Mi amigo Javier Blasco, filólogo de la Universidad de Madrid, y asiduo asistente a los coloquios cervantinos que se realizan en Guanajuato, hace algún tiempo me hizo la observación de que México iba perdiendo su liderazgo y su buena presencia en el ámbito internacional. Con mucha cautela aventuró una hipótesis: son sus gobiernos, concentradores de gran poder, pero de reducida visión para crecer y fortalecer la participación ciudadana.
Y sí, concuerdo plenamente con el académico español, aunque no pueda apoyarme en análisis serios del fenómeno que encumbraron a Andrés Manuel López Obrador y a Claudia Sheinbaum hasta la presidencia para ahondar en esa reflexión. No contamos todavía con esos análisis en torno a este tópico y la actualidad sólo proclama opiniones de la más diversa condición. La mayoría de las veces «sin ton ni son».
Los históricos e imprescindibles griegos llamaban a esa postura individual, doxa (opinión), que refería a un punto de vista personal respecto de un tema que impregnaba la atmósfera social. Le llamaban así para diferenciarlo de la episteme (conocimiento).
La diferencia entre ambos conceptos no era una cuestión de términos; por el contrario, eran fundamentos de razón los que se ponían en juego. En tanto que en la doxa nadie estaba obligado a probar lo que se decía, en la episteme sí existía la obligación de presentar argumentos y evidencias que probaran las hipótesis en discusión.
En cuanto al conocimiento cabal en torno a las condiciones que hicieron posible ese desliz en la vida política de México, falta tiempo para que surjan los estudios que permitan dilucidar su razón de ser. Mientras tanto, habrá que resistir por lo menos doce años de penurias.
Pero lo que sí resulta claro, antes de que se revelen las consecuencias de esa circunstancia histórica, es que los mexicanos, el pueblo sabio que pregonó el expresidente y pregona también la presidenta, todavía creen en la magia. Por eso, tanto Andrés Manuel López Obrador como Claudia Sheinbaum, se mantienen vigentes en la conciencia popular. Sólo en la conciencia popular que no se cuestiona nada.
A pesar de eso, la chusma de buen olfato, algunos intelectuales de institución y uno que otro buen crítico de conciencia clara, se dan cuenta del fraude cometido a la democracia de sufragio que impera en México, y que llevó a esta clase dirigente sin sustancia a los más altos puesto de decisión en el país.
Aunque parecen figuras lumínicas, en realidad su presencia en los estrados más altos languidece en la abulia de la autocontemplación.
Embriagados de poder, la melodía arrulladora, sin acordes disonantes que escuchan a diario, los ha vuelto sordos ante los verdaderos reclamos de la otra parte del pueblo que no ve soluciones a los problemas que se padecen en el cada día de la vida. Desde esa borrachera del poder se han convertido en ciegos para mirar que gobernar no significa emprender acciones bajo el cobijo de la ley manejada a modo. Sordera y ceguera en las que se pierde la sensibilidad, primera virtud del gobernante serio, responsable, con ganas de encontrar caminos para conducir por buen rumbo a un país entero.
A uno de los muchos trasfondos de todo esto hemos asistido durante un poco más de un mes de haber iniciado la nueva administración con una claridad de contundencia irrebatible. Hemos testificado la impudicia y el cinismo con que las más altas autoridades de este país: la presidenta, los diputados y los senadores, han violado todas las leyes habidas y por haber. Ninguna de estas entidades de poder ha sido capaz respetar la ley, a pesar de que cuando asumieron su cargo, juraron hacerlo.
El recuento de casos resulta interminable, pero señalo solo algunos: el desacato de la presidenta ante el ordenamiento de un juez para retirar del Diario Oficial de la Federación lo concerniente a la reforma al Poder Judicial, agravado por la mayoría de los diputados que fomentaron tal desacato.
Vimos cómo la violación a las leyes fue evidente y luego, con el mayor descaro, digno del peor sinvergüenza del mundo, cada uno de esos protagonistas se hicieron los desentendidos bajo el efecto de la borrachera surgida de la arrogancia más insultante. Mala señal.
Del mismo modo que fue en el pasado (de apenas un poco más de un mes), resulta claro que, en el presente, a la presidenta de la república y a la camarilla de vándalos que la acompañan, les gusta regodearse en el discurso; es lo propio porque así tienen la oportunidad de gozar del deleite de escucharse a sí mismos.
López Obrador pretendió aniquilar el orden anterior (al que él llamó «antiguo régimen»). Quiso detentar el poder público y fundar un nuevo orden gracias a la fuerza moral de un sufragio que el pueblo aportó a su movimiento.
Pero lo único que logró fue fundar un régimen de caos porque la gleba morenista, ávida de venganzas, de linchamientos, de polarizaciones, arrasó con las instituciones convirtiéndolas en ruina y en ceniza. En esa condición, se puso a esperar a que, a partir del escombro, surgiera la estructura de un nuevo gobierno que jamás conoció la definición de políticas públicas que demostraran el curso de una sensibilidad política para gobernar en favor de todos, incluso aunque no pensaran como él.
Los políticos como lo fue el expresidente y su coro de siervos son ovejas atemorizadas que recelan de todas aquellas voces críticas que se permiten diferir de su pensamiento obtuso. Las cosas no son muy distintas en la administración de la presidenta Sheinbaum. De la misma manera que con AMLO, también hoy con la presidenta, conspiran contra los que ellos se permiten llamar traidores a la patria, enredan la madeja y toman providencia para mantener la ruta de la aplicación de la ley a modo.
Por eso no llevan a cabo las tareas de gobernar y asumir los problemas vitales del país. Por eso la violencia sigue desatada y la vemos en cada masacre lo mismo en el Estado de Guerrero que en Sinaloa, los migrantes no ven la suya con un gobierno insensible y cerrado al diálogo, la educación que es preferible llenarla de demagogia, la salud que ya ni siquiera tiene ánimos para soñar con Dinamarca, los asuntos ambientales que trastocan todos los ecosistemas y todos aquellos otros que tienen que ver una agenda de gobierno verdadero, son una asignatura pendiente.
De hecho, lo seguirán siendo en tanto las más altas autoridades de este país continúen conduciéndose de manera tan impúdica y cínica frente a ley a la que estarían obligados a respetar y a cumplir, pero que en la práctica ignoran y desprecian porque, como me decía mi amigo Blasco, han concentrado demasiado poder y eso reduce su visión para hacer crecer al país y fortalecer la participación ciudadana en aras de construir una verdadera democracia donde no se contemple el sufragio como un acto de intercambio fundado en principios meramente clientelares.
Y eso los hace cínicos e impúdicos, otra vez.