El camino de la virtud es duro y áspero.
Séneca
No conozco ninguna sociedad que sea perfecta; la razón, es que no la hay. El ideal de los grandes pensadores que han soñado con esa posibilidad ha desembocado siempre en una utopía. Lo cierto es que la sociedad es una entidad difícil de manejar, difícil de entender, difícil de modelar, difícil de pensar.
Pero el hecho de que la sociedad perfecta sea una utopía, eso no quiere decir que carezca de fundamento el sueño de hacerla posible. La aspiración es plausible y legítima para aquellos que entienden a la sociedad con un sentido de comunidad.
No espero que la sociedad mexicana sea perfecta, aunque mi sueño sea ver la realización de semejante portento. Pero soy realista y eso jamás sucederá. Como cualquiera otra sociedad, la mexicana es una entidad viva, por lo tanto, difícil de manejar, difícil de entender, difícil de modelar y difícil de pensar. Así que el ideal de su perfección se encuentra lejos.
Más lejano aún con los gobiernos históricos que hemos padecido en México, incluido el de hoy, naturalmente, quienes fomentan la descomposición del tejido social para mejor someterla a sus más bajos intereses.
Nuestros políticos jamás han sido capaces de controlar el potencial de poder despótico del que gozan en su carácter de autoridad; tampoco son lo suficientemente inteligentes para comprender la complejidad política y ética implícita en sus formas de proceder.
Pretendiendo presentarse a sí mismos como príncipes justos, capaces de otorgar la clemencia para todos, sobre todo si son pueblo, con la altura moral e intelectual necesarias para inaugurar un nuevo y diferente rumbo, más recto y ecuánime, de su quehacer, sobre todo, a la hora de practicar la clemencia. Es decir, ser buenos con la gente. Eso creen.
En realidad, se enredan en la elemental distinción entre virtud y misericordia. Si bien es cierto que la misericordia supone una inclinación natural a compadecerse de las miserias ajenas, la virtud de la clemencia es moderar las pasiones a la hora de aplicar la justicia.
Los políticos mejor formados y justos en su carácter de servidores públicos deberían ejercer la clemencia y la mansedumbre, evitando la misericordia pues la misericordia es, en realidad, un vicio que se corresponde con el ánimo débil que sucumbe ante los males ajenos y termina por ensombrecer las soluciones a esos males. Más aún que este ánimo débil puede resultar común, incluso, entre los malvados.
La misericordia no va unida a la razón pues no toma en cuenta la causa sino sólo el infortunio. Se reduce a una sensación de tristeza y quizá hasta de dolor por los males ajenos. Pues bien, la misericordia no debería alcanzar al político porque entonces pervierte su quehacer en aras de alcanzar la construcción emocional de una imagen y no la atención razonada de los problemas que agobian siempre a cualquier sociedad.
Lucio Anneo Séneca, el inmenso filósofo romano nacido en la Hispania colonial cuando el Imperio extendió sus dominios territoriales hasta aquella geografía, se permitía aconsejar a su discípulo Nerón cinco verdades de importancia capital para su Gobierno. Primero, «que es uno mismo el que se perdona cuando perdona a otros, y que el más reacio a otorgar perdón suele ser quien con más frecuencia necesita implorarlo. En segundo lugar, que debería contener la mano al proceder a derramar sangre, pues tal herida suele provocar una herida excesivamente profunda. Por lo que se refiere a la tercera, que los vicios son enfermedades del alma que exigen tratamiento suave y médicos cordiales. En cuarto lugar, que es conveniente juzgar inocente a una ciudad para que llegue a serlo. Por último, que la verdadera felicidad no consiste en el ejercicio despótico del poder, sino en asegurar la suerte de muchos y merecer la corona cívica por el ejercicio de la clemencia».
El pensamiento de Séneca es contundente y, la última recomendación a Nerón resulta de extraordinaria vigencia para la circunstancia mexicana. Necesitamos una política virtuosa fundada en la virtud de sus políticos. No necesita el pueblo la misericordia, sino la sensibilidad para la aplicación de la justicia, bien afincada en la ética y la búsqueda de la verdad.
Es un reclamo a gritos que se reactualiza en el rancho Izaguirre. El terror espeluznante que significan las miles de fosas clandestinas donde yacen cientos, miles de cadáveres de mexicanos que han sido exterminados por el crimen organizado y ¿por qué no suponerlo también? por el propio Estado mexicano, exigen una actuación política llena de virtudes, compromisos y responsabilidades.
No necesitamos narrativas para favorecer al poder y eximir de toda responsabilidad a los líderes políticos de ahora y a los del pasado; tampoco necesitamos verdades históricas construidas para lavarse las manos y poner a salvo las investiduras; menos aún, discursos vacuos que pretenden fincar fortalezas en un pueblo inexistente porque sólo tiene presencia en la vacuidad de la retórica.
Necesitamos un gobierno fuerte, que abandone el salto al vacío que significa su fe ciega ante San Andrés para que no se muestre dócil ante los embates discursivos provenientes del exterior. Necesitamos cuerpos legislativos que dejen atrás el servilismo porque su canto laudatorio a las entidades de poder superior ya desafina ante la contundente realidad que se llena de horror desde el campo de exterminio de Teuchitlán.
Ese punto de la geografía mexicana desmantela el uso ideológico de la popularidad presidencial, del número de sufragios emitidos a su favor para ganar el poder Ejecutivo porque ambos elementos no son factor para tener un buen gobierno.
La docilidad de la presidenta Sheinbaum ante los embates discursivos de Trump es un signo de debilidad que esconde otras cosas; el rancho Izaguirre debilita a este Gobierno que, de idéntica factura que el anterior, ha mostrado una total indiferencia ante las desapariciones de personas; el video del Cártel Jalisco Nueva Generación debilita al Gobierno porque, si es un montaje promovido desde el propio Gobierno nos habla de una estrategia errática para limpiar su imagen y, si es real, entonces resulta peor pues nos otorga la certeza de que el Gobierno y las organizaciones criminales son lo mismo. Es decir, no es la virtud la que sella el signo de identidad de los políticos mexicanos.
No más, el rancho Izaguirre constituye un grito unificado en torno a la realidad que vive este país y que, tanto el Gobierno anterior como el actual, se niegan a reconocer la condición de espeluznante horror que significa para los mexicanos.