Dos cintas abordan el fenómeno de la muerte tangencialmente y de formas muy distintas. Mientras en una, tres hermanos lidian con un padre enfermo, en la otra, los negocios turbios de un hipódromo sacan lo peor de la naturaleza humana
A partir de la pregunta, se sueltan conjeturas. ¿Cómo actúan tres hermanos —sí, tres, ni dos ni uno, tres— montados en un avión comercial que los lleva a varias horas de su casa para perpetrar el atraco de sus vidas? De sus vidas porque nunca podrán hacer algo igual, como esos lugares que, sabes, puedes visitar una única vez y te tocó en suerte, o el impacto de hallar cuerpos destrozados sobre una carretera, o la belleza de los hilos de luz anaranjados que caen perpendiculares entre el arrullo del mar y la frondosidad de la montaña. Cosas de las que no se vuelve. Conjeturas sobre el valor de cada producto del atraco y si les servirá para pagar abundantes ruedas de tequilas con los amigos, la gula consumista en el primer mall que se encuentren o hasta quizá el viaje al próximo Super Bowl, sin importar si toque en Tucson, Juneau o Corvallis. Conjeturas si recordarán a su padre descorchar botellas de vino francés por cada título universitario conseguido, de cuando le pidieron un veraneo en cruceros por Escandinavia, o el hijo mayor le entregó el cargo de por vida del embarazo adolescente de una chica risueña y embelesada con el muchacho de buenas fachas durante unas vacaciones en esa ciudad donde vive, de calores infernales del sureste mexicano.
Uno tiende a conjeturar unos muchachos felices de acceder a conciertos musicales en ciudades distantes, amados hasta la saciedad después de restregar un fulminante piropo como «nos importas mucho», que la timidez de mostrar los cuerpos juveniles los invadía cuando ya separado de su madre, el padre los llevaba a piscinas de hoteles a pasar el fin de semana. Conjeturas que con los vehículos que se encontrarán en el garaje techado de la casa por desvalijar, en realidad una camioneta y un auto compacto brillosos por donde se los mire con unos pocos años de recorrido, podrán hacer el viaje soñado a los casinos de Las Vegas, que con esa bicicleta NordicTrack estacionada en una de las recámaras del primer piso no recuperarán forma, el sedentarismo es su deporte, pero varias amigas pelearán la rebatinga de tenerla, que los cubiertos y platos por bajar de la alacena serán para su madre un halago.
Con el atraco incrustado de neurona a neurona, por el que tendrán un par de días para hacer la tarea, media el secreto cuando dan cuenta al padre que ya están allí, aunque a él no lo visiten, para evitar sobresaltos a su candidez. Al fin y al cabo, conjeturarán ellos, el padre, como todo padre, no está moldeado en barro compacto, a decir de Marcos Giralt Torrente. ¿Quién no es víctima de sus propias precariedades? Una precariedad que le han descubierto cuando apenas transita cinco décadas y media de vida. Al enterarse pocas semanas atrás de que ese hombre y padre recala en los últimos días de su vida, los tres, de un pragmatismo prístino, le han hecho saber que solo queda optar por la «atención espiritual» antes que ir por los recursos de la medicina —dos de ellos, se sabe, van por su segunda carrera, ahora en medicina, que ese padre, también médico, abona semestralmente—. Entre hospitalizaciones y los cuidados paliativos de su pareja, se adelantan al gran atraco, sin lugar para la constricción. Al infierno, el diablo ha dejado que los hombres, más eficaces, lleguen por sí solos, dejó por escrito el inmenso Leonardo Sciascia.
Esta historia, tan presente como de final próximo —«uno escribe algo para contar otra cosa», dice María Gainza—, me lleva a la conjetura de unos sueños de justicia que describe Richard Ford en Canadá: «Es de suponer que muchos de nosotros pensamos en atracar un banco del mismo modo en que por la noche, en la cama, planeamos minuciosamente asesinar a un enemigo de hace mucho tiempo […] En cualquier caso, somos aficionados en el negocio de concebir y planear y asesinar, y carecemos de la concentración mental necesaria para vencer la oposición del mundo a este respecto. Y en este punto nos olvidamos del asunto y conciliamos el sueño».
De Luck a Cowboy Cartel
La pregunta anticipaba sobre la muerte. «¿Te ocurrió? ¿Ver la luz apagarse en sus ojos?». «Te acostumbras», fue la respuesta. En la pista de Santa Ana, California, la yegua Flag se había quebrado la mano izquierda. Nada que hacer por ella. La conversación entre los dos jockeys daba luz a un instante dramático de Luck, la ficción cinematográfica del mundo oculto detrás de las apuestas de caballos, protagonizada entre otros por Dustin Hoffman, Nick Nolte y Dennis Farina, que desconocía, al momento de filmarse en 2011, un mundo paralelo algo lejos de allí, en Texas, Kentucky y Oklahoma, emparentado con la realidad. Alguien había puesto el ojo en compras multimillonarias de caballos y un apostador que se llevaba premios en millones de dólares. La luz en el mundo real comenzaba a entrar para unos y apagarse para otros. Se estaba lavando dinero, fue la hipótesis acertada. Dilucidarlo era el gran reto.
Una historia con semejanzas, impensada y exuberante en glamour, se estaba gestando entre la ficción de California y los tiempos reales de los tres estados. Si Flag moría sobre la pista, Tempting Dash, un caballo lento y sin estrella, triunfaba en 2009 en el hipódromo de Kentucky. Como suele ocurrir, la empatía con el lugar y la historia lleva a las elecciones más acertadas. Scott Lawson, un agente principiante del FBI, nacido en el campo, amante de los equinos, fue el mejor prospecto para intuir qué había allí. La ruta del dinero le explicó todo tres años más tarde —Luck finalizaba por entonces su primera y única temporada, sin mucho brillo de audiencia— y podía demostrar ante un gran jurado en Houston que tres hermanos ya muy conocidos, de apellido Treviño (José, Omar y Miguel Ángel), habían hecho del juego millonario de las carreras hípicas un gran negocio para transparentar el dinero ilegal del crimen organizado.
Dan Johnstone y Castor Fernández, los directores de Cowboy Cartel, el documental de AppleTV que da cuenta de la historia de Lawson, pudieron ponerle la excelente música de Luck o las similitudes de cómo se hace la corrupción en los hipódromos, y bien podría tratarse de lo mismo. La principal diferencia está en sus protagonistas, los líderes de Los Zetas, que nada tenían de expertos en apuestas como el Ace Bernstein (Hoffman) de ojos claros y trajes de banquero.
Si para la última década del siglo pasado, en lugares como Matamoros se apostaba en carreras de caballos dentro de la prisión estatal, y los miembros del Cartel del Golfo —Los Zetas fueron su brazo armado en principio— hasta se escondían en su interior para esquivar rivales y autoridades, sus herederos, los hermanos Treviño, hicieron de ese negocio en el sur estadounidense la sofisticación de entramados contables y circulación millonarias en cuentas bancarias, donde no faltaban testaferros —en el caso de Bernstein, su chofer—, empresarios extorsionados y lazos con el poder político y policial mexicano.
Cowboy Cartel muestra en un trabajo entrelazado de agencias de inteligencia —FBI, DEA y el Departamento del Tesoro— y el aporte investigativo del periodismo —el conocimiento de la historia por el NYT obligó a adelantar las detenciones— cómo las investigaciones alcanzan su éxito si se pega donde más duele: el dinero. Su gran acierto está en no caer en la deriva complaciente hacia las víctimas y la efectista descripción de la violencia aterradora en México. Enfocada en rastrear las operaciones financieras, la investigación rindió sus frutos, casi mil millones de dólares en dinero y activos de los Treviño fueron a parar al fisco estadounidense. ¿Algo así que se quiera replicar al sur del río Bravo?
Charles Bukowski, que de apostar conocía, y mucho, dejó escrito algunos años antes a estas historias, que «el hipódromo te chupa el cerebro y el espíritu… Nadie gana, finalmente; no hacemos más que buscar un aplazamiento, guarecernos un momento del resplandor». Desde afuera, ya sabemos a qué no apostarle. E4