¡Daniela, te amo!
Así, sin más, lo grité. Algunas personas giraron para vernos, sorprendidas, en aquel estacionamiento del cine. El cielo había despejado las nubes en instantes dando paso a una sábana brillante de estrellas; el suelo lleno de diminutos charcos reflejantes y una atmósfera limpia y fresca. Reímos, nos abrazamos una vez más y huimos dando brinquitos para caer de lleno en dos o tres charcos.
A esos desconocidos no los volveremos a ver en nuestras vidas, pero Daniela recordará ese «Te amo» en mi voz, con esa potencia e intención tan mía que ella adoraba y que, como nunca, esperaba oírlo hacía tiempo. Lo pidió tantas veces; hasta sentirlo, prometí expresarlo. Finalmente, lo cumplí. Demasiado tarde, quizá. Pronunciado con intensidad, quizá. O ya era innecesario decirlo, quizá.
De saberlo, lo habría dicho antes y no la habría dejado ir. No esa noche. No en nuestra noche.
La vida me enseñó dolorosas lecciones, de instantes y eternidades; pero Daniela me enseñó que el hoy es el hoy, y solo eso.
Que sus ojos iluminaban la neutralidad de mis ojos ordinarios.
Que su sonrisa fugaz me dejó un recuerdo eterno.
Que el roce de su piel me estremeció como un rayo al tocar tierra.
Que su boca ardiente puso la mía en ebullición.
Cuando la rutina me alcance ya habré librado mil aventuras y perdido la batalla más importante de esta etapa de mi vida: el amor joven, energizante, vivo.
Y mis manos, temblorosas y torpes (como cuando la acaricié por vez primera) firmarán la sentencia del Hasta Nunca y le dejaré marchar, sin fuerzas para discutir como estrategia de retención. No más.
Daniela llegó como un ventarrón inesperado, brioso; su despedida fue igual. Finjo mirar un remolino con mis ojos neutros y resignados mientras desvanece su furia en el horizonte…
