La política invariablemente busca atajos para lograr los objetivos del gobernante; el camino de la legalidad es mucho más complejo, lento e incierto. En los gobiernos sometidos al voluntarismo, donde las cosas dependen y resultan de la disposición del gobernante, la legalidad más que problema es una afrenta. El gobernante quiere y le urgen resultados, se exaspera con las controversias judiciales, los amparos y los juicios que posponen su pretensión. Como nunca antes a la política ahora le da por prescindir de la legalidad.
No es un tema nuevo, aunque se ha recrudecido en este Gobierno que concluye. La reforma judicial no es tal, es una manera de someter el Poder Judicial Federal y la Suprema Corte de Justicia al poder presidencial. Es un ultraje a la república en su expresión democrática. El papel del Poder Judicial necesariamente debe significar un contrapeso al Gobierno al validar la constitucionalidad de los actos de autoridad. Las coartadas que prescinden de la legalidad son peligrosas y exponen a todos a la arbitrariedad.
Por otra parte, no son pocos los temas bajo un contexto global a partir de los convenios internacionales y los tratados, destacadamente el T-MEC, que implican instancias de justicia para resolver diferencias o para cumplir compromisos. También están los casos en que «el soberano», es decir, el Gobierno será sujeto de juicio y, eventualmente, de sanción, casi siempre patrimonial y de consideración. Lo mismo aplica en términos de justicia penal y la salvaguarda de derechos humanos, su tutela trasciende a los órganos de justicia nacionales.
Hay quien señala como un exceso el poder de un juzgador de frenar la aplicación de un acto legislativo. Es una visión semejante al del poder ejecutivo sin límites. Se dice que se otorga a un juez seleccionado bajo condiciones dudosas un poder por encima de los representantes de la nación electos democráticamente que integran las Cámaras. Quien señala eso confunde el argumento democrático con el de la legalidad. La aprobación de una ley es un acto de autoridad, y aunque expresión de la voluntad mayoritaria, incluso unánime de los legisladores, no necesariamente significa apego a la Constitución. Efectivamente, un juez puede frenar un acto inconstitucional del legislativo, decisión, por cierto, revisable por el tribunal de alzada.
Prescindir de la legalidad es fuente no sólo de incertidumbre, sino que pone en riesgo la certeza de derechos de los gobernados. Eso es difícil que lo entienda y asuma el ciudadano en su vida cotidiana; su contacto con la justicia no es del día a día, sino en momentos particulares como son asuntos patrimoniales, divorcios, alimentos y en algunos casos penales, todos del fuero local. Los inversionistas prefieren la certeza derivada de las reglas y de las instancias de justicia en lugar del poder discrecional del gobernante. Explicable que los grandes empresarios prefieran una interlocución privilegiada y discriminatoria del gobernante, una mala práctica presente por igual en el pasado que en el régimen actual, como constatan las generosas cifras de éxito para ese sector particular del empresariado.
Ciertamente, la legalidad es un camino difícil y en no pocas ocasiones lento y expuesto a la corrupción, excepcional en el Poder Judicial Federal. Sin embargo, si la preocupación de la reforma fuera la justicia no enfocaría las baterías a la parte más sana del sistema, el orden federal y la Suprema Corte, sino a la justicia local, las defensorías y procuradurías de representación de los más indefensos, así como a las policías de investigación, ministerios públicos, servicios periciales o al sistema carcelario en materia de justicia penal.
La reforma judicial se mueve por intereses políticos y a partir de la mayoría legislativa se pretende eliminar al Poder Judicial Federal en su responsabilidad de hacer valer la constitucionalidad de los actos de autoridad. La lectura del presidente peca de ignorancia y de una visión autocrática del poder; parte de la idea de que el gobernante no tenga límites y que en los hechos la aplicación e interpretación de la ley no limite a las autoridades. Situación semejante para las decisiones legislativas.
La enseñanza que dejan estos pasados años es que no hay coartadas ni fórmulas simples para que el Gobierno pueda cumplir a plenitud su responsabilidad. Prescindir de la legalidad es un error de mayores proporciones que deja a todos expuestos, particularmente a los más débiles en la relación de las personas con el poder público.
Sheinbaum no romperá
Al parecer los empresarios no se dan cuenta que perdieron. Muchos votaron por Claudia Sheinbaum e incluso la apoyaron política y financieramente. La candidata no engañó, su concepto paraguas lo dice todo, el segundo piso de la cuarta transformación; además, hizo propia la visión y la propuesta de cambio de régimen del presidente López Obrador.
Algunos se instalaron en el pragmatismo suponiendo que Claudia Sheinbaum en realidad mantenía otra postura afín a la visión empresarial y que tuvo que respaldar a López Obrador por necesidad y conveniencia. Nada avala eso en la formación política e ideológica de quien será presidenta. Cierto, durante la campaña en algunos temas mantuvo posturas diferenciadas respecto a las del actual Gobierno, como el energético, pero nunca punto de quiebre, sino una adecuación a la nueva realidad, particularmente, la necesidad de fortalecer la inversión privada en energías limpias, postura que no contradice lo fundamental de López Obrador: el monopolio público en el sector.
Hay quien invoca algunas diferencias durante su gestión en el Gobierno de la Ciudad de México respecto a las del Gobierno nacional, como ocurrió al inicio de la pandemia, que se apartó de los aberrantes dictados, a la postre criminales, del señor Hugo López Gatell Ramírez, o al designar a un civil a cargo de la seguridad pública, en línea diferente a todo el país, aún respecto de los titulares de tal responsabilidad en estados gobernados por Morena.
Claudia Sheinbaum y López Obrador son diferentes y distinto el entorno de arribo a la presidencia. Los modos y estilos del presidente son irrepetibles, la futura presidenta tiene los propios y deberá actuar en una situación sumamente desafiante y complicada en muchas materias. Él tiene sus fijaciones políticas producto de su accidentada trayectoria opositora. Habrá cambio, pero no como lo pretenden los empresarios, que ella se aparte de López Obrador, y si por necesidad y pragmatismo se actuara, evitaría cualquier distanciamiento con el presidente que la promovió y buscaría conciliar posturas. Los grandes empresarios son malos para entender la política, no para procesar sus intereses ante los hombres de poder.
López Obrador precipitó la aprobación de la reforma al Poder Judicial de la Federación. Es evidente que la candidata ganadora hubiera preferido darse más tiempo. El presidente vio en la decisión no una manera de imponerse, tampoco de vengarse; la principal motivación era emprender una acción simbólica de autoridad para la futura presidenta. El equivalente, aunque con mayores efectos perniciosos, a la cancelación del aeropuerto de Texcoco; para él es que la nueva presidenta gane terreno y prevalezca frente a propios y extraños, como él mismo lo hiciera antes de llegar a la presidencia.
En estricta lógica del poder, es válida la postura de López Obrador. Sin embargo, acabar con el Poder Judicial Federal tiene implicaciones extremadamente negativas para el país, para el sistema de Gobierno y para quien en octubre ocupará la presidencia. Contar con los votos, la mayoría legislativa y el consenso popular no significa que la reforma sea virtuosa, particularmente porque no resuelve mejorar la justicia, sino que la complica. La parte más sana del sistema de justicia nacional es el Poder Judicial Federal y la Suprema Corte de Justicia. Elegir juzgadores como eje de la reforma es un error de proporciones mayúsculas que sólo se puede atemperar con una aplicación del cambio que llevaría mucho tiempo y con la ratificación prácticamente de todo el personal que realiza el trabajo judicial más allá de los juzgadores, situación difícil por la previsible politización y parcialidad de quienes llegarían a la judicatura o al órgano disciplinario y de control. Más de un millón de casos judiciales están en juego, en ellos van de por medio derechos, certeza y justicia.
La relación entre la nueva presidenta y quien deja el Gobierno será tensa y complicada. Es evidente que Sheinbaum buscará mantener la mayor cordialidad posible, pero es inevitable en el camino tomar decisiones distintas a las que hubiera asumido su jefe político y mentor. Así será y más por la circunstancia. Si López Obrador entiende, asume y respalda habrá entendimiento y un sentido de unidad que se requerirá ante los retos adelante. Si es el caso de suscribir el derecho al «disenso», transitaría por un incierto camino que podría llevar su proyecto a la desgracia y a la pérdida de algo sumamente valioso para lo que viene: la unidad interna.