No hay imperio eterno

El conflicto es el signo de los tiempos. Lo fue ayer y lo es ahora. Guerras, hambrunas, pestes, pogromos y calamidades han estado siempre presentes en el mundo; otra de las constantes es el cambio. La humanidad posee una capacidad extraordinaria para sobreponerse, pero también la habita un afán destructivo que la induce a repetir errores, a tropezar con la misma piedra. El cambio climático, las amenazas tecnológicas y la polarización económica, política y social ensombrecen el horizonte. La globalización parece haber tocado a su fin al tiempo que el populismo de izquierda y el extremismo de derecha cobran brío y ponen contra la pared a las sociedades democráticas.

Un riesgo adicional, mas no menor, lo representa el desmesurado poder de los magnates tecnológicos, con Elon Musk a la cabeza. La participación creciente de esa cofradía en los ámbitos de la medicina, la ciencia, el espacio, los grandes medios de comunicación, y su influencia en las decisiones gubernamentales —cada vez más evidente y descarada—, los coloca por encima de los Estados y convierte a los políticos en marionetas. El fenómeno debe ser neutralizado en el mismo país que lo incubó, para vergüenza de quienes fundaron una de las democracias más consistentes de la historia, y que hoy parece rendida a los pies de un megalómano incendiario.

La incitación al odio es causa de atrocidades y guerras. El mundo y los líderes políticos lo saben; sin embargo, prefieren esperar la siguiente confrontación, para condenarla y lamentar sus consecuencias, que emplear los recursos a su alcance para evitarla. Ningún imperio es eterno. El ciclo de todos es el mismo: nacimiento, auge y decadencia. Estados Unidos se halla en la última fase de ese proceso, y ni Donald Trump ni nadie puede revertirlo. La realidad termina siempre por imponerse. El momento más peligroso ocurre, justamente, cuando el engaño —o autoengaño— se descubre, cuando el tinglado se viene abajo. Los incautos y los falsos profetas son capaces de las peores locuras.

Estados Unidos es una gran nación y no dejará de serlo. Alemania, Francia, Reino Unido e Italia recuperaron su liderazgo después de las guerras del siglo pasado. Pero mientras las sociedades y sus dirigentes busquen regresar a un pasado idílico, en vez de entender el papel que les corresponde en los nuevos escenarios, más dolor se infligirán y se lo causarán al mundo. Trump es un accidente de la historia y de la democracia. En otro momento habría sido impensable que alguien con sus características ocupara la presidencia de Estados Unidos, no una, sino dos veces, con un discurso que reniega del origen de un país formado y enriquecido por razas de todo el mundo, no solo por blancos de Europa.

A ese país, libre, noble y solidario es al que ha apelado la obispa Mariann Edgar Budde ante el presidente Trump después asumir el cargo por segunda vez. El extrañamiento provino de una mujer, género al cual el pirómano desprecia. La reacción no es la de quien ha sido tocado en su corazón por Dios, sino la de un canalla herido en su orgullo. Trump fue expuesto, por mucho poder temporal que posea, como un hombre mortal y pasajero. Igual lo fueron otros cuya insania y delirios de grandeza les llevó a escribir algunas de las páginas más oscuras de sus países. Sin genio político ni talla de estadista, a Trump le aguarda el fin de los villanos: el desprecio.

Súplica de misericordia

El presidente que intimida, insulta y vocifera probó de pronto, así haya sido por unos instantes, su amarga y cruel terrenalidad. El sermón de la obispa Mariann E. Budde, un día después de la investidura, resonó en la catedral Nacional de Washington cual piedra lanzada contra Goliat por la honda de David. Desde el púlpito donde Martin Luther King pronunció su homilía final antes de ser asesinado en Memphis, el 4 de abril de 1968, Budde clavó sus ojos en el líder estadounidense para defender a quienes ha convertido en objeto de su inquina, y pedir misericordia para ellos: «Puede que no sean ciudadanos o no tengan la documentación adecuada, pero la gran mayoría de los inmigrantes no son delincuentes. Ellos pagan impuestos y son buenos vecinos. Son fieles miembros de nuestras iglesias, mezquitas, sinagogas, viharas y templos».

Los hombres, mujeres y niños que abandonan hogares y tierra, no lo hacen por gusto ni arriesgan su vida por aventura, sino por necesidades imperiosas. Los flujos migratorios son una constante universal. Para los países receptores no representan una amenaza, sino un alivio; y para los expulsores, remesas. La relación no es equitativa, pero reduce tensiones. Las potencias pagan con la emigración una especie de impuesto social o castigo por la explotación de personas y recursos naturales que hicieron —y aún realizan— en territorios indefensos. En la pobreza y la violencia subyace la emigración de legiones, tanto en América como en Europa.

Crítica de Trump desde su primer mandato, por defender posturas contrarias a las Escrituras Sagradas, Budde advirtió en su mensaje que la unidad es condición para vivir en una sociedad libre. «No es conformidad. No es victoria. No es cansancio cortés ni pasividad nacida del agotamiento. La unidad no es partidista (…) sino una forma de estar con los demás. (…) Nos permite (…) preocuparnos de verdad los unos por los otros, incluso cuando no estamos de acuerdo». Más adelante apuntó: «Los que estamos aquí reunidos (…) no somos ingenuos ante las realidades de la política: cuando están en juego el poder, la riqueza y los intereses contrapuestos, cuando las visiones de qué debería ser Estados Unidos están en conflicto (…). Habrá ganadores y perdedores cuando se emitan votos o se tomen decisiones que marquen el rumbo de las políticas públicas y la priorización de los recursos».

Con el mismo realismo, la obispa precisa: «en una democracia, no todas las esperanzas y sueños particulares de todo el mundo pueden hacerse realidad en una determinada sesión legislativa o en un mandato presidencial, ni siquiera en una generación. Es decir, no todas las plegarias específicas de todo el mundo tendrán la respuesta que desearíamos. Pero para algunos, la pérdida de sus esperanzas y sueños será mucho más que una derrota política: será una pérdida de igualdad y dignidad, y de sus medios de vida». Budde describe, apoyada en las tradiciones y textos sagrados, tres fundamentos de la unidad: 1) «Honrar la dignidad inherente a todo ser humano», lo cual, en el discurso político, significa no «burlarse, descartar o demonizar a aquellos con los que discrepamos»; 2) «La honestidad, tanto en las conversaciones privadas como en el discurso público»; y 3) «La humildad, que todos necesitamos porque todos somos seres humanos falibles».

En una entrevista posterior con el New York Times, Budde declara haber sentido una llamada para incluir en su homilía un cuarto elemento: «una súplica de misericordia, en nombre de todo aquel que está asustado por la forma en que él (Trump) ha amenazado con ejercer su poder». La respuesta a la pregunta de si «¿Alguien iba a decir algo sobre el giro que está domando el país?» la dio ella.

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