No es por ellos, es por nosotros

El trauma de los desaparecidos no es el exterminio, amplio o escaso, en el rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco. No importa tanto la disputa sobre si allí murieron pocos, algunos, muchos o ninguno. En todo caso el hecho alude a una metáfora que no se puede ignorar: los narcos y el Gobierno coinciden en el objetivo de desaparecer o minimizar a los desaparecidos.

Aun así, los más de 50 mil mexicanos no encontrados durante el Gobierno de López Obrador y los que se acumulan día con día, son un ominoso mensaje sobre la impunidad de criminales y homicidas. Incompetencia, complacencia o complicidad de las autoridades. Es inevitable que los organismos internacionales competentes, como el Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU remitan al asunto y es evidente, por su magnitud, que no se puede excluir la participación de autoridades de cualquiera de los órdenes de Gobierno; aunque no sea política de Estado, sí ha sido la de desaparecer a los desaparecidos, así como dejar en estado de indefensión a la población por la política de abrazos no balazos.

Los desaparecidos no pueden quedar como el registro de un subgrupo lejano a lo que viven los mexicanos. Los desaparecidos deben despertar la mayor de las indignaciones, al igual que los feminicidios, los homicidios que por igual alcanzan a periodistas, sacerdotes, policías y personas ajenas a la criminalidad. El reclamo enérgico e intransigente no es sólo por ellos, es por todos nosotros. La normalidad del homicidio o la pax narca no pueden interiorizarse en una sociedad acostumbrada a la incompetencia de sus autoridades y órganos judiciales para acabar con la impunidad, el cáncer mayor y más pernicioso en el cuerpo nacional.

No es por ellos, ni por quienes reclaman en su nombre jugando un papel fundamental para impedir que el olvido sea la solución. Su tarea es heroica, pero por todos nosotros se debe actuar y exigir que las autoridades cumplan con su función básica de proveer seguridad a las personas e impartir justicia a quienes rompen el principio básico del respeto a la vida.

Por nosotros es necesario que el diálogo del Gobierno nacional con las organizaciones involucradas en el tema no quede en la intrascendencia o la irrelevancia. Quienes están en el Gobierno saben que los desaparecidos es una clara condena al obradorismo; la presidenta Sheinbaum al menos ha tenido la sensibilidad de escuchar, pero no se llegará a gran cosa si no hay presión social desde todos los frentes. Las y los buscadores deben saber que no están solos y que no es por ellos sino por nosotros.

Está a la vista que cuando se trata de hechos criminales de escándalo, las autoridades tienen la capacidad al menos de identificar a los autores materiales y, en algunos casos, pocos, llevarlos a la justicia. Pero la estadística criminal revela que casi ninguno de los homicidios es esclarecido y por lo mismo la impunidad se hace presente. La sociedad debe transitar de la complacencia a la indignación abierta y sonora.

En tal contexto es comprensible la indignación nacional sobre la situación de la justicia penal. Es un acto extremo de crueldad que el Gobierno manipule tal descontento para eliminar el régimen republicano que acota el poder de las autoridades. La reforma judicial no resuelve el problema porque no atiende las causas de la injusticia y las agrava porque abre la puerta para que los futuros juzgadores se inscriban en una competencia que acredita sometimiento a quien pueda movilizar los pocos votantes que participarán en la elección, no capacidad, integridad e independencia.

Es una reforma que no toca a los ministerios públicos, las instancias técnicas de investigación, ni a las policías o las defensorías o representaciones que deben tener los débiles frente a los fuertes; tampoco a los reclusorios que hoy día, además de negocio son escuela de criminalidad. El presupuesto demuestra la importancia que el régimen concede al asunto. Es indispensable la presión social, de la opinión pública y publicada, de las organizaciones sociales, de los líderes de opinión y expertos en la materia para que el país considere como prioridad frenar los homicidios y a los desaparecidos. Por su impacto en el país y los efectos hacia el exterior, la lucha contra la violencia criminal debe enmarcarse como política de Estado, sin consideraciones de partido, grupo o régimen político.

El uso del pasado

El pasado ha sido el mayor recurso para legitimar la deriva autoritaria iniciada en 2018 con el triunfo de López Obrador; 40 años después de la elección presidencial que llevó a Carlos Salinas a la presidencia y significó el punto de partida para la modernización de la economía y la transformación de las instituciones electorales, culminando en la reforma política de 1996 y el inicio de la normalidad democrática. El 2018 marcó el cierre del ciclo de Gobierno dividido: una democracia sin demócratas, degradada por su querencia a la partidocracia e incapacidad para mantener a raya la venalidad.

La base para el ascenso al poder de López Obrador y los suyos fue el descontento con el pasado inmediato que se transfiguró en agravio: se equiparó la desbordada corrupción del sexenio de Peña Nieto con el Gobierno pusilánime de Fox y con la llamada guerra de Calderón, incluyendo la venalidad por la desviación de recursos destinados a combatir al crimen organizado. La condena implicó recordar la cuestionable privatización durante el Gobierno de Carlos Salinas y la aprobación del Fobaproa en tiempos de Ernesto Zedillo. Toda esa historia, simplificada y maniquea, se redujo a un solo concepto: la corrupción intrínseca del régimen neoliberal. Se caricaturizó el pasado, que sirvió para ganar arrolladoramente el poder sin contrapesos en el Congreso; también como licencia para que el presidente actuara a su antojo bajo la premisa de que nada podía estar peor. A partir de la causa se consideró todo justificado, incluso acabar con los límites del régimen republicano: constitucionalidad y división de poderes.

La embestida no fue contra los corruptos, se vivió un periodo de permisiva y calculada impunidad. Hubo más políticos en la cárcel en el último año del sexenio de Peña Nieto que en los casi siete años de obradorismo. Los casos más relevantes de justicia penal contra funcionarios o narcotraficantes se dieron en tribunales norteamericanos, no en México. La corrupción cabalga alegremente: 80% de las obras se adjudicaron por asignación directa y se invocó la seguridad nacional para evadir transparencia y rendición de cuentas. La experiencia cotidiana de ciudadanos y empresarios confirma una venalidad mayor que en el pasado con la práctica generalizada de la extorsión, acompañada de un cinismo proverbial y una ofensiva hipocresía.

Mucho se perdió con la devastación institucional del obradorismo; lo más pernicioso, la destrucción del trascendente logro generacional de llevar al país a la democracia, imperfecta, sí, pero vigente. Sus mayores insuficiencias no fueron las instituciones o las reglas, sino la ausencia de una élite que la defendiera y prestigiara, y de una sociedad capaz de resistir al clientelismo y la seducción populista. Los medios, convencionales y digitales, en su mayoría marcharon al ritmo del régimen autoritario. No hubo escrutinio al poder ni rendición de cuentas.

La presidenta Sheinbaum ha abrazado esta deriva autocrática, a la que se suma el problema de la violencia e inseguridad, una afrenta a la sociedad y al Estado, al disputarle el monopolio de la violencia y hasta sus atribuciones de recaudación. El crimen organizado se ha diversificado, creciendo en el huachicol fiscal y en la desbordada extorsión a productores y empresarios, sin importar si se trata de un modesto negocio o de una poderosa minera. La complacencia ante el crimen despierta sospechas de connivencia y debilita al país frente a la embestida antimexicana del Gobierno de Trump y su movimiento.

La presidenta Sheinbaum ha tenido el acierto de cambiar la estrategia de complacencia gubernamental ante el crimen, mérito que se confirma al designar a un civil como coordinador de esa labor. Sin embargo, para proteger al régimen, ratifica la impunidad en casos como los de Cuauhtémoc Blanco, Rubén Rocha, Américo Villarreal, los responsables de los desaparecidos y campos de exterminio, los beneficiarios del huachicol fiscal o del robo en la compra de medicamentos, así como los contratistas de las obras emblemáticas del Gobierno anterior, entre otros.

La presidenta advierte la impudicia que ha crecido entre los suyos; el llamado a la austeridad e invocar la justa medianía debe traducirse en sanciones formales que pongan freno a la impunidad. De lo contrario, parecerá más un ardid político: roben, pero no presuman ni hagan ostentación, porque el pueblo podría reclamar al votar.

El pasado lejano fue el motor que llevó a la autocracia. El pasado inmediato es el que habrá de minarla y, eventualmente, derrotarla.

Autor invitado.

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