Sí, ha vuelto a escucharse la voz del imperio, envalentonada por la borrachera que el poder otorga para atropellar la sensatez, la cordura, la prudencia, la buena fe, el respeto por el otro, la sana relación entre naciones…
Sí, todo eso ha vuelto a escucharse en la voz grosera de, inarmónica en su timbre, fuera de lugar en el escenario de la inteligencia. Esa voz atronadora pertenece al presidente gringo recientemente electo quien en la desmesura de los locos ha preferido extraviarse en un discurso belicoso y que atenta contra mi patria.
Sólo a semejante granuja se le puede ocurrir que mi país pase a formar parte como un Estado más de la nación infame que está al otro lado del Bravo.
La estrambótica declaración, sin embargo, no es gratuita; está en la conciencia histórica de Estados Unidos. Recuérdese, si no, una de las experiencias más amargas que padeció México durante sus primeros años de formación, fue, precisamente, la guerra con aquel país monstruo cuando en un breve lapso de dos años experimentó una derrota militar cuya consecuencia fue la pérdida de casi la mitad de su territorio.
Las raíces de aquel conflicto no se encuentran en los pronunciamientos oficiales que en aquellos tiempos se dieron a conocer, sino en el proceso de formación que ambas sociedades tuvieron para alcanzar su status de nación.
El pueblo norteamericano se caracterizó siempre, desde sus orígenes, por sus afanes expansionistas a como diera lugar. Como principios perfectamente legales para la adquisición de tierras, ellos establecieron como práctica común, la compra y la conquista.
Dos elementos de trascendental importancia se combinaron para que aquella nación irrumpiera en la historia como una sociedad política anómala y con ansias de desmesura: un profundo nacionalismo basado en la supremacía y una gran fe en su sistema político,
Ambos elementos propiciaron la aparición de una teoría filosófico-religiosa llamada Destino manifiesto, interpretada —sobre todo por los grupos de poder político y económico— como la designación providencial para extender el área de libertad de la que decían gozar ellos; también como un derecho especial para poseer territorios de los cuales otros pueblos no sacaban provecho alguno. La fuerza motriz en el trasfondo de esas ideas era que todo iba encaminado a beneficiar a la humanidad y ellos eran los encargados de llevar a cabo esa tarea.
Bueno, esas ideas siguen latentes, en la conciencia de algunos norteamericanos que, resguardados por la tranquilidad que otorga el poder, la sacan de la oscuridad y la visten con piel de cordero para hacerlas pasar como bondades de una nación que se siente la conductora de la humanidad hacia lo mejor.
Todo eso está en la conciencia del presidente electo Donald Trump, ese güero de pelo rubio, pero de poca inteligencia, y sí mucha insensatez y prudencia nula para entender el mundo democrático que se intenta construir para vivir mejor.
Por eso se atreve a declarar con tal desfachatez que México sea parte de Estados Unidos. Pero, además de sus razones históricas, los gobernantes de mi patria le han dado motivos para que aquel pedazo de… los tome como pretextos e irrumpir con ese discurso beligerante.
Drogas y migración, fueron en la administración de López Obrador, dos asignaturas que no fueron atendidas con políticas públicas sanas, inteligentes y eficaces para buscar soluciones de fondo.
A lo largo de la administración de Andrés Manuel López Obrador fue negada sistemáticamente la producción de fentanilo en territorio mexicano cuando era un secreto a voces su existencia. Los problemas de migración se redujeron al cumplir los ordenamientos de las autoridades norteamericanas para evitar su paso hasta el territorio gringo.
Ambos asuntos problemáticos pasaron íntegros a la nueva administración explotándole en las manos en estos dos primeros meses de gestión. El problema no es la existencia de esas crisis, sino la manera de enfrentarlas. Y la administración Claudia Sheinbaum, en colaboración con su gabinete, su equipo de asesores y el séquito legislativo que la asiste equivocó los modos.
La manera de gestionar esta situación fue mala. A los primeros amagos discursivos del rubio bravucón, la presidenta arremetió con otros en el mismo tono confrontativo haciéndose pasar por valentona y entrona. Clamó por un nacionalismo ramplón invocando el Himno Nacional.
Pero la realidad siempre pone las cosas en su sitio. Contra los imperios no se puede y la voz del monstruo, aterradora y contundente, pronto sometió cualquier intento burdo de querer compararse con el poder de poderes.
Pero ceder no significa claudicar y tampoco que el representante del imperio tenga la razón. En un cambio de estrategia (o quizá no le quedó de otra), la presidenta de México ha establecido que el diálogo y la cooperación constituyen los fundamentos de una relación que permita comprenderse mutuamente.
Pero tampoco sirve complacer al bravucón. ¿Qué es eso de que, mágicamente, las autoridades mexicanas realizan el más grande decomiso de fentanilo? ¿Pues no que eso no se daba en México? O ¿qué le parece eso de «Extinción de dominio» para combatir las mercancías procedentes de China que se distribuyen por todo el país? ¿Y si le echamos un ojito a como las autoridades del Instituto Nacional de Migración arremete contra las caravanas de migrantes que salen desde Chiapas con rumbo a la frontera gringa?
En 1847, México presentaba una sociedad en crisis. Las prolongadas luchas internas condujeron a la bancarrota económica, al pesimismo más desolador y anularon toda posibilidad de existencia de un sentimiento de nacionalismo que fortaleciera los signos de identidad.
¿Acaso Trump, o su equipo de asesores, habrán advertido que nuestro país vuelve a repetir aquel estado de cosas?
Como resultado de aquella guerra México perdió la mitad de su territorio. Hoy, el bravucón rubio lo quiere todo. Y una forma de acallar la voz del imperio sería reconstruir el país con intención sana de transformarlo.
La verdadera soberanía está en el disfrute de nuestras libertades, en la toma de nuestras propias decisiones y en la preservación de nuestra identidad y cultura. La fuerza de México está ahí, la fuerza de la presidenta Sheinbaum está en esos valores, no en el partido de Morena ni en el susurro del que terminó su gestión, pero que continua ahí, inconmovible.