«Jimmy» y el Movimiento Pro Dignificación de la UAC

Es una soleada tarde de 1984. El mitin programado está a punto de iniciar en la explanada de la rectoría, distante apenas dos cuadras del periódico. El edificio de arcos ha sido tomado.

Tan pronto arribo al lugar, me doy a la tarea de localizar a alguno de los líderes de la muchedumbre, con el propósito de conocer la evolución de la lucha estudiantil hasta ese momento. En eso, atisbo su llegada por el bulevar Venustiano Carranza, metido en un pantalón de mezclilla y un saco de pana café oscuro.

Erguido, se planta en medio de la explanada, desde donde dirige las actividades del nutrido grupo, que se dispone a recibir sus indicaciones. Es el «Jimmy». Mirada elevada, rostro adusto, sus instrucciones son verticales. Por momentos, basta un simple ademán para hacer que su equipo se movilice.

Muy pronto, el joven de la media melena desaliñada logra que una sección del tumulto se redistribuya en torno a la rectoría, en cuyo pórtico resuenan ya agudas consignas, mientras con mi «Pentax K1000» capturo sus expresiones.

Los demás quedan «en reserva» para lo que se necesite. Aún no está claro si irán a una marcha o apoyarán a los otros compañeros que desde días atrás mantienen paralizados varios planteles de la Universidad Autónoma de Coahuila.

La lucha, denominada «Movimiento Pro Dignificación de la UAC», a saber, «un parteaguas en la historia de la Universidad», como bien lo describe Jesús Salas Jáuregui, uno de sus principales protagonistas, se encuentra ese día en su punto más álgido. Por primera vez, se respira un ambiente tenso.

Sin dejar de vigilar el quehacer de los muchachos, muchos de ellos laguneros, y aún de pie en la plancha, parsimonioso, Jaime Martínez Veloz me indaga en corto: «¿Cómo ves, Guillén?». Nadie imagina que la gesta universitaria estaba a unos días de culminar, pero a un alto costo.

Primero, fueron las movilizaciones por la absorción de un grupo de escuelas (1971-1973); después, el movimiento por la autonomía, en 1973-1975; más tarde, el despertar sindical, que tuvo lugar entre 1975 y 1977.

La fase que ahora se vivía, de 1983 a 1984, la cuarta de este proceso de cambios, terminaría por darle el carácter definitivo a la máxima casa de estudios en Coahuila. Se estaba en busca de un régimen que permitiera, principalmente, acercar la ahora UAdeC «a los intereses sociales».

Ello se dio en el marco del proceso de elección de rector para el periodo 1984-1987, en el que participaron Valeriano Valdés, candidato de Oscar Villegas Rico (rector saliente), así mismo, Armando Fuentes Aguirre («Catón»), apoyado por los grupos enemigos de Villegas, y Jaime Martínez Veloz («Jimmy»), postulante independiente.

El desarrollo de este exitoso levantamiento, con sus vicisitudes, matices y anécdotas personales, es largo de contar, por lo que sugiero la atenta lectura del libro escrito por Martínez Veloz en 2011, titulado «Universidad Autónoma de Coahuila: Crónica de una Utopía».

Es pertinente señalar que, para cuando conocí al «Jimmy» en este suceso que marcó a la entidad, ya había corrido mucha tinta en la prensa escrita, y fluido mucha saliva en la estación de radio XEKS, de Jesús López Castro. En la difusión de este movimiento también jugaron un papel clave El Heraldo de Saltillo y El Sol del Norte.

Diríamos que en lo particular me tocó escribir una pequeña parte del colofón de este hito en la historia de la UAdeC y de la capital de Coahuila, mismo que habían empezado a abordar periodistas, como: José Guadalupe Robledo (también copartícipe en esa batalla), Conrado Charles, Ángel Sánchez, Juan Rodríguez Guzmán, Roberto Adrián Morales, Jorge Sosa del Bosque, José Mena Soto, Antonio Ruiz Coronado, Eduardo Sarabia e Hilda Fernández, entre otros.

Días después, me veo otra vez en compañía de Jaime Martínez Veloz, en su auto compacto, tratando de interceptar el arribo de una turba de «porros» de la UAC, provenientes de la Unidad Laguna. Su propósito (velado): atacar las instalaciones de Vanguardia, a manera de amedrentamiento, a fin de que dejara de denunciar la corrupción y conflictos internos de la universidad.

Fue en las inmediaciones del ejido Padres Santos, en las afueras de Saltillo, por la carretera a Torreón, donde nos percatamos del acercamiento de tres camiones de pasajeros, atestados de estudiantes, algunos de ellos armados.

Pedí a «Jimmy» que acercara su vehículo a las unidades, de modo que pudiera fotografiarlas, a lo cual accedió, a pesar de las amenazas que los muchachos nos proferían, mostrándonos a través de las ventanillas los rifles que portaban, entre otros artefactos.

Tan pronto capté las imágenes, retornamos a la zona urbana, para lo cual rebasamos a toda velocidad los camiones. Había que escribir cuanto antes dichas incidencias y entregar el material fotográfico para la edición del día siguiente.

Jaime, por su parte, fue a alertar a su gente, bajo la creencia, equivocada, de que los esbirros iban a disolver el plantón en la rectoría.

Los «porros» no tardaron en llegar a la zona universitaria. Cuidaron de no acercarse mucho a las instalaciones tomadas. Así, los camiones se estacionaron a las puertas del «Café Tena». Minutos después, los muchachos perpetraron el ataque a la compañía editora de Armando Castilla Sánchez.

Ante el caos generado por la turba, fue imposible redactar la nota respectiva; incluso, los rollos fotográficos que entregué «se perdieron». Sucedió que, apenas había introducido la primera cuartilla en la máquina de escribir, cuando me percaté de la llegada de los «porros». Lo primero que escuché fue el estrépito de un cristalazo en el área de recepción. Acto seguido, me puse fuera del alcance de quienes minutos antes me habían advertido de la suerte que correría si me encontraban.

Al día siguiente, don Lorenzo Burciaga Saucedo, político y activista de filiación panista, se presenta al rotativo para acusar al gobernador José («El Diablo») de las Fuentes Rodríguez de haber ordenado el ataque al periódico, cosa que luego negó.

Pasa el tiempo, y veo al carismático «Jimmy» proponiendo al Gobierno del Estado un programa asistencial, que luego él mismo dirige, una vez instalado en unas improvisadas oficinas ubicadas en Mariano Abasolo y Manuel Pérez Treviño. A partir de ahí, inicia una larga carrera política, dejando tras de sí el Movimiento Pro Dignificación y la dirección de la Facultad de Arquitectura de la UAC.

En Tijuana, pronto se ve involucrado indirectamente en el magnicidio del candidato del PRI a la Presidencia de la República, Luis Donaldo Colosio Murrieta, de quien fue colaborador en el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol). Pero el torreonense sale bien librado.

En 1996, el también articulista de La Jornada y otros medios de comunicación, participa en la Comisión para la Concordia y Pacificación (Cocopa), de la que fue miembro en cuatro periodos, firmando los Acuerdos de Paz de San Andrés Larráinzar, hecho sobre el cual lo entrevisté hace unos días.

Fue dos veces diputado federal: primero, por la LVI Legislatura (de 1994 a 1997) y, después, por la LVIII (2000-2003). También fue diputado local en la XVI Legislatura del Congreso de Baja California.

En dos ocasiones se postuló como candidato a presidente municipal de Tijuana: en 2001 por el PRI, y en 2007 por el PRD, como candidato externo. A partir de 2013, encabezó la Comisión para el Diálogo con los Pueblos Indígenas de México, antes Comisión para el Diálogo y la Negociación en Chiapas.

Uno de mis encuentros con «Jimmy» tuvo lugar en 1999, curiosamente también en Vanguardia, donde, a invitación del propio matutino, narró algunos aspectos de su labor pacificadora, tras el alzamiento, el 1 de enero de 1994, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).

Ese día, yo me encontraba en el periódico promoviendo al panista Juan Antonio García Villa, en su calidad de candidato a gobernador de Coahuila, por la novedosa alianza: PAN, PRD, PVEM y PT. Estábamos por terminar una reunión con Armando Castilla.

«Acabo de llegar de Chiapas», me comentó en privado Martínez Veloz. Enseguida, extrajo de una mochila de cuero un montón de fotografías, inéditas, que él personalmente, aseguró, le había tomado al Subcomandante Marcos en su propia guarida, hasta entonces desconocida. Emocionado, me obsequió algunas, bajo la condición de que no las publicara.

La pasión con la que esa vez me describió el grado de agitación que en esos días se vivía en el sureste mexicano era prácticamente la misma que le vi cuando llevaba a buen puerto la lucha dignificadora de la Universidad Autónoma de Coahuila.

Prevalece el mismo espíritu de lucha social, tanto en él, como en todos aquellos que participaron en ese movimiento, entre los cuales también figuran Mario Valencia, Cruz Ruiz Negrete y el extinto Fernando Monsiváis, a quien le tocó la parte del sacrificio de esa intensa campaña.

En 2015, la otrora estudiante de Arquitectura, Ide Bond, en tono nostálgico, me confió respecto de esos aciagos días, lo siguiente: «Mis recuerdos son muchos, buenos y malos; buenos, porque hice lo que creí que era justo; siempre me ha molestado lo injusto».

«Al ver a mis amigos convencidos de que nuestra causa era justa, me motivaba, y cuando muchos íbamos tras un mismo fin, reflexionaba en mis adentros: ¡cómo podemos estar equivocados todos!», rememora.

«Lo malo —recuerda también— fue que perdí a un amigo, porque Fernando Monsiváis fue mi amigo, y su familia aún lo es, y seguimos en contacto; en el momento que lo vi caído me di cuenta de lo real y delicado que era lo que hacíamos; me dolió mucho decirle adiós».

Estoy cierto de que, al igual que yo, «Jimmy» comparte el sentir de Bond: «Y lo único que nos llevamos con nosotros son las vivencias; los recuerdos se quedan». Me pregunto ahora cuál será el siguiente derrotero en el que pueda haber nuevas coincidencias.

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