Juan Sin Miedo se paró un buen día, haciendo uso de sus derechos, ante las Cortes del mundo.
Se le preguntó cuál era su problema.
—Vengo a acusar —respondió Juan Sin Miedo— al Sistema.
—¿Al Sistema? —se extrañó el juez.
—¿De qué lo acusas?
—De estar aniquilando al hombre —respondió Juan serenamente—, y continuó: De estar propiciando la ambición desmedida e irrestricta, la corrupción, la lucha sin escrúpulos por el poder y por el dinero, y de estar asesinando al verdadero espíritu humano, al amor, a la generosidad, y de estar convirtiendo al hombre, con todo ello, en un ser monstruoso y deforme.
La acusación levantó un murmullo de enfado y disgusto entre los asistentes y en todos los rostros se dibujó la maldad de una sonrisa burlona y despectiva.
El juez, sin embargo, que era un anciano bueno dentro del Sistema, buscó en todos los códigos penales del mundo por ver si alguno de ellos tipificaba semejantes delitos.
No los encontró.
Decidió, por tanto, que la acusación no procedía, «por falta de méritos», y dictó su sentencia absolutoria.
Juan Sin Miedo había olvidado algo esencial: el Sistema rehúye tipificar delitos que puedan ser cometidos por el Sistema mismo.