Mucho ruido y pocas nueces, dice un refrán popular a propósito de algo que se anuncia como algo grande. Y ese pensamiento que trata de resumir una sabiduría popular, puede aplicarse bien al recién arranque de un Gobierno nuevo del que se esperaban muchas y espectaculares cosas buenas.
Pero la realidad es muy otra: no ha cambiado nada. Mejor dicho, algo ha movido; sí se nota un cambio. Pero ese cambio no es el esperado. La algarabía por el triunfo terminó muy rápido; no alcanzó para más.
La vida política del país transcurre en una especie adormilamiento, de vacío que se nutre con el tan enaltecido «legado» del expresidente, pero que, ya sin su presencia omnisciente, no prende y deja todo en una penumbra que augura cosas peores de las que ocurrieron durante el sexenio anterior.
La presente administración ha sostenido contra viento y marea la obsesión enfermiza por el pasado como origen de todos los males, heredada en el paquete del “legado” que dejó López Obrador para seguirse bajo el rigor de una fórmula que, en estos casos, no crea absolutamente nada y, por el contrario, nos mantiene anclados en un pasado que no fue asimilado en su momento y que, por eso, ha perdido su sentido y, al mismo tiempo, se ha convertido en un lastre difícil de arrastrar.
Neoliberalismo, adversarios fantasma, Felipe Calderón y la conquista de México, son algunos de esos eventos que obsesionaron al expresidente y encuentran continuidad en la presidenta de hoy. Centrémonos en la última de estas obsesiones que exige disculpas públicas por aquel hecho ocurrido hace más de cinco siglos.
En efecto, el 12 de octubre de 1492, el Continente descubierto por Cristóbal Colón (aunque éste ignorase el hecho) quedó marcado para siempre. Después de eso, dos eventos surgidos desde un imperio cambiaron el curso de su desenvolvimiento natural: primero, la conquista de los pueblos asentados ahí y, más tarde, la colonización del territorio. Con esas dos variables, introducidas de golpe cambió el status de todo cuanto se contenía en él: de ser un territorio autónomo, con un desenvolvimiento social independiente y con historia propia, pasó a ser un territorio español, dependiente de una autoridad impuesta, y sin historia, como si todo empezara en esa crucial fecha.
La primera consecuencia de ello fue la destrucción de las civilizaciones de América. El impacto fue tan devastador que la ruptura fue casi absoluta desde el mismo día del encuentro. Las primeras implantaciones ibéricas se organizaron en las Antillas dejando claro que un nuevo orden se echaba a andar por obra y gracia de dos imperios: los reyes de España que tenían dominio material sobre pueblos, reinos y señoríos, y la iglesia católica, cuyo dominio espiritual era irrefutable. Las islas conquistadas sirvieron de base para las expediciones posteriores a otras islas, mismas que no tardaron en realizarse con las mismas devastadoras consecuencias.
Tras su descubrimiento por Colón, Haití fue sometida por Nicolás de Ovando, Puerto Rico lo fue por Juan Ponce de León, Jamaica por Juan de Esquivel y Cuba por Diego Velázquez de Cuéllar. Este último hecho ocurrido en 1511 resulta de particular importancia para efectos del presente trabajo pues, justamente desde Cuba, convertida en la llave del Golfo, se realizaron las tres expediciones que descubrieron México, a donde llegó Hernán Cortés en 1519.
Menciono ahora tres aproximaciones en un intento de explicar la circunstancia española que le permitió llegar a este continente, llamado por ellos Nuevo Mundo, y, más tarde, Nueva España.
Lo primero es decir que el Continente no fue descubierto ni encontrado sino inventado en su primer impulso. A lo largo de varios siglos fue prefigurándose en el ánimo de la conciencia europea a través del sueño, nutrido por una serie de mitos y leyendas que llegaban del Atlántico. Cuando las dos carabelas: La Niña y La Pinta, así como la nao Santa María, arribaron a la isla de Guanahaní, sus ocupantes traían a cuestas las expectativas que, a lo largo de muchos siglos, se habían creado. En ese sentido, y con todo rigor, puede decirse que América fue el deseo de España.
En segundo lugar, manifestar que, a ese impulso inicial, y una vez realizado el sueño, producto de una política expansionista por parte de los reyes católicos, hubo necesidad de levantar un monumento documental que permitiera objetivar la invención, hacerla real, palpable para todos, mediante papeles que legitimaran su ingreso a la historia de occidente a la vez que justificar desde el estatuto jurídico las acciones del imperio español sin que mediara sentimiento de culpa alguno.
En tercer lugar, constatar que, ante el fracaso de ambas acciones, pues mitos y leyendas no se concretaron en el monto de sus expectativas, y los documentos fueron letra muerta, quedó la realidad como única certeza: un Continente destruido, incomprendido, ultrajado, saqueado, empobrecido, humillado, asesinado, y luego dejado a la deriva para, después, sepultarlo en el más absoluto de los olvidos.
Pero justamente por eso, México hoy, tiene la posibilidad de emerger por sí mismo, sin ataduras ni dependencias, en una sociedad que se reconozca su pasado indígena, pero asumiendo que ya no es más; en lo que también le corresponde de la cultura impuesta, a fin de perfilar su presente surgido de la guerra de independencia, de la revolución, para definir sus signos de integración, pero asumiendo también lo que falta por hacer, y, finalmente, en la suma de todo eso sentar las bases de un futuro donde se pueda reconocer en las dos herencias que le han dado el rostro que hoy tiene.
A partir de esa circunstancia buscar lo más representativo de sí mismo: su cultura; y de ella, su arte. En el arte mexicano, pero particularmente en su literatura, hay un sustrato de poderosa imaginación que se concibe realista en su apego a la tierra y conceptual en su manera de interpretar el cosmos. El genio de su literatura náhuatl, por ejemplo, estriba en haber sabido plasmar con singular maestría la dualidad de la vida que instaló a los pueblos nahuas entre la tierra y el cielo. En su forma de pensamiento podemos ver el contraste entre el encendido ambiente telúrico, manifestado en su delirio religioso, y su amor por la tierra y sus virtudes humanas.
El esfuerzo comprensivo de los escritores de la colonia, incluidos los cronistas de la conquista, continuado por los de la independencia y acentuados por los escritores que realizaron la síntesis en la Revolución, puede dar frutos que proyecten a este país hacia un futuro prometedor fundado en su realidad y no en el sueño y la utopía, ingredientes esenciales en que se ha fundado el discurso político mexicano.
¿No sería mejor re-significar ese acontecimiento mirando hacia el futuro? Este Gobierno pidió perdón por Tlatelolco, ¿y qué?, ¿cambió algo? El pleito vuelve a ser discurso retórico. Nada más.