Después de recorrer los 140 kilómetros que comprende la ruta elegida, el viaje está a punto de terminar para la caravana proveniente de la bulliciosa Nazaret (natzrat = «vástago»), una de las ciudades más importantes de la provincia norteña de Galilea (gâlîl = «rollo», «círculo»).
Desde la recta final del camino se pueden divisar ya las modestas viviendas de Belén (beth-lehem = «casa del pan»), pequeña comunidad asentada en las montañas de Judea, distante unos 10 kilómetros de Jerusalén.
Un milenio atrás, en este pueblo de pastores nació el legendario rey David, de quien descienden José (Yosef = «Dios añadirá») y María (Miryam = «elegida de Dios»), llamados a conformar un piadoso matrimonio nazareno.
Dado su avanzado embarazo, ha sido necesario que ella viaje sobre una burra ensillada, que uno de sus futuros hijastros lleva por el cabestro. Por momentos, se le ve triste, pero en otros instantes sonríe, como resultado de la ilusión que le produce la criatura que está por dar a luz.
«Mis ojos contemplan dos pueblos —dice—, uno que llora y se aflige sobremanera (Israel), y el otro (los goyim = «gentiles»), que se regocija y salta de júbilo».
A medio camino, había pedido bajarse del animal, pues «lo que llevo dentro —expresó— me molesta al transitar». Así pues, él la hizo descender, lamentando que haya tenido que llevarla por el desierto.
Poco a poco, se extinguen los últimos rayos de sol de esta cálida tarde de octubre, por lo que la columna de peregrinos se prepara para pernoctar. La travesía de José y María obedece a que el emperador romano Cayo Julio César Augusto acaba de decretar un censo, cuya realización está a cargo del gobernador de la provincia de Siria, Publio Sulpicio Quirino.
A pesar de la preñez de la bella moza, la pareja ha tenido que ajustarse al mandato imperial de que cada persona se empadrone en su localidad de origen. Si bien José decidió inscribir incluso a sus hijos, no sabe cómo hacerlo en el caso de su compañera, de apenas 14 años, con quien todavía no se casa.
«¿Cómo la empadronaré? ¿Cómo mi esposa? No. Tampoco como si fuese mi hija, pues todo mundo sabe que no lo es. En fin, que sea el Señor quien, llegado el momento, me revele lo que debo hacer», musita el viejo constructor, mientras el día fenece.
José, además de contar con dos hijas, cuyos nombres son María y Salomé, tiene cuatro hijos, llamados: Jacobo, José, Judas y Simón.
Habiéndose separado de la caravana, justo cuando están por arribar a su destino, el alumbramiento de la joven empieza a anunciarse como un hecho inevitable.
Al no haber encontrado una morada disponible en el pueblo, a José no le queda más alternativa que usar como refugio una oscura gruta subterránea, ubicada en las inmediaciones de Belén, en la que se apresta a introducir a la joven.
Gracias a cierto fulgor de naturaleza divina, la caverna permanece iluminada día y noche, de modo que la familia no necesita lámparas o antorchas.
Dejando a sus hijos en la entrada de la cavidad, José se dirige a Belén, en busca de una partera, poniendo constantemente en el cielo su mirada y sus oraciones. En el trayecto siente que todo a su alrededor se paraliza, como si el tiempo se hubiese detenido.
Y, he aquí, una anciana que desciende de Jerusalén, de nombre Zelomi, quiere saber quién está por dar a luz en la gruta, según se ha corrido la voz.
«Es María, mi desposada», le aclara José, a lo que la comadrona responde con otra pregunta: «¿Entonces no es tu esposa?».
«Luego que fue educada en el templo —le informa—, me fue dada por mujer, pero sin serlo en realidad, pues ha concebido por virtud del Espíritu Santo (Rúaj HaKodesh)».
Percatándose de su incredulidad, la invita a entrar al refugio, que por fuera luce cubierto por una especie de nube luminosa. Ante el asombro de Zelomi, la nube se retira de improviso, quedando la fuente de luz que invade la caverna. De esta luminiscencia surge, poco a poco, la inconfundible figura de un bebé, que no tarda en asirse de un pecho de su madre para alimentarse.
Así fue como María trajo al mundo a su hijo, rodeado por ángeles que aún declaran: «¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!».
Cariñosamente, envuelve a su primogénito en pañales, y lo acuesta en un pesebre, resignada a no contar con un alojamiento adecuado.
En algún momento del nacimiento, Zelomi tomó el cordón umbilical del niño, lo puso en una pequeña redoma de aceite de nardo viejo, y encomendó su preservación a un perfumista, hijo suyo, a quien prohibió vender la invaluable reliquia.
Presa todavía de la sorpresa y del júbilo, la partera sale de la gruta para encontrarse casualmente con Salomé, otra comadrona, a quien le cuenta que «una doncella parió de una manera fuera de lo normal».
«Después de alumbrar, sin dolor, sus pechos se llenaron de leche. El nacimiento no se manchó con flujo de sangre. Lo más asombroso es que parió virgen, y permanece virgen», narró Zelomi.
«Por la vida del Señor mi Dios —replica Salomé— que, si no pongo mi dedo en su vientre, y lo examino, no creeré que una virgen haya parido sin perder su castidad».
Entonces, Salomé pide a María que le permita verificar los hechos, pues “no es insignificante la discusión —le dice— que hemos tenido a costa tuya». La muchacha accede de buena gana.
Tan pronto como coloca su dedo en el vientre, lanza un alarido, y exclama: «Castigada es mi incredulidad impía porque he tentado al Dios viviente; ¡mi mano se ha secado, la consume un fuego y se separa de mi brazo!».
Acto seguido, se arrodilla y ruega a Dios que aleje ese mal y detenga su sufrimiento. En eso, se aparece un ángel que le hace saber: «Salomé, el Señor ha atendido tu súplica. Acércate al niño y tómalo en tus brazos, pues de ese modo recuperarás tu salud y tu alegría».
Al acogerlo en su seno, experimenta un deseo irresistible, según confiesa, de postrarse ante el bebé, convencida de que «un gran rey ha nacido para Israel». La mujer termina por adorarlo y, al tocar sus lienzos, su mano se reconstruye.
Ocurrido el milagro, Salomé sale de la gruta, no sin antes recibir la orden divina de que no diga a nadie lo que atestiguó, sino hasta después de que el niño halla pisado Jerusalén. Pero la mujer hizo todo lo contrario, logrando que muchos crean a su testimonio.
Mientras tanto, numerosos pastores aseguran haber visto, al filo de la medianoche, una hueste de ángeles cantando un himno, loando y bendiciendo al Eterno, diciendo que ha nacido «el Salvador de todos», es decir, el «Cristo» (māšîah = el «ungido»).
Tres días después del parto, se ve a María salir de la cueva y entrar en un establo para colocar en un pesebre al niño, a quien un buey y un asno se acercan para reverenciarlo.
De este modo, se cumplió lo que cientos de años atrás vaticinó el profeta Isaías: «El buey ha conocido a su dueño y, el asno, el pesebre de su Señor». También se materializó lo que se predijo en voz del profeta Habacuc: «Te manifestarás entre dos animales».
En medio de estos y otros acontecimientos prodigiosos, José, María y el pequeño permanecieron tres días más en ese lugar.
Justo en el sexto día, salen rumbo a Belén, donde pasan el sábado. Al octavo día, circuncidan al bebé, «conforme a la ley del Señor», poniéndole por nombre «Jesús» (Yeshua = «salvador»), como lo dispuso el ángel al anunciar la concepción.
En los oficios, el justo y piadoso Simeón, hombre de gran edad que esperaba el cumplimiento de la promesa de un redentor, toma al neonato en sus brazos, y declara:
«Ahora, Señor, despide a tu siervo en paz, porque mis ojos han visto la obra de tu clemencia, que has preparado para la salvación de todas las razas, para servir de luz a todas las naciones, y para la gloria de tu pueblo, Israel».
Transcurridos dos años, José presencia un gran alboroto en Jerusalén, con motivo de la extraña llegada de unos magos venidos de donde nace el Sol, cuyos nombres se desconocen.
Con mirada atónita, los lugareños escuchan la pregunta de los enigmáticos visitantes: «¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Su estrella hemos visto en el oriente y venimos a adorarlo».
Al llegar el asunto a oídos de Herodes el Grande, rey de Judea, este hace que los forasteros acudan a él, a fin de interrogarlos, lo cual lleva a efecto, en presencia de los sacerdotes.
Algunos de sus cuestionamientos eran de esperarse: «¿Qué está escrito del Cristo? ¿Dónde debe nacer?». A esto, los visitantes le responden: «En Belén de Judea, así está escrito».
«Hemos visto su estrella, extremadamente grande, brillando con gran fulgor entre los demás astros, eclipsándolos, hasta hacerlos invisibles». Con firmeza, añaden: «Por tal señal, hemos reconocido que un rey ha nacido para Israel, y venimos a rendirle tributo».
Posteriormente, Herodes, visiblemente turbado, pide a sus siervos que busquen al niño, «y si lo encuentran —les instruye—, avísenme para que yo también vaya a adorarlo».
Evidentemente, el jerarca no está interesado en homenajearlo, pues piensa que en Judea no hay más rey que él.
Al salir del palacio, los sabios vuelven a encontrarse con la estrella, que de inmediato los conduce a donde están la criatura y su progenitora. La luminaria se detiene sobre la casa, cuyas puertas se abren para que los magos entren en ella. Una vez dentro, descubran, maravillados, al recién nacido en los brazos maternos.
Luego, sacan de entre sus equipajes valiosos obsequios que entregan a José y María. Asimismo, uno de ellos ofrece como presente al pequeño tres libras de oro, el otro, tres libras de incienso y, el tercero, una cantidad igual de mirra.
Advertidos por un ángel de que no volviesen a Judea, los visitantes regresan a su país, pero por una ruta diferente a la que los condujo a Jerusalén, para que no los pudieran localizar.
Percatándose del engaño de los sabios, Herodes ordena, enfurecido, que sean asesinados todos los niños menores de dos años.
Al comenzar los degüellos, María simplemente envuelve a Jesús en pañales y lo acuesta en el pesebre de bueyes donde lo puso cuando nació.
José ya había sido advertido sobre la matanza, en virtud de lo cual recibió de un ángel la orden de huir con María y el niño a Egipto, «por el camino del desierto».
Así pues, al canto del gallo, el anciano se levantó y se puso en camino, llevando consigo a su familia, con la encomienda de no regresar sino hasta la muerte de Herodes.
La masacre trajo a la memoria del pueblo las palabras del profeta Jeremías, quien, en nombre de Dios, vaticinó: «Se oye un grito en Ramá, lamentos y amargo llanto. Es Raquel, que llora por sus hijos y no quiere ser consolada; ¡sus hijos ya no existen!».
Isabel, para salvar también a su hijo, Juan (identificado en las Escrituras como la «voz del que clama en el desierto»), lo escondió dentro de una montaña, tras abrirla por el poder de un conjuro que ella misma le habría lanzado.
Seguramente en los anales sagrados se leerá acerca de este prodigio: «Y había allí una gran luz que los esclarecía, y un ángel del Señor estaba con ellos, y los guardaba».
Después de vivir tres años en Egipto y de hacer milagros en diferentes pueblos, José, María, Jesús y los hijos de su padrastro regresaron a Israel.
Fue en Nazaret donde el muchacho fue creciendo en estatura, gracia y sabiduría ilimitada, despertando el asombro y admiración de los depositarios de la ley mosaica.