La propuesta del expresidente Andrés Manuel López Obrador para crear el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas, en sustitución del INE, reducir el número de consejeros de once a siete y nombrarlos mediante voto popular, generó movilizaciones y protestas en la mayor parte del país. El proyecto se estancó, pues Morena y sus aliados (PT y Verde) no contaban con los votos suficientes para darle rango constitucional. En el caso de la reforma al Poder Judicial no pasa lo mismo por varios factores. La presencia del INE en la cotidianidad de los mexicanos a través de la credencial de elector y de campañas para reforzar el sentido de pertenencia («Mi INE») establecieron un vínculo identitario. La autonomía e independencia otorgadas previamente al Instituto Federal Electoral (IFE, antecedente del INE) ya habían puesto fin a la simulación de elecciones libres y democráticas.
La primera alternancia en el poder acreditó al IFE ante los ojos de México y el mundo. Sin embargo, en 2006 sufrió un tropiezo. Suspendió el conteo rápido de votos y más tarde declaró ganador a Felipe Calderón (PAN) por un margen de 0.58%. La crisis poselectoral forzó la renuncia de un grupo de consejeros y una reforma para cambiar las siglas del IFE por las del INE. La elección de Enrique Peña Nieto, en 2012, también fue impugnada; en su caso, por haber sobrepasado en más de 10 veces el tope legal de gastos de campaña. En el entretanto, el PRI y el PAN coptaron al INE. La iniciativa de López Obrador de 2022 para modificar la estructura del órgano electoral afrontó resistencias ciudadanas, de las oposiciones y del statu quo, los cuales, al final, lograron detenerla. Hoy la presidenta Claudia Sheinbaum tiene mayoría calificada en el Congreso para llevar a cabo la reforma electoral.
El Poder Judicial ocupa hoy el centro de la polémica. Elegir ministros, magistrados y jueces en las urnas marca un hito de la democracia del país. Para los poderes fácticos resulta inadmisible y escandaloso que sean los ciudadanos quienes los nombren. Por lo tanto, prefieren boicotear el proceso antes de llamar a la participación; no para legitimarlo, propósito obvio, sino para poder exigir cuentas a la presidenta y resultados a los futuros jueces. Profana en derecho, la mayoría ve la elección judicial con curiosidad (en otros países ya existe), pero aun así la juzga necesaria. Nuestro sistema de justicia no tiene nada de qué presumir, y sí mucho de qué avergonzar, pues adolece de múltiples vicios. Estar al servicio de los poderosos y ensañarse con los pobres lo hace indefendible. La población carcelaria lo confirma.
Catalina Kühne Peimbert, directora ejecutiva de Impunidad Cero, escribe sobre el tema: «La impunidad en México representa uno de los mayores desafíos para su sistema de justicia y la cohesión social. Estudios recientes destacan que sólo uno de cada cien delitos cometidos en el país es sancionado, lo que deja al 99 % de los delitos sin resolución ni castigo. En el Índice Global de Impunidad México (IGI-MEX) 2022, México ocupa el lugar 60 entre 69 países evaluados, situándose como uno de los países con niveles de impunidad más altos a nivel global. Además, organismos internacionales como World Justice Project califican al país como uno de los peores en ámbitos clave como ausencia de corrupción, orden y seguridad, y garantía de justicia» (Este País, 17.03.25).
Kühne advierte que los datos «no solo reflejan fallas sistémicas, sino también una crisis estructural que afecta la justicia y la confianza en las instituciones». Su recomendación es abordar el fenómeno con «un enfoque integral que incluya mayores recursos, reformas estructurales y un compromiso decidido de parte de las autoridades y la sociedad civil para garantizar un Estado de derecho efectivo y equitativo». Tampoco es optimista con respecto a la reforma judicial, pues «no presenta ninguna innovación que ataque este problema de raíz». «Combatir la impunidad», desde la perspectiva de los derechos humanos, «es una obligación moral y legal. Cada caso no resuelto representa una falla del sistema y una negación para las víctimas», concluye la escritora.
La balanza de la justicia
¿Quién elegía a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, antes de la reforma judicial, y a qué intereses respondían? Los nombraba el presidente por medio del Senado; igual sucede en Estados Unidos. Cuando el oficialismo dejó de contar con mayoría calificada se apoyó en otras fuerzas políticas para completar los votos. De ese modo el PRI y el PAN terminaron por repartirse las togas según su ideología y sus conveniencias. La Corte actual, que concluirá sus funciones el 1 de septiembre, está compuesta por 11 ministros: cuatro fueron nominados por Felipe Calderón; dos, por Peña Nieto (entre ellos Norma Piña, presidenta del máximo tribunal constitucional); y cinco, por Andrés Manuel López Obrador. En los estados los magistrados los nombra el gobernador.
La elección de ministros, magistrados y jueces genera incertidumbre, pero también abre resquicios para la esperanza. Ernesto Zedillo desapareció la Corte de un plumazo en su primer mes de Gobierno y nombró una a la medida. ¿Alguien se rasgó las vestiduras? «La sociedad —dijo en su primer informe— está profunda y justificadamente agraviada. En muchos lugares es indignante la amenaza cotidiana a las personas, a su familia y a su patrimonio. La ciudadanía vive preocupada por la inseguridad en las calles, los caminos y los sitios públicos; la ofende la frecuencia de los delitos y la impunidad de quienes violan la ley; con toda razón se exaspera al comprobar que en muchos casos son los propios encargados de garantizar el orden y procurar la justicia quienes la atropellan. Arrastramos una fuerte desconfianza, muy justificada, hacia las instituciones, los programas y los responsables de la seguridad pública».
¿Cambió algo desde entonces? Sí, pero para peor. El Poder Judicial estrenó rostros, pero conservó sus vicios e incluso los exacerbó: venalidad, nepotismo y alineamiento con el presidente y los grupos de poder. Zedillo ha vuelto a la escena para atacar la reforma judicial de la 4T. En su informe de 1995 justificó la propia: «La transformación de nuestro sistema de justicia sólo tendrá solidez, legitimidad y viabilidad si es realizada a partir de la Constitución y el reforzamiento de las leyes. Por eso, el primer paso fue enviar a esta soberanía una iniciativa de reformas constitucionales. Antes de ser aprobada por el Constituyente Permanente, dicha iniciativa fue debatida intensamente, y sustancialmente enriquecida por el Congreso de la Unión». Todo en menos de un mes. «Se acabaron los tiempos de los nombramientos políticos y las influencias del presidente sobre la Suprema Corte», remató. El primero en contradecirse fue él mismo. La misma ruta siguieron Fox, Calderón, Peña y López Obrador.
Hoy, por primera vez, los ciudadanos tienen la oportunidad de nombrar a los responsables de impartir justicia, en vez de 85 senadores cuyo compromiso no es con los estados ni con la sociedad, sino con el presidente y sus partidos. Esperar una votación copiosa el 1 de junio carece de sustento. Pues si en elecciones políticas el abstencionismo es elevado, más lo será en unas que, por su naturaleza, resultan complejas e ininteligibles para el grueso de la población por la materia de que se trata. La información sobre el proceso y el perfil de los aspirantes es insuficiente, y múltiples los intereses que apuestan por el fracaso. Con un sistema judicial viciado, incompetente y desacreditado, como el nuestro, ¿pueden empeorar las cosas? Por supuesto, pero también podría equilibrarse la balanza de la justicia.