Subestimando a la presidenta

No es nuevo subestimar al sucesor de un presidente fuerte, en este caso, sucesora. Sucedió en el pasado lejano y también en el no tanto con López Portillo y Echeverría y entre Carlos Salinas y Zedillo. La historia se repite, pero con un agregado, el interés de no pocos y por diversas razones de anticipar o alentar una ruptura entre quien estaba y quien llega al poder. Se le carga la mano a la nueva presidenta y se subestima el poder de la oficina que ocupa, ahora acrecentado por la afinidad partidaria y política en otros poderes y la destrucción de los contrapesos.

La presidenta Sheinbaum no tiene que hacer mucho para hacer valer su autoridad. Se equivocan una y otra vez quienes pretenden medirla a partir de su distancia del expresidente López Obrador. Las coordenadas de ahora indican que su fortaleza no necesariamente transita por ruptura o distancia, justo lo contrario, aunque esto desencante a quienes perciben que la única manera de acreditar fortaleza es rompiendo con el exmandatario. No es así y la relación da para mucho, incluso para alinear a quienes comprometen la unidad o los exégetas oficiosos de lo que piensa o quiere el líder originario.

En este contexto adquiere relieve el mensaje de Andrés López Beltrán después de visitar al padre en su finca en Palenque, en Tabasco. Sus palabras fueron en un evento público al invocar la amenaza opositora e hizo un llamado a la unidad a partir de las expresiones poco avenidas a un sentido de proyecto común por parte del gobernador Javier May, quien tuvo el poco sentido de señalar que, en el Gobierno de su antecesor constitucional y coordinador del Senado, Adán Augusto López se había dado la supuesta relación del crimen organizado y las fuerzas de seguridad pública locales.

Es difícil que haya ruptura, diferencia o distancia entre la presidenta Sheinbaum con López Obrador y esto no es, necesariamente, signo de debilidad o sometimiento. En la medida en que el expresidente se mantenga distante de los asuntos públicos, la única referencia de autoridad es la presidenta y como tal tiene los recursos políticos, legales e institucionales para hacer valer su autoridad. El modelo político que existe no tiene la horizontalidad de otros arreglos, un esquema como el del obradorismo no da lugar a las diferencias, ni a las disputas, en todo caso la prueba de ácido será la selección de candidatos y para ello falta mucho.

Sheinbaum no es López Obrador, pero no es esa la diferencia. La circunstancia o entorno de su Gobierno son claramente distintos y mucho más complejos que los del exmandatario. Más aún, el ciclo del proyecto es diferente y la presidenta no requiere diferenciarse a manera de acreditar autoridad. La tiene y quien no lo entienda como tal habrá de atenerse a las consecuencias. Ciertamente, con López Obrador había una verticalidad incuestionable, eso persiste y prueba de ello es la manera como se procesan las reformas, pero quien tiene la autoridad y el mando es la presidenta Sheinbaum.

Un ejemplo al que se recurre para cuestionar la fortaleza de la presidenta ha sido la reelección de Rosario Piedra a la CNDH. Independientemente de cuál haya sido el cálculo originario y si la presidenta en un inicio hubiera pensado en la renovación en la presidencia de la CNDH, la realidad es que fue su decisión la reelección. Seguramente hay consideraciones que la pudieron hacer cambiar, por ejemplo, la continuidad es recomendable por la estrategia de seguridad a la vista de las exigencias internas y externas. Esto es, la conveniencia de una política de derechos humanos a la medida del régimen, tal como ha acontecido desde que la señora Piedra llegó a la CNDH.

Para no pocos subestimar a la presidenta Sheinbaum es respuesta por el pronóstico fallido de que habría de distanciarse de López Obrador, cuando justamente es lo contrario, hay continuidad y eso le da fortaleza de la presidenta, a pesar del ruido de algunos, las diferencias desbordadas, de los serios y graves problemas heredados y de las dificultades no previsibles y amenazas insoslayables al país como es el arribo del populismo nativista en EE.UU., con Trump y sus halcones a la cabeza.

Seguramente, aquellos quienes apuestan a la ruptura como fórmula única para que la presidenta acredite unidad continuarán esperando. La naturaleza autocrática del régimen lo explica todo y esa es la peor noticia.

Vivir en el ideal

Para todo proyecto que suscribe un estándar arriba de lo razonable, más temprano que tarde habrá de asaltarlo la realidad; la respuesta natural es la hipocresía, predicar algo y hacer lo contrario. Es problema de la condición humana quedarse corto respecto a lo que se aspira, mucho más si lo que se pretende está fuera de proporción, vivir en el ideal es fácil, no tanto hacerlo verdad. Los golpes de pecho o los votos de pobreza no dan para saldar las cuentas que la realidad impone, mucho más en estos tiempos donde la buena salud, la seguridad, educación o vivienda, derechos fundamentales, cuestan a partir del deterioro de la capacidad del Estado para proveerlos.

Para ganar credibilidad López Obrador hizo votos de pobreza y la población se lo compró. No importó que el Tsuru fuera reemplazado por la Suburban, que el boleto como turista haya sido desplazado por el uso del transporte aéreo militar, mucho menos que el austero departamento de Copilco haya sido sustituido por palacio nacional. Para sus creyentes lo que cuenta es la intención y si ésta se acredita con zapatos intencionadamente maltratados, que viva la austeridad republicana. El pueblo lo compra, a pesar de que día con día padezca el mal Gobierno, el deterioro de todo lo público y la ofensa de la corrupción acrecentada. Un tercio de la población recibe dinero por parte del Gobierno que la gente asume dádiva de un presidente que en lugar de robar regala. Por eso López Obrador persiste en el imaginario como el gran benefactor sin importar el cambio en el Gobierno. Tampoco ha importado mucho el derroche en obras más planeadas y peor ejecutadas.

La realidad se impone y ha surgido una nueva clase empresarial al amparo de la discrecionalidad en la asignación de obra y servicios. También la mayoría de los privilegiados de siempre usufructúan ese trato discriminado del poder que desde tiempo atrás se les ha otorgado. Casta divina deben pensarse de sí mismos. El sometimiento a quien gobierna es poco costo si de regreso van las ventajas de siempre. La oligarquía, la mafia del poder o como se quiera calificar se ha reciclado sin mayor problema.

Se tiene que insistir en la austeridad republicana porque es un recurso de diferenciación respecto al pasado. El problema no está tanto en la presidenta Sheinbaum más allá de su traslado a palacio nacional, sino en los demás y vaya que hay tela de donde cortar. La austeridad en lo que concierne a la jerarquía es más aparente que real. La riqueza, más que el amor es inocultable y por eso la hipocresía cada vez es más grotesca y ofensiva. La presidenta lo sabe y como lo hicieran las instituciones milenarias, el pecado no está en el hacer, sino en el escándalo, en el desentenderse de las formas, de las apariencias. Por eso las bodas poco avenidas con la prédica de austeridad se han vuelto condena y anatema. En estos tiempos la riqueza de los políticos se esconde, se oculta porque en la moral del obradorismo es prueba misma, de una o de otra forma, de corrupción. No hay riqueza bien habida.

La prédica obradorista señala que la pobreza no sólo dignifica, sino empodera, aunque eso quede en la retórica populista y no en lo que se hace desde el Gobierno. La verdad es que, al igual que en el pasado, viven en el exceso quienes tienen discrecionalidad en las decisiones con interés monetario. La corrupción se ha encarecido porque ahora se supone que es mayor el riesgo. Un problema tener y no mostrar, no gastar, no disfrutar. El enriquecimiento desde el poder es problema de origen remoto, realidad que no avala la cínica postura que la califica como asunto cultural, como una fatalidad de nuestra identidad.

Como muchos de los males nacionales, al menos los más graves, la causa de la venalidad se asocia a la impunidad. Los bajos riesgos y elevados beneficios es el incentivo del corrupto, del delincuente. Todo indica que el régimen ha resuelto coexistir con la corrupción y no sólo eso, se vuelve condición de existencia al ser fundamento para su reproducción en el poder, especialmente en los tiempos electorales cuando el único pecado es perder la elección. Mientras tanto la distancia entre vivir en el ideal de la austeridad y la indebida opulencia habrá de mostrarse como signo de nuestros tiempos.

Autor invitado.

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