Se viven tiempos de poder avasallante en México y en los países donde el populismo llega al poder, especialmente, Estados Unidos. El deterioro de la democracia pasa por el de las libertades y especialmente la de expresión, la que tiene que lidiar con una transición tecnológica que no le favorece y ahora con expresiones de autocensura inéditas. Íconos de la libertad de prensa son ejemplo del retroceso: New York Times, Washington Post y LA Times. Seguramente no son todos los casos, pero son los que están más a la vista.
Igual pasa con el alineamiento de las empresas de comunicación digital a los criterios, intereses y perspectivas de Donald Trump. Musk apoyó en su momento a Obama, hoy está en el polo opuesto y ha sido un factor relevante para la construcción del Trump 2.0. Igualmente están los grandes empresarios en tecnología asociada a las redes sociales. En estos tiempos todo lo que no se somete queda en la condición de adversario, como si el periodismo independiente fuera un partido o un proyecto opositor. La crítica sirve al poder porque lo modera, por eso también es funcional a la sociedad.
Gobernantes propensos a la mentira y al abuso lo que más requieren es el contrapeso de la libertad de expresión y es también lo que más rechazan. En México el Gobierno de López Obrador confrontó a los medios y ganó con resistencias poco relevantes. El presidente ilegal e indebidamente insultó y agredió a medios, empresas de comunicación, periodistas, empresarios, intelectuales y líderes de opinión sin que hubiera sentido de contención alguna. Tampoco en el periodismo hubo sentido de gremio o causa común. La derrota de la oposición formal tiene como antecedente la paliza que el entonces presidente dio a los medios y que buena parte de ellos sucumbieron y procedieron a la autocensura al «diversificar» su parrilla editorial excluyendo a críticos y sumando a los del aplauso o el comedimiento con el poder. Al menos los espacios digitales resultaron ser una suerte de santuario para el periodismo independiente, aunque también para la agresión inducida o espontánea.
EE. UU. vive una libertad que va más allá de la política, de los gobernantes y de los intereses particulares. A diferencia de México se puede afirmar que es parte de la esencia, de la naturaleza de la sociedad y del país. La polarización y el populismo podrán ganar espacio y por momentos dominar la discusión pública, pero temprano que tarde habrá de prevalecer la libertad y, por lo mismo, la crítica al abuso del poder.
En México la debacle de la democracia y de la pluralidad está precedida por la derrota de la libertad de expresión. No se trata de que el crítico o la visión independiente se impongan o ganen el debate, sino que tenga una presencia razonable y en temas y circunstancias singulares, que la denuncia cobre más que presencia, fuerza. La voz del oficialismo se impone y tiene el efecto de alinear posturas, incluso en aquellos en que se esperaría distantes a la del poder uniformador que ahora existe. Los generosos números de la popularidad del gobernante no son testimonio de éxito, sino de dominio, de la capacidad de quien gobierna de ir sometiendo a la mayoría al poder. En las circunstancias actuales el consenso es la medida del deterioro de las libertades y de la vigencia democrática.
Las circunstancias actuales aluden a dos aspectos, los magros resultados del ejercicio del poder y la complacencia oficial frente a expresiones graves y dolorosas de impunidad: la corrupción y la ausencia de autoridad frente al avance del crimen organizado. Inaceptable que ante esta realidad el régimen político gane las palmas del respetable y que se interiorice en éste como deseable el estado de cosas. Así acontece por el deterioro de la crítica y la ausencia de un debate público, sea dicho de paso, responsabilidad de todos, no sólo del sentido de civilidad o comedimiento de quien gobierna.
Finalmente, lo peor que puede ocurrir es que las cosas vayan mal o muy mal, sin espacio para advertirlo. Esto debe preocupar porque el escenario es desafiante en extremo en al menos cuatro planos: la presencia del crimen organizado en el tejido político; la amenaza grave e inédita del nuevo Gobierno de EE. UU.; la crisis severa en las finanzas públicas y el bajo crecimiento; y los efectos de las malas decisiones, singularmente el impacto en la legalidad por la virtual ausencia del sistema de justicia.
Y seguirán esperando
Es sencillo entender la impaciencia de no pocos observadores y políticos que esperan que la presidenta Sheinbaum señale distancia, se deslinde o rompa, como quiera decirse o calificarse, respecto a su antecesor. En parte es herencia cultural del priismo y del panismo en el poder. Los presidentes hacían sentir desde el inicio su autoridad. Era una forma de ganar legitimidad frente a lo que no aportaba el voto. Legitimidad del desempeño reemplaza a la del origen.
Ahora sucede al contrario en el sentido de que la legitimidad deriva de la continuidad; la lectura de la presidenta Sheinbaum no es errónea; la fortaleza no deviene del voto ni del quehacer, sino del proyecto que suscribe y como tal ese sí tiene una referencia personal. El régimen se enmarca en el obradorismo, que alude a una persona y también a un proyecto político con referentes que van más allá de la retórica como muestran las reformas constitucionales aprobadas en los primeros meses de esta legislatura.
Quienes esperan distancia seguirán esperando. No la habrá porque la fortaleza del actual Gobierno está en el proyecto, no en la persona que ejerce la presidencia, a pesar de su singularizada identidad como ser la primer mujer presidenta con sólidas credenciales académicas, de formación política en la ortodoxia de la izquierda y no en el pragmatismo del nacionalismo revolucionario. El régimen político tiene sus reglas y principios, los que se reafirman con lo acontecido en este primer tramo del ejercicio presidencial.
Hay y habrá cambios. Serán los que dicte la necesidad. Así ha sido, por ejemplo, la corrección en la mayor debilidad heredada, la estrategia de seguridad. Era un cambio obligado por muchas consideraciones, la principal, por los malos resultados y su impacto en la gobernabilidad, la segunda, por la mala imagen que llevó a hablar de connivencia, colusión o sometimiento de las autoridades a los criminales, narcoestado para algunos. La mala reputación o prensa ha provocado que en el país vecino al norte se socialice la convicción de que en México mandan los criminales, como dijera recientemente y sin reserva alguna Donald Trump y antes quien será secretario de Estado, Marco Rubio.
Los cambios complican al actual Gobierno porque quien los interpreta interesada e indebidamente como una forma de distanciarse de AMLO. No hay tal y por eso la presidenta Sheinbaum fue cuidadosa en el mensaje de los 100 días y en la reunión pasada con los empresarios. En todo caso la duda no está en el Gobierno, sino en el expresidente, si tendrá el temple para entender que la continuidad del propio proyecto requiere de un inevitable, necesario e impostergable ejercicio de adaptación.
Los cambios obligados pueden ser muchos. Además, de los que se han hecho para enfrentar la violencia y la inseguridad, hay tres grandes planos que obligan a la presidenta a un esfuerzo pragmático y correctivo: la precaria situación financiera del país asociada al bajo crecimiento, la relación futura con el nuevo Gobierno de EE. UU. y la secuela a los cambios institucionales promovidos por el régimen. Los dineros no alcanzan y menos si el país no crece. El presupuesto en su mayoría está comprometido por las pensiones, programas sociales y servicio de deuda y su tendencia es que aumenten, por lo que cada vez habrá menos para fondear al Gobierno, la inversión, el mantenimiento de infraestructura y los nuevos proyectos. Se perfila un gobierno en el apremio financiero extremo.
De Trump debe esperarse mucho; casi nada positivo. Hay que estar preparados lo que no significa que se tenga la capacidad para aguantar la embestida en seguridad, migración o comercial. El Gobierno ha optado por el optimismo; como se ha dicho, si pudo AMLO con Trump podrá Sheinbaum. Deseable así sea, pero hay consenso de que el Trump de regreso no será igual al del primer Gobierno como anticipan los nombramientos que ha anunciado.
El país desde ahora ya enfrenta la secuela de las decisiones del Gobierno de López Obrador y las de estos meses. El Poder Judicial federal está en crisis y estará peor conforme pase el tiempo, las obras emblemáticas requieren grandes cantidades para concluirse y generan un déficit significativo, con algunas excepciones como el aeropuerto de Tulum y el AIFA. Hay consecuencias que no se ven y que son difíciles de medirse; ejemplo la pérdida de transparencia, la rendición de cuentas y la merma de las libertades, al igual que la persistencia de la corrupción.