Claudia Ignacio Álvarez ha dedicado su vida a la protección del territorio y la igualdad de género en su estado. En un contexto marcado por la violencia y el machismo, su vida es un testimonio vívido de lucha comunitaria
La caricia del aire puro, tranquilo y calladito, serena el cuerpo de Claudia Ignacio Alvarez, mujer purépecha recia, defensora de derechos humanos, lesbiana y feminista, a quien cada paso por el sendero le ha implicado asumir una posición política ante la vida.
Los olores de la tierra, de los árboles frutales y de las plantas se mezclaron con su ímpetu y con el activismo de su padre, Juan Ignacio Cárdenas. Así curtió su piel desde que era chiquita.
Dentro, en el corazón que lleva y trae la sangre que la mantiene viva, Claudia reconoce lo que los purépechas denominan Juchari Uinapikua (nuestra fuerza), característica colectiva que les identifica: «sí, yo pensaría que soy colectividad y eso es algo muy particular que me ha venido de mi formación desde muy niña y que creo que es lo que me adentra en el activismo».
El vaivén de las aguas del lago de Pátzcuaro es un susurro en el ambiente de San Andrés Tziróndaro, comunidad indígena en la que ella nació. Creció acompañando a su padre, Juan Ignacio Cárdenas, quien trabajaba por el fortalecimiento de la identidad purépecha al interior de comunidades que generaban procesos de defensa de la tierra y del territorio. Purépechas, nahuas, mazahuas y otomíes son los pueblos originarios con mayor presencia entre los 35 pueblos originarios de Michoacán.
Claudia es una de las más de 124 mil mujeres que conforman el 52% de la población indígena en este estado. Los datos del Atlas de los Pueblos Indígenas de México del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, 2015, consignan la presencia de 99 mil mujeres purépechas.
El activismo familiar por la defensa del territorio y la identidad, fue el motivo que la impulsó a estudiar Historia en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, donde profundizó su conocimiento sobre la lucha que a mediados del siglo XIX libró su comunidad de origen para evitar se privatizara la tierra: «esto me mueve a seguir conociendo la historia de otras comunidades», confiesa.
La activista de 39 años de edad, pensaba que su vida se desarrollaría en la academia, pero el tiempo surcó para ella otra brecha que, de manera consciente, determinó transitar: la de la defensa de derechos ambientales. Fue ese camino el que, poco después le haría cursar la Maestría en Ciencias del Desarrollo Rural Regional por la Universidad Autónoma de Chapingo.
Contra la trenza de las opresiones
Ser mujer ha representado uno de los mayores retos para hacerse escuchar, además, el ser purépecha ha jugado siempre un papel importante en la vinculación de Claudia con los actores comunitarios.
Aún y cuando las mujeres son fuerza impulsora de los movimientos de resistencia indígena en Michoacán, su participación en los órganos de Gobierno comunales se ha dado a cuentagotas; ellas han debido dar batalla al interior de sus propias comunidades para ocupar espacios en los Concejos, debido al machismo que todavía impera.
En 2021, Michoacán aprobó una nueva Ley Orgánica Municipal que formalizó los autogobiernos indígenas, lo que evitó que las comunidades ejercieran su presupuesto directo a través de juicios. El Instituto Electoral del estatal es la autoridad responsable de coordinar los trabajos para la elección de autoridades vía asambleas y una de las reglas, para las 33 comunidades que hoy ejercen su presupuesto de manera directa, es conformar Consejos paritarios. Antaño la participación de las mujeres se reducía a máximo cuatro espacios.
Elisa Vallejo Gaspar maniobra para mantener quieta a su pequeña nieta que afanosa demanda la atención total de su abuela. La promesa de un jugo de durazno logra que la niña conceda la tregua necesaria para charlar.
En San Andrés Tziróndaro, cuenta Elisa, fue de las primeras mujeres en formar parte de la autoridad comunal. En 2002 ocupó la Secretaría del Comité de Bienes Comunales luego de que los hombres —quienes mayoritariamente intervenían en las asambleas— se vieron obligados a ceder espacios frente a la insistencia de las mujeres por participar.
Ella no duda que, en el fondo, los hombres aceptaron que las mujeres formaran parte de la autoridad con la esperanza de verlas fallar y así justificar lo que por años se dijo: que no estaban hechas para esas responsabilidades.
Durante su gestión en el Comité, Elisa no dio margen de excusa para que cuestionaran sus capacidades por ser mujer. Decidida llegó para ser y hacer. Su primera advertencia a los integrantes fue que no estaba ahí para tomar apuntes y recados, sino para tomar decisiones.
Con su experiencia en procesos de educación comunal, generó acciones de reflexión sobre el por qué y para qué debía darse el ejercicio de Gobierno al interior de la comunidad, pugnando en todo momento por el reconocimiento de los derechos de las mujeres.
La senda era cuesta arriba y la participación de ellas solía menguar por atender labores del hogar o del campo. Para Elisa, los obstáculos que se dan en estos procesos son semejantes a muros gruesos que hay que romper. De ahí que, años después, cuando supo que una paisana suya, una tal Claudia Ignacio, había impartido una conferencia para hablar de tierras comunales, se sorprendió y se sintió reconfortada por saber que otras mujeres de su comunidad habían tomado el mismo sendero que ella años atrás.
No pasó mucho tiempo para que el trabajo uniera a Elisa con Claudia, cuando se conformó la asociación Tzirondarhu Anapu, en el 2013. La activista mayor reconoce en Claudia la capacidad y el valor de defender el territorio y acompañar en la lucha a las comuneras y comuneros. Considera que entre ambas el trabajo fluye porque hablan un lenguaje común: «defender nuestra tierra, hablar de nuestra madre tierra, luchar por las mujeres».
En su tierra natal, Claudia ha desplegado esfuerzos en proyectos que se realizan con la asociación y con la Escuela Campesina. A partir del diálogo entre actores urbanos, académicos y personas de las comunidades, mezclan saberes tradicionales con conocimientos de la agroecología. Ella, además, integra su postura feminista, que ubica como urgente el reconocimiento de los derechos de las mujeres y visibilizar la opresión del patriarcado: «trabajamos mucho la idea de la trenza de las opresiones, que es una trenza que está compuesta por el patriarcado, por el capitalismo y por el colonialismo».
Esto les ha ayudado a identificar sus resistencias y a colocar en el centro un tema que considera muy importante: el cuidado colectivo. Reconoce que las luchas pueden llevar a las personas a un nivel de desgaste que impide desarrollar su vida, lo que resulta uno de los costos más altos que tiene la defensa de derechos humanos.
«Si no lo miramos desde una lógica de cuidado, si no lo miramos también desde el reconocimiento del papel central que tenemos las mujeres en los procesos de defensa, la realidad es que nos vamos a quedar siempre muy cortas y nos va a costar mucho seguir avanzando en esta lógica de una mirada interseccional que defiende derechos de las comunidades, pero también entiende y reconoce que dentro de las comunidades se ejercen opresiones que deben cambiarse».
En su natura de resistencia y lucha, uno de los retos más grandes para Claudia ha sido expresar públicamente ser lesbiana: «Ha sido un proceso muy lento que obviamente pasó primero por decírmelo a mí, por nombrarme, y luego ha pasado también por ir entendiendo cómo esto puede entrar en la dinámica comunitaria».
Poco a poco tuvo claro que su orientación sexual era una actitud subversiva dentro del espacio comunitario y que representaba un posicionamiento político. En ese sentido, considera fundamental entender que las mujeres son diversas y que desde sus diferencias también pueden involucrarse en los espacios de trabajo en comunidad.
Claudia tiene clara la tensión que existe entre la forma tradicional en la que se ha dado la participación comunitaria de las mujeres y estas otras formas en las que muchas jóvenes se están situando desde su orientación sexual o desde su profesión, lo que resulta en que están dejando de cumplir con el estereotipo de la «buena mujer»: «desde el ser “malas mujeres” vamos rompiendo reglas y generando, poco a poco, pasitos de transformación».
Miedo y lucha
En México y en un estado como Michoacán, más temprano que tarde el miedo sale al paso de quienes optan por la defensa de derechos como ruta de vida. El peso de las desapariciones y asesinatos de defensoras y defensores, suman carga en el ánimo de quienes libran la lucha por la justicia, el territorio y la identidad.
En enero de 2018, la defensora del territorio y cofundadora de la Ronda Comunitaria de Cherán, María Guadalupe Campanur Tapia, fue asesinada tras ser desaparecida, su cuerpo fue localizado con signos de violencia.
Al año siguiente, en el municipio de Aquila, entre Huahua y Pichilinguillo, Zenaida Pulido Lonbera, coordinadora de la Quinta Caravana Internacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas en el estado, fue asesinada el 19 de julio cuando regresaba de interponer una denuncia por amenazas en su contra.
Durante los dos primeros años del Gobierno de Alfredo Ramírez Bedolla en Michoacán fueron desaparecidos o asesinados 11 defensores de derechos.
Sí, se trata de un estado muy peligroso para ser una persona defensora de derechos humanos y Claudia Ignacio lo sabe: «el miedo es algo muy difícil de gestionar, no solamente es el miedo, es el cansancio, es la frustración que genera la situación de graves violaciones a derechos humanos y el querer fortalecer, el querer acompañar a las comunidades».
Para ella, el punto clave para gestionar el miedo es tejer redes con otras personas defensoras, hablar y generar espacios de empatía para cuidarse. En ello el feminismo tiene un papel crucial con las herramientas de cuidado colectivo que profesa.
En esta otra trenza de esfuerzos para la autoprotección, Claudia conoció a María Eugenia Gabriel Ruiz, de la comunidad purépecha de Comachuén, municipio de Nahuatzen. María Eugenia llevó el proceso legal de su comunidad para el reconocimiento del autogobierno y en 2018 logró la sentencia favorable del Tribunal Electoral del Estado. Fue la primera y, hasta ahora, la única mujer en presidir el Consejo de Gobierno Comunal. Sus ideas de Gobierno, distintas a las tradicionales, afectaron intereses que existían al interior del pueblo; la negativa de echar mano del presupuesto directo para otorgar obras o recursos sin justificación a quienes estaban acostumbrados a mandar, fue punto de quiebre.
Desde los Gobiernos municipal, estatal y federal se operó para desestabilizar el Concejo. Los rumores en contra de María Eugenia prendieron como pólvora en una parte de la comunidad, la acusaron de desvío de recursos. Fue el costo de no beneficiar a cacicazgos vinculados a la clase política estatal.
Sin María Eugenia presente en una asamblea, sus detractores la acusaron. La arenga fue tal, que comuneros enardecidos acudieron a su casa para lincharla. Ella no se encontraba ahí, pero su madre y hermano sí, quien fue golpeado hasta que una prima lo rescató resguardándolo en su hogar. El paso siguiente fue operar en asamblea para el desconocimiento del Concejo, lo que finalmente ocurrió. Con la intervención de instituciones estatales eligieron nuevos integrantes, ligados a los intereses políticos en turno.
En todo ese proceso Claudia fue punto de apoyo para María Eugenia. En cualquier mesa de negociación la acompañaba: «yo me sentía como más fuerte, como acompañada, no sola», recuerda María Eugenia. En una de tantas crisis, Claudia cimbró su ánimo con un «te queremos viva». «Ya después del proceso, para intentar calmar, tranquilizar mi espíritu, mi alma, empezamos a trabajar más temas de autocuidado, a sacar todo ese estrés que tenía acumulado. Es y ha sido ya una amistad que llegó para quedarse», confirma.
Claudia también ha encontrado el apoyo de su amiga en los momentos de mayor tensión: «las mujeres de mi vida son fundamentales porque son las que me recuerdan que debo descansar, que debo comer, estos mínimos que, en los momentos de riesgo, que en los momentos de mayor desgaste se vuelven lo básico, tú tienes que dormir, tienes que comer, tienes que estar tranquila, tienes que poder ir activando poco a poco la vida. Pero ciertamente ha habido momentos en los que las violaciones a derechos humanos han sido tan graves que una tiene que parar, y parar también es un acto político», enfatiza. E4