Sí, el ciudadano

Con mucho desconcierto, con mucho enojo, con mucha impotencia, veo que los gobernantes de mi patria se caracterizan por mantener, con una vocación profesional, una especie de orgullo por la represión, una pasión irreductible por el dominio del otro, una necesidad de necios para proyectar su ideología hacia la formación de una religión política que no admite el debate de las ideas.

Llevamos dos administraciones que llegaron al poder mediante votos, pero cuya significación no un ejercicio democrático de singular valía por la cuantía de los mismos, sino la renuncia temporal de una acción política ciudadana copada por los mecanismos de Estado para socavar su conciencia y hacerla corresponder con una supuesta democracia.

Esta renuncia ciudadana es el primer paso de un proceso legitimador que nada tiene que ver con la democracia y que, incluso, puede llegar a ofender frontalmente la Ley pues los votos fueron sugeridos de mil maneras, incluyendo la compra descarada.

Mi país no ha logrado entender que la democracia no nace de manera espontánea sólo porque se ha emitido un sufragio. Nada de eso. Esta esperanzadora experiencia de relación social está vinculada estrechamente con los procesos históricos en los que nace, se desarrolla y propicia la participación colectiva.

En México, la democracia se incorporó de manera brusca en nuestro sistema político y a lo largo de su breve historia, se ha asumido de manera precoz, sin haberse perfeccionado en la vida cotidiana y, por ello, ha suplantado y vulnerado su propio derecho que debiera ser, no formal, sino natural, como lo exige una relación socialmente sana.

Que es así lo demuestra la construcción de órganos formales representativos. Esta particularidad ha vulnerado también el status ciudadano golpeando profundamente los fundamentos mismos de la ciudadanía mediante un trabajo netamente legislador que ha convertido a la democracia en un complejísimo constructo técnico articulado por los institutos del orden, pero reducido a un espejismo donde sólo cuenta el sufragio y no el ciudadano.

Esa anomalía encuentra su origen en la retórica de los partidos políticos, en sofisticados procesos electorales y en tribunales judiciales para dirimir controversias, reales o inventadas. En todo ese entramado se pierde la noción de que los intereses ciudadanos son la prioridad y no la de los partidos políticos, que siempre vencen erigiéndose luego como una jerarquía imperial que termina actuando como una dictadura.

En el mundo de hoy la democracia es percibida como el régimen capaz de transformar los intereses de todos en derechos y deberes porque mantiene una razón comunitaria fundada en la tendencia inclusiva de todas las voluntades y los intereses colectivos. Esa es la narrativa vigente.

En ese tenor, entonces, el Estado democrático moderno debe entenderse como un modelo de convivencia entre seres humanos con relación a otros ámbitos, como la economía, la política, la moral y la ética, es decir, todo un sistema institucionalizado, donde el Estado de derecho se corresponda con el Estado social y la cultura que ha construido la sociedad.

Para alcanzar ese logro, sin embargo, se necesita un elemento clave: el ciudadano. Es decir, el sujeto que razona su participación para mover a la sociedad en que desenvuelve su quehacer para construir los instrumentos que permitan alcanzar el bien común, a pesar de no coincidir a veces con el resto de los que también razonan y participan.

No hablo del pueblo, aunque el ciudadano está dentro del pueblo; ese no existe. El pueblo es una entidad incompleta, fragmentada, porque le hicieron añicos lo mejor de sí mismo: su conciencia. El pueblo, al que tanto se refieren los políticos con singular alegría, es el mismo que ahora anda por ahí dispuesto a comercializar su voto a cambio de la humillante membresía de una pensión o de una beca para construir el futuro.

No, no hablo de esa masa informe que sin pretenderlo ha contribuido a la edificación de un país desarticulado y que a diario representa una obra ajena a sí misma. Ese pueblo constituido por millones de mexicanos aislados, acribillados por la propaganda, acotados por la carencia de información, embrutecidos por el adoctrinamiento de los partidos políticos que los ha hecho serviles de la manera más indigna y vil, lo dejo de lado. Porque, más bien, yo hablo del ciudadano que participa razonadamente en la construcción de su sociedad y a quien sigo esperando con ansia en el umbral de un futuro verdaderamente transformador.

Cuando llegue por fin, se empezará a referirse a los principios ciudadanos y no a los objetivos de los partidos políticos. Eso será el signo de una práctica de otro orden, más elevada en la jerarquía de valores de una sociedad madura y lista para mejores y más grandes momentos definitorios de una historia, aunque con problemas, más real.

En mi desespero no alcanzo a entender por qué los mexicanos más preparados, que debían ser la cabeza pensante del país, han aceptado ser vejados y humillados por el ejército de zánganos que gobiernan a México con la tranquilidad de quien sabe que su coto de poder no se encuentra amenazado por ninguna fuerza de pensamiento autónomo.

Ansío, con una devoción casi sagrada, ser testigo de esa verdadera transformación intelectual del ciudadano de este país. Cuando eso ocurra aparecerá entonces la idea precisa de que lo que legitima a la autoridad política es la autoridad ciudadana, no el voto.

Cuando ese momento llegue estoy seguro de que este país estará muy cerca de la madurez intelectual que lo proyecte hacia una condición de grandeza inalcanzable. Rozará entonces esa construcción intelectual llamada democracia, hoy por hoy, manoseada y utilizada a modo por los grupos de poder.

Rechazo tajantemente que el voto sea el único motivo de análisis para tener la certeza de que así se expresa la voluntad mayoritaria. No creo que eso sea democracia. Descontextualizar ese componente es caer en el abismo de mirarse en un espejo y, en solitario, tomar la imagen aislada de un escenario donde no hay problemas, es caer a propósito en el autoengaño para emerger con las armas de la intolerancia y de la sinrazón en un escenario donde se enseñorean el arrebato por un coto de poder y la discordia con aquellos que piensan de otra manera.

En un país de ciudadanos, serían éstos quienes opusieran su fuerza de pensamiento ante el bravucón presidente electo de Estados Unidos y sus amenazas contra México; un país de ciudadanos no permitiría la destrucción de instituciones que salvaguardan las garantías de los individuos; un país de ciudadanos plantearía políticas públicas para hacerle frente a los grupos criminales que mantienen en estado de sitio a México; un país de ciudadanos contribuiría a atender el problema de los migrantes que cruzan nuestro territorio; un país de ciudadanos edificaría un sistema de salud de acuerdo a nuestras circunstancias y no a las de Dinamarca: un país de ciudadanos…

Voltaire decía que una República está basada en la ambición de sus gobernantes. La historia reciente de nuestro país lo demuestra. Para cambiar eso la clave es la ciudadanía, no el voto.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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