Templanza presidencial

En vez de explorar vías distintas y de proponer alternativas acordes con la nueva realidad política del país, las oposiciones, los poderes fácticos y sus socios extranjeros persisten en el error de tratar de socavar al Gobierno legítimo. Frente a los embates de esas fuerzas, el expresidente Andrés Manuel López Obrador advirtió de pretensiones golpistas. La fórmula se empleó con éxito en otras etapas de la historia por medio de las armas. En 1913, la reacción, la Iglesia, el Ejército y la embajada de Estados Unidos conjuraron para derrocar a Francisco I. Madero e imponer en su lugar a un dictador: Victoriano Huerta. En Guatemala, la CIA, la United Fruit Company, la representación diplomática norteamericana, intereses locales y militares desleales depusieron a Jacobo Albernz (1954). El títere que le sustituyó, asesinado más tarde por uno de sus guardias, anuló la reforma agraria.

Chile vivió el mismo trauma. La agencia de inteligencia de Estados Unidos, transnacionales del cobre y las telecomunicaciones, la embajada, la partidocracia, las élites, un sector del Ejército y la prensa opositora, financiada por la CIA, fraguaron la caída de Salvador Allende. Las campañas para atemorizar a la población e inhibir el voto por el candidato de Unidad Popular, quien ganó la presidencia en 1970, después de cuatro intentos, resultaron inútiles. La presión y la guerra sucia continuaron hasta lograr su propósito, tres años después. Como en el caso de Albernz, a Allende lo suplantó otro dictador: Augusto Pinochet.

Los grupos de interés adversos a los Gobiernos de Morena, elegidos democráticamente y con las mayores votaciones, asumieron una actitud diferente con los presidentes del PRI y el PAN nombrados en procesos fraudulentos e inequitativos (Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Felipe Calderón y Peña Nieto). Las cúpulas no defendieron entonces la democracia ni a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (extinguida por Zedillo en 1994) como lo hacen ahora, porque sus intereses estaban a salvo. Su rechazo al nuevo régimen no es porque ponga en riesgo sus negocios y fortunas, sino porque suprime privilegios, obliga a cumplir compromisos fiscales y aparta a la oligarquía de la toma de decisiones políticas.

Claudia Sheinbaum ha sido prudente. No ha caído en provocaciones ni seguido las pautas dictadas por los factores de poder como ocurría en el pasado con presidentes débiles o deslegitimados. La insistencia para romper con López Obrador busca fracturar un movimiento político y social cuyo poder, diversidad y horizonte ninguna otra fuerza tiene ni alcanzará en mucho tiempo. Sheinbaum da continuidad a un proyecto con amplio respaldo social y electoral. Variarlo para satisfacer a quienes siempre serán sus adversarios sería imprudente.

El Gobierno de Sheinbaum apenas empieza. Los problemas que afronta son los propios de un país inmerso en un fenómeno de violencia cuyas raíces son profundas, variadas (desigualdad, corrupción…) y de difícil solución, mas no imposible. El conflicto no es hoy, como en el pasado, con las mayorías ignoradas por un sistema proclive a las minorías selectas ni por elecciones fraudulentas, sino con quienes se asumieron como dueños del país. La discusión y el disenso, inexistentes en los tiempos de la hegemonía priista, forman parte de la democracia. México no está en llamas como la prensa sensacionalista lo presenta y los enemigos del régimen quisieran para arrinconar al Gobierno. Se encuentra, sí, en un proceso de transformación respaldado por millones de mexicanos en las dos últimas elecciones generales.

Poder Judicial aislado

Las posturas con respecto a la reforma judicial son claras e irreductibles. Para unos, representa el apocalipsis; para otros, la epifanía de un sistema de justicia largamente esperado en un país donde la impunidad favorece a la delincuencia organizada y de cuello blanco y, por supuesto, a los políticos. El partido gobernante realiza lo que cualquiera, con mayoría en el Congreso general, haría: empujar su agenda para cumplir con sus bases. Las oposiciones y los poderes fácticos fueron incapaces no solo de impedir un segundo periodo de Morena en la presidencia, sino de ser su contrapeso en las cámaras de Diputados y de Senadores. El voto por la coalición que postuló a Claudia Sheinbaum le dio los instrumentos para continuar el cambio de régimen iniciado por Andrés Manuel López Obrador.

En un sistema presidencialista como el nuestro (el de Estados Unidos también lo es) el Ejecutivo pesa más que los poderes Legislativo y Judicial. Sin embargo, no todos los presidentes han tenido la misma fuerza y legitimidad. Sin esas condiciones básicas, los márgenes de maniobra se estrechan y no es posible afianzar un proyecto propio, apoyado por las grandes mayorías. El neoliberalismo privilegió a las élites y ahondó la brecha social. A partir de Miguel de la Madrid y, más aún, de la alternancia, la presidencia se debilitó y quienes la ejercieron terminaron repudiados. Sobre todo en los periodos comprendidos entre Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto.

Uno de los aciertos de López Obrador consistió en despojar a la institución de la parafernalia imperial (convirtió Los Pinos en centro cultural, vendió el avión que «ni Obama tenía», desapareció el Estado Mayor Presidencial, eliminó la partida secreta y las pensiones a los presidentes) y acercarla al pueblo como antes solo lo había hecho Lázaro Cárdenas. La presidencia no solo recuperó vigor, sino también el aprecio de sectores a los cuales jamás se había tomado en cuenta. Los programas sociales, anatematizados para los Gobiernos neoliberales, son piedra angular.

En sentido inverso, el Poder Judicial no tiene el apoyo ni la fuerza suficientes para detener o anular la reforma que modificará su estructura. La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) falló a su deber de ponerse por encima de disputas políticas e intereses económicos. Su cercanía y preferencia por las cúpulas la alejó de los estratos sociales menos favorecidos. La consecuencia es el desdén de esas mayorías hacia un aparato de justicia mercantilizado y casi siempre adverso a ellas. La defensa del Poder Judicial proviene de su propio seno, de las oposiciones, los grupos de presión y la comentocracia.

Todo cambio genera reacciones, respaldo y rechazo, máxime si es de gran calado. El escepticismo acerca de la reforma judicial es lógico en una república donde la Constitución se adapta a los Gobiernos de turno, y no al revés. Las campañas contra los proyectos de la 4T se explican, en parte, por los muchos intereses políticos y económicos en juego. Para hacer creíble el deseo de dotar a los mexicanos de un Poder Judicial y de una Corte realmente comprometidos con el país y atentos a sus responsabilidades, la presidenta Claudia Sheinbaum necesita medir con la misma vara a las fiscalías —federal y estatales—, a los ministerios públicos y a las policías de los tres niveles de Gobierno. Solo así podrá existir, al fin, justicia para todos; no solo para quienes puedan pagarla.

Espacio 4

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