Pepe eterno

Mujica, exguerrillero y expresidente de Uruguay, encarna la resistencia y la paz. Su vida refleja una transformación que va de la tortura a la libertad, y su legado inspira a las nuevas generaciones con un llamado a la esperanza y el cambio

Hay una escena en La noche de los 12 años de un silencio absoluto donde tres hombres esposados se miran a las caras, a la distancia, esqueléticos, demacrados, sucios, harapientos, en el patio de una cárcel. Pero felices. Se descubren vivos, y cierran los ojos para mirar al sol, sentir la luz y la temperatura que los arropa, y llenarse de vida. Porque es eso, hay vida. Están pasando por el peor de los castigos de un ser humano; la tortura y el aislamiento por más de una década, la convivencia con ratas, con sus propios orines y excrementos, y la locura. Son presos políticos de la dictadura uruguaya. Son de carne y hueso, se dicen con sus gestos, porque les han prohibido hasta el habla. Solo entra lenta a la escena, pidiendo permiso, la voz encandilante de Silvia Pérez Cruz que el director de la película, Álvaro Brechner, ha incorporado en la versión de «The sound of silence». Uno de los tres personajes que están allí, interpreta a José Mujica, quien al paso de los años dirá, tras casi tres lustros allí dentro, que el espíritu de venganza de nada sirve, que aquello fue tan solo peripecias: «El odio es antipolítico. No vas a ganar a nadie odiando. Hay muchos que se quedan prisioneros del odio». Como un Mandela, un Martin Luther King o un Gandhi, no se quedó con el odio de los otros que lo vejaron, sino que entendió que «vivir es ser libre, y ser libre es sacarse la venda de los ojos».

Al paso de unos años, Pepe Mujica gobernó Uruguay y lo hizo como tantos buenos presidentes que han sabido elegir los charrúas —bajó la pobreza, permitió a las mujeres abortar, a los homosexuales ser parejas legales, alejar el flagelo del narcotráfico con la legalización parcial del consumo de marihuana—. Pero más que nada se convirtió con sus reflexiones acuciosas, punzantes y cristalinas, transmitidas por la voz aguardentosa de sabio pícaro e instruido por las experiencias de las lecturas y la vida misma, en el oído atento de multitudes mucho más allá de sus fronteras —diez mil jóvenes en la Universidad de San Pablo o dos mil personas fascinadas en un auditorio de Guadalajara—. Como un personaje salido de la Antigua Grecia —de Séneca tomó aquello de que pobre no es quien tiene poco, sino quien mucho desea—, se dejaba decir para los políticos que «deben aprender a vivir como la mayoría del país, no como la minoría» o que un presidente «no debe confundirse con un monarca». Pero poca cosa hay que esperar de ellos, alertó —¿quién lo puede decir mejor si viene de allí?—: «No esperemos del mundo fosilizado que gobierna Europa, el mundo occidental y el mundo oriental; esperemos en todo caso un rayito de esperanza de las nuevas generaciones, particularmente del mundo universitario, del mundo estudiantil y de los trabajadores jóvenes».

Especie de «Quijote disfrazado de Sancho», como lo definieron sus biógrafosAndrés Danza y Ernesto Tulbovitz en Una oveja negra al poder, antítesis del «viejo Viscacha» del Martín Fierro, confía, siendo crítico de la izquierda a la que pertenece, en «la fuerza de la masa», en «combatir el mundo del prejuicio conservador, que quiere esconder las culpas debajo de la alfombra», en que las guerras y el cambio climático no lo revertirán los Gobiernos sino «los jóvenes cuando cubran las calles y los obliguen», en «aflorar al primitivo que llevas dentro, que ese te va a hacer sobrevivir».

A los 89 años, salió de su casa en una finca cerca de Montevideo —envejecer es no querer salir de casa, dijo en alguna oportunidad— y lo anunció como la última vez. Ante una multitud en un acto de campaña para las elecciones presidenciales en Uruguay, siendo «un anciano que está muy cerca de emprender la retirada de donde no se vuelve», razonó que «hay que trabajar por la esperanza» sin odios ni confrontaciones, «feliz porque están ustedes, porque cuando mis brazos se vayan habrá miles de brazos sustituyendo la lucha».

Nelson Mandela, como el propio Pepe también, decía que «la mayor gloria no es caerse nunca, sino levantarse siempre». Mantener los pies sobre la tierra es algo que se repite, pocos lo logran. Mujica lo ha eternizado.

Generala

«El trabajo dignifica» podría decir un eslogan que acompañe a la voceadora. Era normal ese tipo de frases hace casi siete décadas cuando se tomó esta foto. Hoy, los publicistas e ilustrados cazadores de clientes incautos y votantes desaprensivos no lo recomendarían. Aquello pasó al olvido. Las campañas propagandísticas, sean políticas o para el consumo, optan por el triunfalismo, el culto a la belleza efímera y la personalidad, o el vacío de las palabras. Hoy, Claudia Oston Melo tampoco podría ganarse la vida ofreciendo periódicos. Porque nadie se los compraría y porque en las calles la competencia es rabiosa entre limpiavidrios y franeleros, vendedores de dulces y baratijas, niños mendigantes, indígenas y migrantes que quieren su lugar. Una pobreza que, a decir de Jorge Luis Borges, como «el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza».

Cuando la descubrieron bajo un techo de lámina y paredes de ladrillo y madera en Tacubaya, entre ollas y botes derruidos, dijo orgullosa haber sido alimentada de bebé por una leona, servido a Benito Juárez, Porfirio Díaz y Venustiano Carranza, que empuñó el fusil en batallas revolucionarias vestida de hombre y camuflada en la identidad de Laurio Oston Melo, haber residido en una propiedad amplia sobre Paseo de la Reforma que los agiotistas le quitaron, y abandonada por la burocracia que ni pensión le otorgaba pese a un pasado militar sobresaliente.

Al cabo de 102 años de vida que presumía, nadie le iba a cuestionar ni contradecir aquel pasado de humildades y gloria. Ella enaltecería su propio relato adosado a la palma de su brazo izquierdo y el bastón, una tarde de 1959, caminando entre Impalas, Plymouths y Lincolns, impreso en papel blanco y negro en la edición de la revista Mañana, bajo el título atractivo de «Generala de 5 estrellas» y su mirada indiferente para cada fotografía. E4

Periodista especializado en elaboración, edición y gestión de contenidos en medios de comunicación. Premio Planeta de Periodismo 2005 por la coautoría del libro Con la muerte del bolsillo. Seis historias desaforadas del narcotráfico en México, y Premio Nacional de Periodismo por un reportaje de investigación. Coautor de El libro rojo en el FCE. Editor de la revista BiCentenario.

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