El combustible que mueve a la administración del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, es una mezcla de odio, chantaje, mendacidad y megalomanía en altas dosis. La combinación ha puesto contra la pared a la todavía principal potencia mundial en los primeros meses del segundo periodo del magnate y líder del Partido Republicano. Trump regresó a la Casa Blanca contra toda lógica, pues se daba por sentado que su carrera política y la pesadilla xenófoba y antiinmigrante habían terminado. Sin bravuconería ni alharaca, Joe Biden expulsó casi a 4.6 millones de personas, incluidas las repatriaciones durante la pandemia bajo la orden del Título 42. La cifra supera por más del doble a la registrada en el primer mandato de Trump, de acuerdo con el Instituto de Política Migratoria (MPI por sus iniciales en inglés). Barack Obama hizo 1.2 millones de deportaciones más, lo cual podría explicar la furia de El Aprendiz.
Principal país receptor de migrantes en el mundo, Estados Unidos ejerce controles permanentes y cada vez más severos (y con Trump perversos) en sus fronteras y ciudades. No para erradicar el fenómeno, lo cual es imposible, sino para evitar que se desborde. Trump explota la migración ilegal como instrumento de presión y chantaje político para polarizar e infundir pánico en una sociedad de por sí asustadiza. El Gobierno le ha hecho creer que siempre está bajo amenaza. Todos los países lo están, en mayor o menor grado, pero Estados Unidos más por su empeño de hacerse de enemigos y de inventar guerras y patrañas como las de Trump, quien caracteriza a los migrantes e incluso a ciudadanos estadounidenses, por nacimiento o adopción, de «invasores». Un término ad hoc para una cultura influida por las ficciones de Hollywood.
Uno de los casos más notables de histeria colectiva se debe a Orson Welles y se remonta a finales de los años 30 del siglo pasado, cuando Estados Unidos todavía sufría los efectos de la Gran Depresión. El 30 de octubre de 1938, víspera de Halloween, el entonces principiante Welles lanzó un aviso apocalíptico en su programa «On the air», transmitido por la CBS: «Señoras y señores, interrumpimos este nuestro programa de baile para comunicarles una noticia de última hora procedente de la agencia Intercontinental Radio. El profesor Farrel del Observatorio de Mount Jennings de Chicago reporta que se ha observado en el planeta Marte algunas explosiones que se dirigen a la Tierra con enorme rapidez… Continuaremos informando».
J. M. Sadurní, especialista en actualidad histórica de National Geographic, rescató el tema al cumplirse 80 años de la que, más tarde, sería considerada «como una de las mayores y más grandes fake news de la historia de la radio». No se trataba de una invasión marciana (como tampoco hoy es la de los migrantes inventada por Trump), sino una adaptación de la novela La guerra de los mundos del escritor británico Herbert George Welles. Desde un principio se aclaró que la narración era ficticia, pero legiones la dieron por cierta y el pánico cundió por el país.
Trump es un propagador compulsivo de noticias falsas. The Washington Post documentó más de 30 mil en su primer mandato (21 diarias en promedio). Sin embargo, el teatro se le empieza a caer, tanto en el tema migratorio como en otros. Las redadas en Los Ángeles, precedidas por su ruptura con Elon Musk, y el desfile militar por el 250 aniversario del Ejército, coincidente con su cumpleaños 79, generan olas de protestas y estupor en Estados Unidos por sus reminiscencias con el Kremlin y Pekín en los tiempos de Stalin y Mao. La invasión migrante, como la alienígena de H. G. Welles, es una fantasía de Trump. La desnudez de un presidente, rodeado de cortesanos, no la descubrió esta vez un niño, sino multitudes con proclamas de «No Kings since 1776» (Sin reyes desde 1776) y «El régimen fascista de Trump debe irse a ahora». Otros piden que el deportado sea el hombre naranja. Trump destapó la caja de Pandora, y de ella salió resistencia, solidaridad y un líder carismático: Gavin Newsom, gobernador de California, quien despierta al Partido Demócrata de su letargo y podría ser candidato presidencial en 2030.
El rey en la hoguera
El símbolo que inspira y cobija a todos los países es su bandera. Una de las imágenes más emotivas e icónicas es la de Estados Unidos, plantada por seis marines en el monte Suribachi, de Japón, tras la conquista de la isla Iwo Jima el 23 de febrero de 1945. La Operación Detachment devino en una de las más cruentas y decisivas de la Segunda Guerra Mundial. Joe Rosenthal, de la agencia AP y del San Francisco Chronicle, captó la escena tras el desembarco de la Marina y la inmortalizó en la fotografía «Alzando la Bandera en Iwo Jima». Ese mismo año obtuvo el Premio Pulitzer. Casi medio siglo después, el 21 de julio de 1969, Edwin Aldrin colocó la bandera de las barras y las estrellas en la Luna. En cosas profanas, los colores rojo y azul y las estrellas aparecen en las mascotas de los partidos Republicano y Demócrata, aunque con Trump el burro debería corresponder al primero y el elefante al segundo.
México ha tenido 12 banderas, correspondientes a cada etapa de su historia. La actual se adoptó en 1916 durante el Gobierno del presidente Venustiano Carranza. El PRI utiliza los colores de la enseña patria desde su fundación, en 1929, tanto para atraer el voto emocional como para justificar «fraudes patrióticos» como el de Chihuahua en 1986. Las movilizaciones por el atraco sembraron semillas para la alternancia en el poder. La bandera ha inspirado mitos fundacionales como el del cadete Juan Escutia durante la intervención de Estados Unidos de 1846-48 cuyo desenlace fue la pérdida de la mitad del territorio nacional.
La bandera también es emblema de movimientos revolucionarios y sociales menos remotos. Hoy protagoniza las protestas de Los Ángeles, Washington, Nueva York y otras metrópolis de Estados Unidos por las políticas fascistas del presidente Donald Trump contra los migrantes, al margen de su estatus. La bandera mexicana sumó a la oposición a las de otros países de América Latina. Asimismo se unió la Old Glory, cuyo diseño se atribuye a Francis Hopkinson, uno de los 56 firmantes de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos el 4 de julio de 1776.
Si la bandera de Estados Unidos representa conquista (geográfica y espacial), la de México, elegida como la más bella del mundo en una encuesta publicada por el diario español 20 Minutos en 2008, simboliza la unidad, la esperanza y la sangre vertida por la libertad. Precisamente, frente al riesgo de perderla, estadounidenses y latinos colman calles y plazas para afrontar a la presidencia imperial de Donald Trump. Ver la bandera tricolor con el águila y la serpiente ondear en manos de estadounidenses en territorios que antes fueron nuestros, enorgullece y hermana. Los disturbios enervan al pirómano. Pero ¿es ajeno a ellos quien instigó el asalto al Capitolio, el 6 de enero de 2021, para impedir, en un intento de Estado, la transmisión pacífica del poder?
El discurso de Mariann Edgar Budde en el servicio religioso en la Catedral Nacional de Washington, con el cual inicia cada nuevo gobierno, fue un llamado a Trump para apaciguar sus demonios, pero el hombre naranja lo tomó una ofensa y actuó según sus pulsiones. La obispa pidió al presidente «piedad de aquellos en nuestras comunidades cuyos hijos temen que sus padres sean llevados, y que ayude a quienes huyen de zonas de guerra y persecución en sus propias tierras a encontrar compasión y acogida aquí. Nuestro Dios nos enseña que debemos ser misericordiosos con el extranjero, porque todos fuimos extranjeros en esta tierra». Trump ignoró la súplica y encendió la hoguera cuyas llamas hoy lo abrasan.