¿Cuántos muertos se necesitan para que un mínimo de sensibilidad política atienda en serio el drama de los migrantes que cruzan territorio mexicano rumbo a una ilusión que se desvanece en el aire ante la dureza de las autoridades, resultado de acuerdos sostenidos con entidades norteamericanas para que no lleguen a las fronteras gringas?
Ciudad Juárez es el escenario. Cuarenta migrantes muertos sintetiza el clamor de justicia que debería ser el ideal de lucha de cualquier gobierno del mundo en favor de las personas, no de la estadística.
Desde que el entonces presidente de los Estados Unidos, el señor Trump, doblegó a Andrés Manuel y le impuso desplegar veinte mil soldados mexicanos para que los migrantes centroamericanos, o de donde vinieran, no llegaran a sus fronteras, he venido abordando este drama que se escenifica cada día en las carreteras, en los albergues, en las ciudades, en las calles de México.
Varios artículos sobre este tema, publicados en este espacio, certifican mi percepción en torno al fenómeno migrante traducido en un doloroso drama donde la muerte es el sello natural y distintivo de un evento veces ignorado por la sociedad y no atendido en su aspecto humanitario por el Gobierno mexicano que encabeza Andrés Manuel.
Sí, ese Andrés Manuel que de lejecitos parece una figura iluminada, pero que en cuanto uno se acerca críticamente a revisar sus acciones en realidad emerge la verdadera condición de un presidente que se encuentra sumergido hasta el cuello en el pantano del elogios entonados por un coro servil de los afiliados a Morena, los miles de becarios beneficiados con los programas sociales a los cuales no se les ve todavía los resultados, y los muchos pensionados que hacen filas interminables para dejar constancia pública de que el Gobierno actúa.
Pero a fuerza de ritmar una melodía arrulladora, sin acordes disonantes, han vuelto sordo ante los reclamos que no ven soluciones a los problemas que se padecen en el cada día de la vida. Esa música también lo han convertido en un ciego para mirar que gobernar no significa cobrar venganzas personales para aliviar amarguras bajo el cobijo de la ley manejada a modo para tales fines.
Sordera y ceguera ante las cuales el presidente y el Gobierno que representa han perdido la sensibilidad, primera virtud del gobernante serio, responsable, con ganas de encontrar caminos para conducir por buen rumbo a un país entero.
Y a uno de los muchos trasfondos de todo esto hemos asistido durante las últimas semanas con una claridad de contundencia irrebatible. Hemos testificado la impudicia con que la más alta autoridad de este país ha afrontado con el mayor descaro, digno del peor sinvergüenza, la tragedia de los migrantes en Juárez.
Una visita fallida evidenció su protagonismo, sin interés alguno por el drama humano de las víctimas, y todo por la borrachera y la intolerancia surgida de la arrogancia más pura.
Al presidente de la república y a sus seguidores les gusta regodearse en el discurso; es su manera propia porque así tienen la oportunidad de gozar del deleite de escucharse a sí mismos, aunque la muerte se apersone en cuarenta seres humanos que su Gobierno fue incapaz de proteger.
Los políticos como el presidente y su coro celestial son ovejas atemorizadas que recelan de todas aquellas voces críticas que se permiten diferir de su pensamiento obtuso.
Por eso, ocupados en esas nimiedades, se les ha olvidado gobernar y resolver problemas concretos, como el de los migrantes, y todos aquellos que tienen que ver una agenda de Gobierno verdadero, son una asignatura pendiente.
Mientras los políticos encargados de gobernar este país se encuentran enfrascados en sus propias batallas por el mantenimiento del poder, los problemas que se padecen se agudizan y se multiplican sin que haya política pública capaz de contenerlos.
Los signos más evidentes de tal condición están asociadas a deficiencias de percepción para objetivar, por ejemplo, el drama de los migrantes y diseñar mejores políticas públicas para combatirlo. Pero no hay interés. El Gobierno mexicano reacciona como los Gobiernos de los países ricos, ve en los migrantes el signo de la pobreza y lo toma como principio de exclusión.
Lo anterior no es asunto menor pues la pobreza distingue un orden en la organización social, visible en un arriba y un abajo, pero finalmente dentro de la sociedad; la exclusión en cambio contempla un dentro y un fuera en el orden de esa organización social. Y los migrantes están fuera porque son excluidos, por lo tanto, pueden ser suprimidos.
Aunque las fronteras de la exclusión son difusas, algunos elementos permiten clarificar con precisión esta condición. Por ejemplo, un factor de exclusión es el encierro, el confinamiento para evitar propagar las impurezas del excluido. La exclusión lleva a una cadena infinita de los peores males.
Pero una cosa es cierta, todos los excluidos le interesan al Gobierno y a sus seguidores pues son los depositarios de los programas retóricos que la administración mantiene como emblema de las políticas públicas de bienestar. Demagogia pura. Todo se derrumba ante tragedias tan dolorosas como a la que aludimos ahora y a las muchas que hemos aludido antes porque se han presentado con la misma contundencia trágica.
No digo que el presidente sea el culpable de la tragedia, naturalmente no fue él quien incendió las instalaciones de aquella cárcel para migrantes, pero responsable sí lo es porque esas personas estaban bajo el resguardo del Estado mexicano quien tenía la obligación de velar por su integridad.
Esa responsabilidad, lo sé, no caerá sobre la figura presidencial. Lo más seguro es que sean declarados responsables los mismos migrantes, como lo decretó el presidente en una de sus mañaneras para ser fiel a su sordera y a su ceguera para ignorar toda realidad que se contraponga a su propia visión, reforzada por el coro laudatorio de los que le siguen.
Bajo ese escenario de tintes sombríos, caben muchas preguntas que debieran ser formuladas por el propio presidente de la república, a ver si logra escucharse él mismo.
Señor presidente, no más cortinas de humo con Lorenzo Córdova; ya se fue. No más pleitos con los senadores gringos; tienen razón: los cárteles mexicanos controlan buena parte del territorio mexicano. No más posturas de dictador iluminado; es una fantasía. Me conformo con que gobierne eficientemente y con la sensibilidad que, según el humanismo mexicano propuesto por usted, debe esperarse.
Mientras tanto, para esos migrantes que murieron en el territorio que usted gobierna, la justicia espera. En tanto no llegue, esa tragedia será la mancha más oscura que terminará definiendo contundentemente el sello de su administración: insensible.