El presidente más pobre del mundo falleció en su chacra, rodeado de afecto y reconocimiento. Hombre de tierra y palabra sencilla, sembró esperanza en tiempos convulsos y enseñó que la verdadera riqueza consiste en vivir con el corazón abierto
«Entender lo elemental, lo más simple: para ser felices necesitamos la vida de los otros. Los individuos solos no somos nada, los individuos dependemos de la sociedad, y la marcha de la sociedad es lo que nos permite enriquecer y mejorar permanentemente nuestra vida».
José “Pepe” Mujica falleció el 13 de mayo de 2025, a los 89 años, en su chacra de las afueras de Montevideo. Luchó durante años contra un cáncer de esófago que nunca logró silenciar su palabra ni su presencia. Su muerte no fue una sorpresa, pero sí un golpe emocional para millones que lo consideraban mucho más que un político: un símbolo de coherencia, humildad y libertad.
El Uruguay que lo despidió no fue el mismo que lo eligió presidente en 2009. Y eso, en parte, se debe a él. Durante su mandato (2010-2015), impulsó reformas sociales profundas que posicionaron a su pequeño país como un laboratorio progresista observado por el mundo. Pero lo que realmente lo convirtió en figura internacional fue su forma de habitar el poder: austero, directo, contradictorio a veces, pero siempre entrañable. Mujica vivió en su chacra toda su vida, incluso cuando era presidente. Donaba la mayor parte de su sueldo, conducía un vocho azul modelo 87 y evitaba los trajes. «No soy pobre, soy sobrio, liviano de equipaje. Vivo con lo justo para que las cosas no me roben la libertad», dijo en una entrevista que se volvió viral. Esa frase condensa el espíritu de quien fue llamado «el presidente más pobre del mundo», aunque él siempre rechazó esa etiqueta.
Su vida estuvo marcada por la militancia. En los años 60 fue parte del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. Fue detenido en 1972, y pasó 15 años en prisión, varios de ellos incomunicado. «Fui preso porque era joven y rebelde, y cuando sos joven querés cambiar el mundo con una piedra si es necesario», dijo más de una vez, sin orgullo ni arrepentimiento. Cuando volvió a la democracia, Mujica eligió el camino institucional. Llegó al Senado, fungió como ministro de Ganadería y luego presidente. Pero su discurso nunca se domesticó. Desde el estrado o en entrevistas callejeras, hablaba como un vecino. Usaba metáforas campesinas, anécdotas mínimas, ejemplos con animales. A veces tartamudeaba o se contradecía, pero siempre se le entendía algo fundamental: creía realmente en lo que decía.
Durante su presidencia, impulsó la legalización del aborto, el matrimonio igualitario y la regulación del cannabis. También enfrentó críticas por su estilo informal y por no siempre controlar los detalles de la administración. Pero su fortaleza no estaba en la gestión tecnocrática sino en el horizonte ético que marcaba. «La política no es una carrera, es una pasión por cambiar la vida de los demás», solía repetir. En 2012 dio un discurso en la ONU que lo catapultó a la fama global. Denunció la cultura del consumo desmedido, el desgaste ambiental y la desigualdad con una claridad incómoda. «El poder no cambia a las personas, solo revela quiénes realmente son», dijo entonces. Y añadió: «Venimos al mundo para ser felices, no para ser esclavos del mercado».
Esa intervención fue compartida millones de veces en redes sociales. Jóvenes de todo el mundo lo adoptaron como un abuelo sabio, rebelde y tierno. Fue invitado a universidades, foros y festivales. Recibió premios, doctorados honoris causa y homenajes. Y, aunque lo abrumaban los reflectores, aceptaba algunos viajes porque entendía que su voz podía inspirar.
Tras dejar la presidencia, regresó al Senado. En 2020 renunció definitivamente, diciendo que el cansancio y su salud ya no le permitían continuar. «Me voy porque el odio me enferma. He pasado toda mi vida peleando, pero aprendí que hay que cultivar la ternura también». Esa mezcla de sabiduría política y sensibilidad emocional fue su sello. Ni siquiera en sus últimos años se escondió. Siguió opinando, dando entrevistas, escribiendo. Se mantuvo fiel a sus ideas, pero también fue crítico de los dogmas. Defendió la democracia, incluso con sus fallas. Advirtió contra los extremismos, tanto de derecha como de izquierda. «El mundo está loco de egoísmo. Nadie escucha. Y sin escuchar, no hay política posible», dijo en su última entrevista televisiva, meses antes de morir.
El duro adiós
La despedida resultó masiva. Miles de personas salieron a las calles con flores, carteles y lágrimas. En el Palacio Legislativo, donde se instaló la capilla ardiente, líderes de todo el espectro político se unieron en un homenaje inusual. El presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva viajó a Montevideo y dijo ante el féretro: «Una persona como Pepe no muere. Se siembra». Su esposa y compañera de lucha, Lucía Topolansky, estuvo con él hasta el final. Ella misma comunicó que sus cenizas serían esparcidas en la chacra, entre los árboles que él mismo había plantado. «Pepe vuelve a la tierra. Él siempre fue parte de ella», dijo con la voz quebrada.
Muchos medios hablaron de su legado. Algunos lo encasillaron como un romántico. Otros, como un político hábil que entendía el poder de las imágenes. Pero para el ciudadano común, Mujica personalizó, ante todo, alguien que decía lo que pensaba sin filtros, que vivía como hablaba. Eso, en un tiempo donde la impostura abunda, fue revolucionario. No fue perfecto. A veces fue machista, a veces tibio, a veces demasiado confiado en su intuición. Pero nunca dejó de ser humano. Y eso, paradójicamente, lo volvió gigante.
En una carta que dejó escrita y que fue leída durante su funeral, decía: «Si algo les puedo pedir, es que vivan con menos miedo y con más amor. No teman equivocarse. Solo los que hacen se equivocan. Pero peor que el error es la indiferencia. No dejen de luchar por un mundo un poquito mejor». Esa sentencia, como muchas otras, quedó grabada en carteles, tatuajes y redes sociales. Mujica se volvió, sin proponérselo, una figura casi mítica. Pero su mito no es el del héroe infalible. Es el del hombre común que eligió la política como herramienta de transformación, sin perder jamás su raíz campesina, su lenguaje simple, su alma rebelde.
Hoy, Uruguay lo llora. América Latina lo extraña. Y el mundo lo recuerda. Porque cada tanto, aparece alguien que recuerda a todos que otra forma de vivir, y de gobernar, es posible. E4