon videos del público corriendo desesperado y del escenario desmantelado a toda prisa. Conríquez no hizo declaración inmediata, y la organización del evento alegó «fallas técnicas» y «problemas de logística».
Luis R. Conríquez es una de las figuras más populares del llamado «movimiento bélico», una corriente dentro del regional mexicano que mezcla narcocorridos con beats urbanos y estética gangsteril. Sus videos acumulan millones de vistas en YouTube, y sus letras mencionan con frecuencia armas, dinero, sicarios y cárteles. «El 200», «Chaparrito», «Siempre firmes»… todos títulos que hacen referencia directa o velada a estructuras del narco. «La industria musical ha encontrado un nicho rentable en el imaginario del narco. Venden poder, estatus y adrenalina en forma de melodía. Y el público responde porque ve en esos cantantes lo que no puede tener en la realidad», afirma el sociólogo Vicente Castellanos, autor de Violencia en clave de acordeón.
Más allá del incidente de Texcoco, lo preocupante es que estos eventos atraen cada vez a más jóvenes. Las letras ya no escandalizan: son parte del paisaje sonoro habitual en fiestas, bares y redes sociales. Y mientras los foros se llenan, la frontera entre ficción y realidad se desdibuja peligrosamente.
¿Censura o responsabilidad cultural?
A raíz de estos episodios, la presión mediática llevó a que el Gobierno federal y los estados discutieran, nuevamente, la posibilidad de prohibir los narcocorridos en espectáculos públicos. El secretario de Gobernación, Luisa María Alcalde, declaró el 14 de abril que «no se trata de prohibir contenidos», sino de «promover otras narrativas».
Las posiciones oscilan entre dos extremos: quienes ven en la censura un atentado a la libertad artística, y quienes consideran que permitir estos contenidos equivale a tolerar la violencia. El dilema no es nuevo. Desde los años 70, cuando los narcocorridos empezaron a ganar notoriedad, el Estado ha intentado regularlos sin éxito duradero.
Un estudio del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) en 2023 reveló que el consumo de narcocorridos en plataformas digitales aumentó 310% en los últimos cinco años. Spotify y YouTube concentran la mayoría de reproducciones, y las listas de éxitos incluyen frecuentemente a artistas como Peso Pluma, Natanael Cano y el propio Conríquez. «Regular los contenidos es complejo, pero eso no exime al Estado de su deber de actuar cuando se promueve la violencia. No se trata solo de lo que se canta, sino de lo que se normaliza», advirtió Catalina Pérez Correa, profesora investigadora del CIDE.
En respuesta, la presidenta Claudia Sheinbaum ha impulsado el programa México Canta, una iniciativa cultural que busca fomentar en niñas, niños y jóvenes una relación distinta con la música regional. A través de talleres, conciertos comunitarios y convocatorias para compositores emergentes, el proyecto promueve letras que enaltezcan valores como la solidaridad, la justicia y la memoria, en contraste con las narrativas del crimen. «Estamos en un proceso educativo, informativo, en donde todos tenemos que contribuir a que no haya apología de la violencia. Yo estoy en contra de prohibir y censurar, más bien es promover otros contenidos, y por eso estamos con el concurso de «México Canta», que va a ayudar mucho a que no haya apología a la violencia y a las drogas», argumentó.
Los malos van ganando
En su columna «Narcocorridos», el escritor Ricardo Elias plantea un dilema central: ¿prohibir estas canciones realmente combate la violencia o solo maquilla la impotencia del Estado? Para él, la censura no resuelve el fondo del problema. «Ninguna prohibición va a evitar que la cultura popular convierta en héroes y hasta en santos a delincuentes famosos», sentencia, con una claridad que interpela tanto a las autoridades como al público.
Elias argumenta que narrar no es necesariamente glorificar. «Por más que este subgénero musical de los narcocorridos no me guste, por más malas que me parezcan sus letras […] no creo que sus autores e intérpretes sean apologistas del delito». En ese sentido, propone entender los narcocorridos como relatos culturales, no como proclamas criminales, al igual que otras obras artísticas que han retratado el mundo del crimen con crudeza, sin que por ello se les acuse de reverenciarlo.
«Si contar y mostrar historias de criminales fuese apología del delito, habría que prohibir la producción y difusión de películas como El Padrino, Scarface o Breaking Bad», señala, haciendo una comparación que pone en evidencia el doble rasero con el que suele juzgarse al género musical frente a otros lenguajes culturales.
El autor también coincide con la postura de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien ha rechazado frontalmente la prohibición de estos contenidos. Para ambos, el camino no es la censura sino el compromiso ético de los creadores. «Lo que procede no es una prohibición y mucho menos una sanción, sino una exhortación para que la comunidad artística enfoque su trabajo creativo al mejoramiento de la sociedad». No se trata de negar la existencia del mal, dice Elias, sino de narrarlo sin romantizarlo. «Siempre habrá vidas de criminales y delincuentes que contar. Pero en estos momentos […] lo que hará más bien al país es aumentar significativamente la cantidad de historias en las que el bien triunfa. Lo digo porque hasta hoy, los malos van ganando». E4
Contratacan estados
En México no existe una ley federal que prohíba los narcocorridos, pero algunos estados y municipios han decidido tomar acciones locales para limitar o sancionar su reproducción en espacios públicos, alegando su potencial efecto en la salud mental y la normalización de la violencia.
Hasta abril de 2025, los siguientes estados han implementado algún tipo de restricción, regulación o sanción
a los narcocorridos:
- Baja California: En Tijuana, el reglamento local se reformó en 2023 para aplicar multas de hasta 1.2 millones de pesos a quienes interpreten narcocorridos en eventos públicos.
- Estado de México: Municipios como Texcoco, Metepec y Tejupilco sancionan con multas y cárcel a quienes promuevan la apología del delito.
- Guanajuato: Aunque sin
legislación específica, varios
conciertos han sido restringidos por interpretar narcocorridos. - Jalisco: Prohibición estatal promovida por el gobernador tras incidentes relacionados con el CJNG en conciertos.
- Nayarit: Decreto que prohíbe
los narcocorridos y los corridos
tumbados cuando hagan alusión a actividades ilícitas. - Chihuahua: Uno de los pioneros en sancionar a artistas por glorificar al narco. En 2023, Natanael Cano fue multado por más de un millón de pesos.
- Quintana Roo: Algunas zonas
han vetado la interpretación de narcocorridos en eventos masivos por motivos de seguridad.
Fragmento de canción
Los narcocorridos legitiman y celebran las estructuras del narco, construyendo una narrativa que romantiza la violencia y el poder criminal.
Cuerno azulado (fragmento)
Natanael Cano
Cuerno de chivo azula’o, con el gobierno pacta’o
Chingo de perico que se ha traficado
La montaña patrocina, siempre en el rancho JGL pa’ presidente
Delincuencia organizada, ya saben qué pedo
Tocan al Ratón y un desmadre le hacemo’
Así nomás sin charolearle
Plebes se iban guacamaleado’, como se debe
Feria pa’ operar fresitas
Ya ni voy al putero, pa’l Gabacho va cargado de quesito
A huevo en la sierrona
Se me abre el camino y no es que hable de brujos, santos son
Iván Archivaldo en los botone’
Voten por Joaquín en las elecciones
Voces de esperanza y paz mitigan la estridencia
Frente al auge de los corridos tumbados, emergen artistas que narran la vida cotidiana con dignidad. Le cantan a la familia, la migración y la memoria, sin ensalzar la crueldad
Cuando los narcocorridos se convierten en superproducciones y dominan los algoritmos, una corriente más discreta, pero persistente, recorre el regional mexicano. Son cantautores y agrupaciones que han decidido no subirse al tren de la violencia y que, desde lo local, le apuestan a contar otras historias: la vida migrante, el trabajo en el campo, la lucha comunitaria, o simplemente el amor sin poses ni armas.
Uno de los casos más notorios es el del chihuahuense Kevin Kaarl, cuya música no cabe del todo en el molde tradicional del corrido, pero bebe del mismo lenguaje popular. Sus letras hablan de despedidas, añoranza y familia, con una estética más íntima que explosiva. «La violencia no es lo único que se puede cantar», dijo. «Yo le canto a lo que veo en casa».
También está la agrupación oaxaqueña Pasatono Orquesta, que fusiona instrumentos tradicionales con letras que celebran la vida en comunidad y la memoria oral. Lejos del beat del «movimiento bélico», su música recuerda que el folclor no necesita camuflarse de propaganda para conectar con el pueblo.
El colectivo Mujeres del Viento Florido promueve la composición de corridos y sones escritos e interpretados por mujeres. Algunas piezas abordan temas de violencia de género, pero desde la denuncia, no la glorificación. «La música es resistencia», afirman en sus talleres. «Y también puede ser consuelo». En plataformas digitales, aunque con menor visibilidad, también circulan estas otras voces. Canciones como «El corrido del jornalero», de David Aguilar, o «Niños de la Sierra», de Flor Amargo, muestran que hay espacio para narrativas que no endiosan al patrón ni romantizan al sicario. E4