La falta de planes y de continuidad para llevarlos a cabo y dotar al país de un sistema de seguridad y justicia eficaz, aunada al debilitamiento del Estado —a causa de la expansión del mercado—, la corrupción y el descontrol político en los estados, llevó a México a su peor crisis de seguridad. Incapaz de conducir la transición, por tanto tiempo esperada, Vicente Fox aplicó las recetas del pasado y al final obtuvo los mismos resultados. La fórmula no falla. En el primer sexenio panista la violencia no alcanzaba los niveles actuales, pero ya existía; solo que se mantenía oculta. El exgobernador de Nuevo León, Sócrates Rizzo, desveló el juego cuando acusó al PAN de incompetente. En los tiempos del PRI, se jactó, no había desorden ni balaceras porque los presidentes acordaban con los carteles la rutas de la droga. «Paz narca» y violencia administrada.
El fondo del problema era ese, justamente: haber pactado durante décadas con la delincuencia organizada. Años después de la declaración de Rizzo, de la cual se retractó por la reprimenda de su exjefe Carlos Salinas de Gortari, el expresidente Miguel de la Madrid dijo, en entrevista con Carmen Aristegui, que Raúl Salinas era el enlace del Gobierno con el narco. Cuando el PAN llegó al poder, Fox soltó las riendas y los gobernadores empezaron a entenderse directamente con las organizaciones criminales. Un ejemplo fue Coahuila.
El problema le estalló a Felipe Calderón, quien, en parte para plantar cara a los capos, y en parte para legitimarse con un golpe de efecto por su elección cuestionada, les declaró la guerra. Sin embargo, poner la Iglesia en manos de Lutero, al encomendar tan compleja y delicada tarea a un criminal, Genaro García Luna, condenó al país a una lucha sin fin y estigmatizó a su Gobierno y al PAN. Se necesita tener cara de corcho para acusar que la estrategia en curso y las reformas tendentes a poner orden y pacificar a México están destinadas al fracaso, cuando los resultados apuntan en la dirección contraria: una baja del 28.5% en homicidios dolosos entre septiembre de 2024 y mayo pasado.
Peña Nieto entregó un país peor del que recibió, en términos de violencia e inseguridad. Desaparecer la Secretaría de Seguridad Pública y transferir sus funciones a Gobernación agravó el problema. Pero en vez de apretarle las clavijas a los gobernadores (la mayoría de su partido todavía), les dio más alas, pues fueron clave —en financiamiento y votos— para ganar la presidencia. En ese proceso, los carteles se multiplicaron y expandieron su influencia política y territorial. En los estados reinaba el terror y se cometían masacres como las de Allende y Piedras Negras, mientras los gobernadores se lavaban las manos. ¿Cuántos de ellos están en el punto de mira de la justicia de Estados Unidos?
Andrés Manuel López Obrador modificó el enfoque. En lugar de combatir fuego con fuego, como Calderón y Peña Nieto lo hicieron, atendió una de las causas principales del fenómeno: la pobreza. La política de «abrazos, no balazos», como él la llamó, sus opositores y los grupos de presión la presentaron como una alianza o una rendición. Sin embargo, tampoco pudo detener la escalada sino hasta el final de su mandato. La presidenta Claudia Sheinbaum continúa la estrategia iniciada en 2018 con reformas que otorgan mayores facultades a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y transfieren la Guardia Nacional (GN) a la Secretaría de la Defensa (Sedena). Contra la propaganda antioficialista, la Sedena, la Marina y la GN son de las instituciones más confiables para los mexicanos, con el 71.5 y el 65.5%, respectivamente. Los diputados, senadores (34.5%) y los partidos (28.9%) ocupan los últimos lugares (Research Land, 19.03.25).
El señor de la guerra
Tres presidentes de Estados Unidos han ganado el Premio Nobel de la Paz durante sus respectivos mandatos: Theodore Roosevelt (1906), Woodrow Wilson (1920), quien reconoció al Gobierno de Francisco I. Madero, y Barack Obama (2009). Jimmy Carter lo recibió 21 años después de haber abandonado la Casa Blanca, lo cual resulta aún más meritorio; y el vicepresidente Al Gore, en 2007. Solo el primero era republicano y los demás, demócratas. Citados en el mismo orden, el Comité Noruego del Nobel los eligió en virtud de:
- «Su exitosa labor de mediación para finalizar la Guerra Ruso-Japonesa y su interés en el arbitraje, habiéndole proporcionado al Tribunal de Arbitraje de La Haya su primer caso.
- »Sus esfuerzos para poner fin a la Primera Guerra Mundial y ayudar a crear la Liga de Naciones (precedente de la Organización de las Naciones Unidas).
- »Sus extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la colaboración entre los pueblos.
- »Sus décadas de esfuerzo incansable para encontrar soluciones pacíficas a los conflictos internacionales, y promover la democracia y los derechos humanos, así como para promover el desarrollo económico y social; y
- »Sus esfuerzos para construir y difundir un mayor conocimiento sobre el cambio climático provocado por el hombre, y para sentar las bases de las medidas que son necesarias para contrarrestar ese cambio».
El Nobel más sorpresivo fue el de Obama, pues su anuncio ocurrió antes de cumplir un año en el cargo, lo cual generó críticas y suspicacias. Geir Lundestad, secretario del Instituto Nobel Noruego hasta 2014, lo consideró, a toro pasado, «un fracaso» (BBC News, 17.09.15). En su respuesta al Comité, Obama, primer presidente afroestadounidense, fijó su posición de manera elegante:
«Sería negligente si no reconociera la considerable controversia que su generosa decisión ha generado. En parte, esto se debe a que estoy al principio, y no al final, de mi labor en el escenario mundial». Frente a los logros de «algunos de los gigantes de la historia que han recibido este premio», Albert Schweitzer, teólogo y misionero médico en África, y Martin Luther King, líder del movimiento de derechos civiles en Estados Unidos, reconoció que los suyos eran escasos. También si los comparaba con los de George Marshall, presidente de la Cruz Roja en EE.UU., pieza clave en la reconstrucción de Europa tras la II Guerra Mundial con el plan que lleva su nombre, y Nelson Mandela, quien puso fin al sistema de segregación racial en Sudáfrica y ocupó la presidencia después de permanecer en prisión 27 años.
¿Qué tiene que hacer Donald Trump, el señor de la guerra, frente a los titanes de la paz? Solo una cosa, el ridículo. El pirómano estadounidense es su antítesis: amenaza e insulta a quienes no se le someten, divide e incita al odio interracial. «En lugar de denunciar a los líderes que abandonan los principios democráticos», Trump se acerca a ellos. «El antiguo esfuerzo bipartidista por reforzar las instituciones democráticas en todo el mundo ha sido sustituido por un presidente que elogia a los líderes que avanzan hacia la autocracia», acusa Michael D. Shear (The New York Times, 02.04.25).
Los desplantes del mandatario «(vengarse de sus rivales políticos, atacar a bufetes de abogados, periodistas y universidades y cuestionar la autoridad del poder judicial) están ofreciendo nuevos modelos para los líderes elegidos democráticamente en países como Serbia e Israel, que ya han demostrado su voluntad de traspasar los límites de sus propias instituciones», advierte el corresponsal de la «Dama Gris» en la Casa Blanca. Aspirar al Nobel de la Paz no es un desvarío más del republicano, sino un chiste de humor. El Comité Noruego, se supone, no está para bromas. Con la paz no se juega.