Las frases iniciales de algunas novelas han pasado a la posteridad. ¿Quién no recuerda las oraciones inaugurales de Pedro Páramo, Cien años de soledad o Moby Dick? Estos umbrales novelescos nos han cautivado. Pero pocas novelas han corrido con la suerte de insertar un origen y un colofón excepcionales como lo logró El gran Gatsby de Scott Fitzgerald. Debido a la fama de la novela y a las múltiples adaptaciones de la misma al cine, el gran público no ha puesto atención a esta proeza. Todo el mundo habla de la intriga, de los asesinatos, de cómo Daisy y no Gatsby atropella a Myrtle, de cómo el marido de esta fulmina a Gatsby y se suicida posteriormente. Otros hablan de la crítica al ambiente de esos años veinte estadounidenses que sirve de contexto a la novela. Yo haré referencia a la frase inicial y final de esta historia, considerada una de las mejores novelas estadounidenses del siglo XX. Y lo hago porque considero que vale la pena parar mientes en la enseñanza moral y filosófica, respectivamente, de estas dos frases.
Nick, el narrador de la trama, recuerda lo siguiente en el amanecer de la novela: «En mi primera infancia mi padre me dio un consejo que, desde entonces, no ha cesado de darme vueltas por la cabeza. “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien —me dijo— ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas”…» (p. 7). Solemos descalificar al prójimo. Parece ser nuestro deporte favorito. No nos ponemos en sus zapatos. De hecho, el contenido de esta frase casi coincide con el dictum que San Ignacio de Loyola inserta en sus Ejercicios: «…todo buen cristiano ha de ser más prompto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquira cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» (Anotación 22 de los Ejercicios Espirituales).
Pascal expresa con pesimismo: «Nadie habla de nosotros en nuestra presencia del mismo modo que habla cuando estamos ausentes. La unión que se da entre los hombres sólo está fundada en este fraude mutuo; y pocas amistades subsistirían si cada cual supiese lo que su amigo dice de él cuando no está presente, aunque hable entonces sinceramente y sin apasionamiento…». Y remata con esto: «Doy por seguro que si todos los hombres supieran lo que dicen unos de otros no habría ni cuatro amigos en el mundo. Ello resulta evidente por las disputas que causan las indiscreciones» (n. 130-131, p. 43).
Pero hay un matiz en lo que rememora Nick. Hay quien ha nacido y ha crecido con «ventajas» que el posible objeto de su crítica no posee. Fitzgerald nos sugiere que nos detengamos un momento y no seamos injustos. Un poco de misericordia no nos viene mal. El narrador de la novela, Nick Carraway, aprovecha el consejo de su padre en referencia a que «el sentido de las cualidades fundamentales es desigualmente repartido al nacer» (p. 8). Ello lo mueve a volverse extremadamente reservado a la hora de emitir un juicio sobre el prójimo: «reservarse el juicio es asunto de esperanza infinita» (p. 8).
La narración culmina con este fondo: «Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado» (p. 187). Nick, decepcionado con el estilo de vida de la Costa Este, decide marcharse al centro del país, a remar contra la corriente, aunque lo vivido con Gatsby lo jalonee hacia el pasado irremisiblemente. Así es nuestra vida. Nos vemos arrastrados hacia el pasado y se nos acaban las fuerzas para mirar al futuro. Es la vejez, el «acuérdate» de aquel cuento de Juan Rulfo. Y no tiene nada de malo volver al pasado, siempre y cuando nos curemos del mismo, hagamos la «sorge», la «cura» heideggeriana y no nos quedemos hundidos en el diván freudiano sin dar con nosotros.
Esta frase nos remite de inmediato al ángel de la historia de Benjamin, aunque ahora en sentido contrario. Si antes el pasado era quien me arrastraba, ahora es el progreso quien transporta hacia el futuro a la humanidad. Escuchemos la voz del filósofo judío: «El ángel de la historia debe tener este aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única… El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas… Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro… Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso» (Tesis IX sobre el Concepto de Historia).
Es que no debemos olvidar que el tiempo es, ante todo, «la distensión del alma», como observa San Agustín en sus Confesiones. Y si nos hundimos en el recuerdo resentido, no lograremos la paz del presente, ni la anticipación de un futuro promisorio. Y viceversa, si nos preocupamos excesivamente por el futuro, el ansia y la angustia se apoderarán de nosotros y nos carcomerán. El tiempo es un «tironeo» constante que va del antes, al en y al después, y en sentido contrario. Pero el objetivo es conseguir que el alma quede distendida o relajada de modo que el pasado, el presente y el futuro se reconcilien.
Las enseñanzas han quedado claras. Hemos de discernir, pensar, antes de censurar ventajosamente a la persona del amigo o del vecino. Hemos de remar contra la corriente, a pesar de que el pasado nos remolque hacia las zonas del dolor remoto.
Referencias:
Fitzgerald, Francis Scott, El gran Gatsby, Trad. de E. Piñas, Gandhi, Debolsillo, No. 176, México, 2012.
Pascal, Blaise, Pensamientos, Trad. de Carlos Pujol, Tellus en lectulandia.com
Excelente Xavier casi sublime