Falso dilema

Perfilar a quien gobierna es una tarea indispensable del análisis político. El estilo personal de gobernar se despliega entre límites institucionales, reglas formales e informales, así como visiones personales y colectivas sobre el poder. En ese contexto, López Obrador y Donald Trump representan arquetipos de un estilo compartido: autoritario, personalista y populista. Aunque México y EE. UU. son muy distintos —en lo económico, político, cultural e histórico— sorprende la similitud en su forma de ejercer el poder y su marcada personalidad narcisista. Ambos encarnan al dictador del siglo XXI.

Claudia Sheinbaum es distinta a López Obrador en muchos aspectos, sin embargo la continuidad se explica por una lógica diferente que los hace coincidir. «Romper» o «seguir» con su antecesor es un falso dilema. Sheinbaum es obradorista, aunque a muchos analistas les cueste aceptarlo. No se trata solo de que AMLO impulsara su candidatura, sino de que ella asume como propia la misión de consolidar el proyecto político iniciado en 2018.

A diferencia de López Obrador, que jamás ha practicado la lealtad como valor fundamental, Sheinbaum basa su liderazgo precisamente en eso. De ahí que no exista una verdadera fisura en el régimen: hay continuidad, a partir de la diferencia.

Una parte de los analistas insiste en que Sheinbaum es rehén de su antecesor y de las estructuras de poder que le son afines —coordinadores parlamentarios, funcionarios prominentes, gobernadores aliados—. Desde ese prejuicio se generan lecturas sin sustento, como suponer que las decisiones relevantes se le imponen. Se ha dicho, por ejemplo, que la postergación de la entrada en vigor de la limitada reforma contra el nepotismo hasta 2030 fue decisión del Congreso y que la designación de la presidenta de la CNDH reflejan una derrota política de Sheinbaum. Eso es tan creíble como que la entrega de 29 reos sentenciados a Trump se hizo por decisión de sus subalternos y no de ella.

Lejos de esas interpretaciones, la verdadera fortaleza de Sheinbaum radica en su desdén a qué opinen sus críticos sobre su relación con López Obrador. Esa distancia emocional le permite avanzar en su agenda, mientras sus críticos se enredan en conjeturas.

¿Quién puede creer, hoy en día, que Ricardo Monreal hace la tarea para López Obrador? Monreal trabaja para sí mismo, como también hacen Marcelo Ebrard, Gerardo Fernández Noroña o Manuel Velasco. Cada uno con su propio juego. Adán Augusto López es diferente: opera como fiel ejecutor del proyecto y estoicamente asume los costos políticos por decisiones muy comprometedoras, pero eficaces.

La tesis del sometimiento de Sheinbaum a AMLO se sostiene desde el prejuicio. La presidenta gestiona el proyecto con disciplina y convicción. Cree en la causa y la demuestra con hechos. López Obrador rompió con el viejo orden institucional —su primera gran señal fue la cancelación del aeropuerto de Texcoco—. Sheinbaum ha optado por consolidar ese nuevo orden. Su respaldo a la reforma judicial impulsada por el expresidente es su decisión fundacional.

Eso no significa inmovilidad. La presidenta ha introducido cambios importantes, particularmente en seguridad. Su estrategia ha dado un giro: menos complacencia al criminal y control civil. Se trata de una de las decisiones más relevantes de su Gobierno hasta ahora. Sin embargo, es insuficiente mientras persista la impunidad de funcionarios locales y federales involucrados con el crimen organizado.

Otra prueba para el liderazgo de Sheinbaum está en la relación con Donald Trump. El tono conciliador adoptado por el Gobierno mexicano abre la puerta a exigencias más duras desde Washington; tanto en seguridad, que podría implicar a figuras prominentes del régimen, como en economía que podría obligar a revisar elementos clave del obradorismo; ejemplo, la visión estatista en materia energética. La pregunta que importa es si López Obrador puede resistir los cambios que, por necesidad, deberá realizar la presidenta Sheinbaum.

Trump y el populismo sin freno

Quien crea que existe una fórmula eficaz para entenderse con Donald Trump incurre en una ingenuidad mayor. Es impredecible, ignorante, mal asesorado y, además, dogmático.

La combinación perfecta para el desastre. La gran diferencia entre el Trump de 2016 y el de 2025 es que este último ha decidido prescindir por completo de límites, contrapesos o formas. Como ocurrió con AMLO, ha convertido el trauma de la derrota en una licencia para gobernar despóticamente.

En el arranque de cualquier gobierno, el poder suele imponerse en la conversación pública. Pero Trump ha llevado esa ventaja natural al extremo: ha pisoteado las reglas mínimas de civilidad, ha desafiado la Constitución y ha recurrido al insulto como método de política exterior, incluso con líderes de países aliados. Lo hizo con el primer ministro canadiense Justin Trudeau, pero también con Zelenzki, de Ucrania invadida por Rusia. Sus agravios no son simples deslices retóricos, sino afrentas diplomáticas que han convertido a Estados Unidos de socio confiable en actor problemático.

¿Es simplemente un ignorante con poder? Tal vez. Pero la realidad es más preocupante: Trump no controla sus impulsos, ha sido declarado culpable por delitos, y representa un pensamiento profundamente misógino, racista y autoritario. Aun así, fue electo democráticamente y mantiene un respaldo considerable. El problema, por tanto, no es solo él, sino la coalición política, social y mediática que lo acompaña. Y esa coalición no ha desaparecido.

A diferencia de la política, que puede disimular sus efectos en el tiempo, la economía reacciona en tiempo real. Los mercados, a diferencia de la opinión pública, no toleran veleidades. Las recientes decisiones comerciales de Trump, incluyendo la imposición de aranceles generalizados, provocaron reacciones inmediatas: desplome bursátil, tensiones diplomáticas y advertencias de recesión. ¿Lo anticiparon sus asesores? Si fue así, estamos ante una administración dispuesta al suicidio económico; si no, el nivel de desconexión con la realidad es aún más alarmante. Como señala el Nobel Paul Krugman, quizás Trump ni siquiera está informado. Pero peor aún es la negación colectiva de su equipo, presentando la tesis de que no hay daño alguno y que la reacción negativa es temporal y resultado del prejuicio ante una inmediata recuperación y crecimiento del músculo industrial y manufacturero.

El trumpismo plantea una paradoja inquietante: se presenta como defensor de la grandeza estadounidense mientras dinamita su reputación global. Promete prosperidad, pero conduce al caos económico. Asegura tener certezas, pero lo único que genera es incertidumbre. Una vez más, el populismo ofrece respuestas fáciles a problemas complejos, y lo hace con efectos devastadores. México lo sabe bien.

Apenas han pasado unas semanas y el impacto ya es irreversible. La arquitectura liberal construida tras la Segunda Guerra Mundial —basada en comercio, alianzas multilaterales y liderazgo democrático— se tambalea. Estados Unidos conserva su poderío militar y su influencia cultural, pero ha perdido la brújula moral que lo hizo referente del mundo libre. Quien crea que las cosas serán igual que antes se equivoca. La confianza requiere tiempo para ganarla y una mala decisión es suficiente para comprometerla. Aun así, persistirán la democracia y la libertad, resistiendo la embestida populista. En Estados Unidos, hay señales de contención institucional; en México, el deterioro sigue su curso sin proyecto alternativo a la vista.

Hoy la tarea más urgente en el país es construir una alternativa liberal y democrática con sentido social, capaz de ofrecer un horizonte distinto al autoritarismo populista. La amenaza no está sólo en quien está en el poder, sino en la falta de opciones que lo desafíen con ideas, principios y visión de futuro que de cauce a la esperanza de un mejor mañana.

Autor invitado.

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