Relevo inevitable

En México no sucederá lo que ocurrió en la icónica corporación Disney en la disputa de los Bobs. Su director ejecutivo, el carismático Bob Iger, previo a la pandemia, promovió su sucesión por un director afín, Bob Chapek. Bob Iger no se retiró, siguió colaborando en la dirección creativa, después de casi tres años de una accidentada relación Chapek es removido e Iger regresa nuevamente a la dirección de Disney. Aquí no puede suceder lo mismo porque no hay reelección; es una de las fijaciones institucionales inamovibles, quien se va no regresa, aunque quiera.

Mucho se especula sobre la relación futura entre López Obrador y Claudia Sheinbaum. Con frecuencia se recurre al pasado para esclarecer el futuro entre los presidentes; pura especulación. Tampoco ayuda abundar en la personalidad de los involucrados, a pesar de la singularidad de López Obrador que hace pensar que para él vivir fuera de la política es dejar de existir. Poco creíble que pueda reinventarse para volverse acucioso investigador de la historia antigua de México.

Ofrece más luz entender las reglas del poder para inferir la posible evolución de los eventos. Primero, a descartarse existe una diferencia sustantiva en la visión de Sheinbaum y de López Obrador. Hay mucho en común, con un agregado adicional que no debe desestimarse, el firme sentido de lealtad de la futura presidenta. Lealtad que resulta problemática porque tiene dos dimensiones: lealtad al proyecto y lealtad al líder.

Durante el proceso político obradorista, líder y proyecto han sido lo mismo. Incluso el movimiento asociado al partido tenía como referente ganar el poder en función del líder. Tres dimensiones iguales: líder, proyecto y movimiento. Sin embargo, en las condiciones en que Sheinbaum asume su cargo del Gobierno y el líder originario pasará a la marginalidad; el proyecto cobra relieve y el movimiento inevitablemente transita a su institucionalización al transformarse en partido. Tema para comentar en otra colaboración.

La mayor tensión que enfrenta la nueva presidenta es entre el proyecto político de cambio de régimen y el de gobernar. Es el tránsito entre líder y gobernante. López Obrador nunca dejó de ser lo primero. El Gobierno era un recurso al servicio del proyecto.

La reforma judicial ha dado muestra de los efectos perniciosos para el nuevo Gobierno y que complicaría, a la larga, el consenso en torno al proyecto y, consecuentemente, la vigencia del obradorismo y la hegemonía política de Morena. El cambio de régimen no es virtuoso para gobernar porque su objetivo es el control político, no la calidad de la gestión pública.

No todo, pero buena parte del problema remite a la economía. El sustento mayor del régimen ha sido la reestructuración del gasto público para fondear pensiones directas no contributivas. En su empeño se ha perdido mucho en el camino como es la red social de bienestar, además se han tenido que financiar obras magnas con inexistente o precario retorno, además del costo de Pemex. El diseño financiero para el año electoral generó un déficit insostenible. El problema es que el gasto social se queda y no hay recursos suficientes para mantenerlo. Difícil que pueda reducirse el déficit fiscal a la mitad, más con las bajas cifras de crecimiento para el futuro inmediato. Cuadrar los números va con cargo a las cuentas de la inversión pública y social del Gobierno.

Persistir en el cambio de régimen plantea un reto monumental a la gobernabilidad. La pérdida de la confianza es uno de los efectos. El crecimiento económico no puede darse sin certeza y reglas confiables. El país perdió demasiado con la reforma al Poder Judicial, sus irreductibles —elección popular de juzgadores y tribunal disciplinario que acaba con la autonomía del juez— impiden que la ley ordinaria pueda mitigar sus peores defectos. La derrota para la justicia es total y el país pierde un activo de manera fatal. La retórica o la propaganda no puede esconderlo, al menos para la economía, porque los inversionistas, como en todo el mundo, deciden a partir de las reglas no de las buenas intenciones de quienes gobiernan.

Para la presidenta Sheinbaum y sus colaboradores el principal problema que enfrentarán está en el dilema sobre proyecto político, donde López Obrador pudo avanzar, o ejercer el gobierno, del que se desentendió en buena parte porque las condiciones del país y del mundo se lo permitieron. Incluso la pandemia le vino como anillo al dedo para justificar malas cuentas y que la sociedad interiorizara la resiliencia en su más amplia expresión, como forma de vida.

Las diferencias y las tensiones entre AMLO y Sheinbaum resultarán de lo qué tendrá que hacerse en el Gobierno para darle vigencia al proyecto político obradorista.

Tiempos de verdades

Ante el relevo de Gobierno y después de la aprobación de la reforma judicial ha llegado el momento de las verdades. Hay que empezar por lo más importante y que debió estar en el centro del debate público: el Gobierno que está iniciando resultó de una elección en condiciones de ilegalidad por la parcialidad del jefe de Estado, la de los Gobiernos asociados, el financiamiento público subrepticio y el uso partidista de los siervos de la nación. La elección fue una involución respecto a los comicios de hace un cuarto de siglo si no es que más, acompañada de una oposición mediocre, a la medida de las pulsiones autoritarias del régimen.

López Obrador fue el protagonista a lo largo de un proceso electoral que inició al momento mismo de su elección como presidente. Una presidencia militante que con singular persistencia y disciplina se enfocó en reproducirse en el poder. El consenso popular, así como decisiones importantes de política pública no tuvieron como objetivo el bienestar de la población o el país, sino los de carácter electoral. La elección intermedia de 2021 fue un llamado de atención y a partir de allí fue explícito el empeño por ganar arrolladoramente la elección de 2024 con una candidata que reprodujera mejor que nadie el proyecto.

La narrativa de López Obrador fue seductora porque la precedía el descontento no sólo por el mal Gobierno peñista, sino por la desafección de muchos a un régimen que proyectaba corrupción política, exclusión social y económica, impunidad e impotencia ante los grupos criminales. Pacificar al país, gobernar para los pobres y eliminar la corrupción hacían sentido. Dar el paso a un cambio radical fue una oferta tramposa que concluye con pésimos resultados y con la destrucción de muchas de las instituciones fundamentales de la democracia, como la independencia del poder y la desaparición de los órganos autónomos, fatal para la transparencia, el derecho a la información, la rendición de cuentas y la competencia económica. Singular el deterioro de la salud y la educación.

La militarización merece atención particular. Es claro que el presidente vio en los suyos incapacidad para estar a la altura. La obediencia fue su obsesión. Optó por el segmento militar que, ante la situación de violencia y ausencia de autoridad en partes importantes del país fue acogida con beneplácito, se dijo sería una medida temporal. Un nuevo engaño que ha llevado a una de las mayores traiciones a la tradición civilista de ochenta años y que compromete a los militares en su integridad al desviarlos de su insustituible responsabilidad y los expone a la corrupción.

La realidad es que cada vez es más claro, al relevo del Gobierno, refugiarse en las intenciones o en las evaluaciones selectivas y opinables, como la redistribución de la riqueza nacional a favor de los más pobres. Pero, la pobreza extrema ha crecido y a los más ricos, como López Obrador reconoce, les ha ido muy bien en estos años de Gobierno, mientras que el país, en sus propios números, no ha crecido si se considera el crecimiento poblacional y, peor, las condiciones a futuro son sumamente inciertas, si no es que sombrías, según los pronósticos oficiales y la necesidad de reducir el gasto público para llevar el déficit a la mitad al de este año electoral.

La esperanza y el deseo de que ahora las cosas sí cambien para bien se confronta con el pronóstico realista de lo que viene, al que suele calificarse como catastrofista hasta por observadores independientes. Ojalá y fuera cierto que lo mejor es lo que está por delante, que la pesadilla obradorista sea sucedida por el anhelo democrático y de justicia social de la auténtica izquierda en el poder y que la primera presidenta mujer sea ejemplo mejor no sólo por la manera de conducirse en el Gobierno, también por los resultados, que es lo que más importa.

La presidente electa anunció su licencia a su militancia morenista. Expresiones semejantes a las del presidente López Obrador al inicio. Los compromisos se miden en los hechos y el mandatario estuvo lejos de cumplirlos. En este caso, la distancia entre partido y Gobierno puede resultar prometedor, pero también simulación, o lo que es peor, el medio para someter a la autoridad al interés partidista o el del caudillo, más allá de las intenciones o propósitos de Gobierno.

Autor invitado.

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