Un poema sobre libertad y resistencia unió a Mandela y McVeigh desde extremos opuestos. Uno buscó justicia racial; el otro, venganza mortal. Treinta años después, la herida aún sangra
Hace unos días el doctor Alejandro Quintero me acercó el añejo y célebre poema «Invictus» de William Ernst Henley: «Más allá de la noche que me cubre/ negra como el abismo insondable,/ doy gracias a los dioses que pudieran existir/ por mi alma invicta.// En las azarosas garras de las circunstancias/ nunca me he lamentado ni he pestañeado.// Sometido a los golpes del destino/ mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.// Más allá de este lugar de cólera y lágrimas/ donde yace el Horror de la Sombra,/ la amenaza de los años/ me encuentra, y me encontrará, sin miedo.// No importa cuán estrecho sea el portal,/ cuán cargada de castigos la sentencia,/ soy el amo de mi destino:/ soy el capitán de mi alma.» (Escrito en 1875 y publicado en 1888).
Este poema, así como muchas obras artísticas, científicas y culturales, admite una ambigua utilización. La «utilitas» puede correr por el lado de la construcción o de la destrucción. El poema volvió a ponerse en boga gracias a que se supo que Nelson Mandela lo retuvo consigo durante su larga estancia en la cárcel. El poema ayudó al líder antiapartheid a resistir los años gélidos y duros de la espera impaciente tras las rejas. La cinta Invictus encomia los esfuerzos de Mandela por reconciliar Sudáfrica mientras motiva a los jugadores de rugby, con el poema de marras, a conquistar la Copa Mundial de 1995. Por otra parte, sabemos también que el multihomicida de Oklahoma, Timothy McVeigh, lo presumió en su última declaración antes de recibir la inyección letal en 2001.
Por cierto, el pasado 19 de abril se cumplieron 30 años de esta tragedia un tanto inexplicable. En total, 168 personas perdieron la vida en ese atentado. ¿Por qué McVeigh lo hizo? ¿Por vengarse quizá del sistema? ¿Desquitarse de lo acontecido dos años antes en Waco, Texas? «Infancia es destino». McVeigh admitió haber sido víctima de bullying en la escuela y desde entonces empezó a maquinar cómo tomar represalias contra los acosadores. Consideraba que el mayor acosador es el Gobierno del Tío Sam. Se enamoró de las armas. Cuentan que un día llegó a chambear disfrazado de Pancho Villa. En el ejército presumió su racismo contra los negros. Se quejaba al estilo Thoreau de los impuestos: «Los impuestos son una broma», llegó a decir. Se convirtió en un jugador obsesivo al modo Alekséi Ivánovich, el personaje de Dostoievski. Nunca se arrepintió. Acaso solo de haber asesinado a los 19 niños de la guardería: «Me pareció terrible que hubiera niños en el edificio», confesó.
Hay otros poemas emparentados con éste. Quién no recuerda «No desistas» y «Si» de Kipling o «Ítaca» de Cavafis. En todos ellos se respira ese «elán vital» que fluye y llena de energía al organismo que lo musita. El poema de Henley hace referencia al preciado don de la libertad: «Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma». Y es que, pese a los condicionamientos, todos podemos hacer frente a las adversidades de la vida y «dar gracias a los dioses por nuestra alma invicta». Y no se refiere literalmente a no haber conocido la derrota, cual Finito López. Más bien, a haberla sufrido, pero haber salido avante, haber mostrado resiliencia. Como el ave de aquel meme que le envié a un buen amigo cuando sufrió un descalabro en su azarosa vida: la imagen de un gallo de pelea desplumado, acompañada de la leyenda «Madreado… desvelado… sin tragar… crudo… sin dinero… regañado… pero derechito, sí señor… Esa es la actitud».
El poema está dedicado a un mecenas del autor. En ese siglo XIX todavía la institución del mecenazgo operaba en favor de la vida de los artistas. El trasfondo es de sobra conocido. Henley padeció tuberculosis y se sobrepuso a ella contra viento y marea. A pesar de la amputación de una de sus extremidades, siguió luchando con la pluma como arma de construcción masiva.
Las coincidencias entre Mandela y McVeigh se multiplican. Releen el mismo poema, y mientras Mandela en 1995 lo comparte para motivar a los jugadores de rugby, McVeigh, ese mismo año, se convierte en el mayor terrorista doméstico de los Estados Unidos. Imagino en este momento a Mandela y a McVeigh en sus celdas. Uno rumiando el poema para no sucumbir en su lucha contra el racismo. El otro para solazarse de que puso en jaque al sistema con su multihomicidio. Ambos contra lo que les parece injusto. Pero uno pugnando por una Sudáfrica sin diferencias hirientes y el otro creyendo que el fin justifica los medios. Treinta años después, la herida sigue abierta. Recupero y parafraseo, para concluir, el final del poema «Andenken» (Recuerdo) de Hölderlin: «Lo que perdura, lo que permanece, para bien o para mal, lo fundan los poetas».
Excelente análisis y explicación del instante poético de un líder y un terrorista