Trece por ciento en junio… ¿nos agüitamos o escuchamos jazz?

El otro día me alcanzó la hora de comida en la calle. Desde mis tiempos de estudios chilangos y conventuales, eso implicaba peregrinar a una fondita. Acá no las he encontrado como tal. Ni el mole de olla o el arroz con huevo estrellado… más bien hay otras «deliciosidades» de nuestro Saltillo. Pero lo que nunca falla es pasar por un diario. Si bien tiene su encanto comer solo —tanto como ir al cine así—, los ratos de espera se diluyen grácilmente con una pluma y el periódico del día. Y me clavo con mis intervenciones de balloon comiquero a la lectura, que ya ni me doy cuenta si alguien analiza con la extrañeza que resuelve al comensal mohíno y taciturno. Solapa. Como siempre.

Pero esta vez ya no sabía si reírme tanto o agüitarme de espanto. Hubo más o menos un 13% de participación en las elecciones para jueces y magistrados. Glúpatelas. Leí que fue un barullito donde se cambiaron reglas y nombres varias veces. Fue un proceso todo ramplón donde el votante necesitaba «acordeones». Sí… como los de secundaria, algo que para Luisa Alcalde fue tiernamente ¡creativo, yupi! por parte del pueblo (bueno). Háganme el… No. Una farsa. Incluso había —de quienes se supo— una candidata en boleta y todo… que estaba en la cárcel durante el rollo. Un tosco ejercicio cuyas costuras dibujan ya el cisma de los Morenos. Todo disfrazado de una democracia con manubrio de física—críptica—nuclear… y matemática. Mi favorita fue la imagen de J, el benjamín de López —ya todo un jovial chavo con edad de sufragar—. Sale completamente sumergido y ultraapoltronado —en pants, pues dominguero… qué más—. Sus facciones fruncen en un ictus de ese hastío con sol «pavimentario». De pie, y encaramada entre la tumbada indumentaria de su vástago, doña Beatriz Gutiérrez le señala… ¿o escribe? —quién sabe qué— con las dos manos dentro de la cajita, esa de «El voto es libre y secreto». Yea’. J baja la mirada, resignado, como cuando se te olvida cómo restar. Mientras que Gutiérrez Müller picotea con tesón. Siempre con una mirada de cóndor atroz. Era la escena de un cajero en el súper que acude al apoyo de la única compañera que se sabe el código del «hinojo» o el «rambután». O que sabe identificar el perejil del cilantro a seis cajas de distancia.

Así me acordé de un spot —de los primeritos, ya extinto al parecer; quizá por lo mismo lo quitaron— donde una abuela y su nieta comparaban el ejercicio de escrutinio con jugar —literal— a aquel espeluznante pasatiempo rompecerebral numérico de origen japonés: el sudoku. Para darse un quemón… además de la morfosintaxis que te hace sudar, es tan espantoso que —si le cambias las primeras vocales por un par de aes y una u— te da el nombre Sadako [Yamamura]… sí, la fantasmagórica antagonista de la franquicia nipona noventera de horror Ringu cuya occidentalización se llamó El aro. Ahí donde Samara-Sadako se sale de la tele con el pelo negro, rezumante… y la pijama blanca, panteonera, que hace claroscuro en aquel VHS malévolo. Sí. Se necesitaba, apenas, a un Alan Turing —o planos cartesianos— para craquear y descifrar —o exorcizar— esa infausta boleta electoral. 

Ya no existe el México donde crecí. Tal cual. Técnicamente ya no somos la (res)pública o mancomunidad que abanderamos por dos siglos con poderes divididos. Se salió todo de control. Y quién sabe cuánto dure este asunto. Ahora resulta que los jueces mutarán en políticos de rascuache banderín. Y ya el siguiente paso es la mafia, ¿no? Por pura inercia, digo. Y es que —realmente— no creo que le falte tanto a Morena para ya ser considerado —legalmente— un cartel. Aquí es cuando ya mejor prefieres que Sadako se te salga por la tele. Como si la señora de las mañanas hiciera lo propio. Pero ahí sí colapsas en posición fetal. Échenme todo el terror japonés. Mejor.

Por lo tanto, cuando ya estamos en vísperas del solsticio de verano, de noches plácidas con la testerita del patio, un güisqui on the rocks y un jazzecito. Aquí mejor echo el hilo arriba para recapitular algo sublime. Un discazo que estas semanas cumple justo 60 años de haberse «birlado» el Grammy al Álbum del Año… cuando al jazz se le miraba —aún— con la inercia del beatnik comunistoide. La primera placa jazzera en llevarse un galardón máximo. Sí, ese será nuestro colofón ante las desventuras del golpe más bajo que ha recibido la demos-kratos mexicana desde Bartlett —que no es lo mismo, pero es igual—. Era 1965. El golpe de Estado estaba recién dado en Brasil. Un coup que, a diferencia de Argentina o Chile, supo camuflarse sin una Junta. Pero, eso sí, militarizarse hasta el tuétano. Echar guitarrazo con luz bajita en lugares de poca monta, con cerveja de vasito y cachaça sin etiqueta, era automáticamente sitio de subversión. Un éxodo de alas con arpa movió a grandísimos músicos a los Estados Unidos y México. Esa microdiáspora dio como resultado un palomazo de dos desconocidos a los que más tarde se unirían otras lumbreras de la síncopa. Stan Getz era un joven saxofonista-tenor con pasado en las Grandes Bandas. Cursilero, pero fino como él solo, además de aventurero… junto con la amistad de Joao Gilberto y Antonio Carlos Jobim se agazaparon para arrojar al mundo la pólvora que necesitaba el jazz para reventar en mil efluvios fenomenales. Eso era el bossa nova. El lubricante por goteo que vino a revolucionar el jazz.

Durante este par de semanas —y las siguientes dos— hay un geniecillo de pinta estival, necesario para comprender tales fusiones… recordamos su cumpleaños y su trémulo adiós, como las cuerdas de su guitarra: Joao Gilberto. Nacido en los laberintos del pequeño municipio de Juazeiro, en el mero terruño de Bahía. A sus cuatro meses el Empire State recibía sus primeros vendavales y el Cristo Redentor de Corcovado en Río era recién inaugurado. Con el tiempo, ese pequeñín iba a adquirir el mote de «O Mito». Fue en los estudios gringos cuando vio por primera vez… un amplificador gigante, un micrófono de alta sensibilidad y otros artilugios que el Brasil militar tenía vetados, varados, ¿limitados? Cuando les pasó la mano encima —conectados— mientras otros ensayaban supo que llegó a su propia tierra prometida. Y es que Gilberto era un proscrito en aquel agitado país tropical que solo palpitaba ante las copas Jules Rimet que su jovencísimo Edson Arantes «Pelé» iba cosechando para la patria férrea. Una perilla de amplificador podría dotar al introvertido Joao de una voz latente, sin espantar. Aquellos micrófonos le facilitaron esa extraña cualidad de «cantar hacia dentro». Y si les adelantamos a Jobim —más los versos intrínsecos de Vinicius—… saber sintetizar las notas del piano a lo más artesanal.

Pero faltan un par —¿o más?— elementos para fundir esta alquimia que, una vez curtida, forjó las placas de vinilo del álbum más influyente para comprender el jazz en todas sus texturas, irmao. Todo con acento específico ejemplar a esa canción hecha embajada (Mundial): «The girl from Ipanema».

Comprender a la «nena»de Ipanema desde un vaso corto con bourbon no puede ser posible, jamás… sin la locura de momento que representó Astrud Gilberto. Yes. La esposa de Joao. Quien también hace un par de años nos trascendió a las salas open-bar de Chicago y Nueva Orleans. Fue el 5 de junio del 23, tenía 83 años y vivía en Philly. Ella es la ÚNICA «Garota de Ipanema». Hija de un migrante alemán y una mamá criolla, Astrud Evangelina Weinert creció en aquel noreste brasilero de Salvador de Bahía. El axé era una especie de pop afrocaribeño. Para sus amigas, el tinte vocal de Astrud no tenía nada… quizá un calipso atorado. Pero vibraba muchísimo. Ronroneaba. Congas y timbales podían, quizá, terminar su suplicio.

Mientras se grababa «Ipanema» en estudios, algunos detalles eran inmóviles. Joao Gilberto cantaba en portugués. Tierno, dulzón. Con una voz retráctil que de pronto se guarda en la mandíbula. Y, así, mientras esperaban a una cita fallida para probar voz en inglés… Joao llamó a Astrud al micrófono. ¡Prácatelas!

Si bien, por su formación educativa, tenía buena pronunciación y estaba bien familiarizada con la fonética anglo… nunca la había cantado. —«No importa». Gritó Joao. –«No cantes, platica, como tú sabes». Había que usar su educada pronunciación para ser la voz de la nena que habita las playas de Ipanema. Entró a grabar. Fúm. Su voz flotaba como una brisa fuerte. Se arremolinaba con la tesitura entrecortada de Joao. Y mientras esa coquetería de dos líneas idiomáticas pareciera hacerse el amor en los verdes y rojos que suben y bajan de amplificación. Fue Stan Getz quien aprovechó para aventarle una bomba de oxígeno a su saxo tenor. Se convirtió, así, en la gran sábana que acarició la sutileza brasilera —tan encantada como inocente—. Por eso se ha dicho que el coro en inglés de Astrud hizo las veces de un magnífico puente que entrecruza los metales y las cuerdas. Que interpela al ancla y a la arena.

El Stanz/Gilberto tomaba forma a poco tiempo de su estreno. Con toda la escuela lírica de Vinicius de Moraes, «Tom» Jobim le daba arquitectura a la «Garota de Ipanema» vía las teclas de un piano en síncopa suave que sabía engarzarse —casi orgánicamente— con la guitarra de Gilberto… todo casi coreografiado, para que el saxo de Stan Getz pudiera arrojar afectos y emociones que flotan por todo el estudio. Y caen debajo de la aguja… la magia está hecha. La superchería atlántica que fue recipiente de todo el candomblé o yoruba que nunca olfatearon los bergantines portugueses.

El hallazgo de Astrud marcó época y mito. Durante aquellas sesiones platicó cómo hablaba el inglés aprendido con el metrónomo implícito de sus maestros y el germano de su padre. Pero su timidez le jugó chueco y, al comunicarse vía canto, cada línea se disparaba con una sutileza de burbuja, de oído aterciopelado que quiso desplegarse en pleno canto. Era espontánea. Lírica. Se podía cansar, pero recuperaba aliento. Ahí nació su frágil encanto. El fraseo de un inglés inocente que atravesó todo el mundo.

Joao, por su parte, murmuraba lo más profundo de su pensamiento. Susurraba en la misma velocidad que su guitarra. Y dejaba los remates dentro de su boca… varios segundos hasta el final.

Por aquellos días, una espléndida caricatura sobre una pantera rosa sincopaba entre bastidores. Mancini y su jazz también expandían públicos y alcances. Y venía algo más con aquel disco. Que se llamaría Stanz/Gilberto.

Saúde! Preparados.

Deja un comentario