Una cosmovisión para Paquita… dos patas

Cuando aún vivía en la Ciudad de México, ya en los últimos tirones antes de regresar a la mera cepa saltillense, tocó trabajar en una casa editorial de raigambre y octogenaria sede de «antiguo» colegio (y niñas fantasmas). Ahí había viernes de convivencia. [É]ra(mos) una tribu ecléctica compuesta por cocineros, curas, diseñadores. Y más. Al mes fui —por fin— invitado a esos rituales que coronaban la semana. Se peregrinaba, a pie, en la misma colonia: Santa María la Ribera, justo enfrentito de la [innombrable] Guerrero. Por allí nos metíamos a los viejos salones de ficheras —ya sin servicios aquéllos, pero aún activos la vitrola y los barriles—. Mientras subían las escaleras, mis compañeros —parroquianos de alcurnia— ya iban estableciendo el ambiente de la tarde-noche. ¡Listo! ‘Ahí están las seis cervezas’, decía un mesero con esmoquin. Era 2015. Ahí estaba la rocola. —¡¿Qué onda, unas de Paca, ¿o qué?!— decía con gesto travieso, sublevado y feliz un amigo jesuita. Y sí. Ahí pude, finalmente, zambullirme a la cosmovisión de aquella diva que —antes— para mí era una señora veracruzana que cantaba rancheras con corte de pelo de barbero… como los de Richard —de feliz memoria—, en Saltillo, a donde fui unos 18 años seguidos.

Paquita la del Barrio es juglar. Como en las cantinas donde empezó a tirar pulmón allá en la colonia Guerrero. Paquita es de culto. Es preagenda. Es protoemancipación. Lleva un copete perenne. Carga con pura tesitura un discurso impoluto contra las vocecillas incendiarias del grafiti púrpura.

Hace dos semanas, Francisca Viveros emitía un último suspiro tan mordaz para dejarla dormir en paz. Estaba en su casa de Xalapa. Tenía 77 años. Llevaba un par de años arrastrando unos contrahechos achaques producto de una embolia empoderada con rastrera diabetilla.

Nació el miércoles santo de 1947. Era un clima aéreo en donde Harry Truman y Miguel Alemán se hacían recíprocas visitas ante el espantajo diplomático de los cien años de la guerra-intervención del 47… ahí donde las estrellas con barras del rojo más azul ondearon en el Zócalo. Y en Chapultepec. Diego pintaba el «Sueño de una tarde dominical en la alameda central» en el Hotel del Prado. ¿Y Dios? Ya no se supo si existió o no. Hubo más borrones que cuentas nuevas. Pero Moncayo dirigía la Sinfónica Nacional y eso era el huapango hecho institución… qué belleza.

Dolores Del Río era el arquetipo de la filosa, pero sacra mujer mexicana ante todo occidente. Paca era Paquita. Tal cual. Juan Orol —el Ed Wood mexicano, con el perdón— enfrentaba a charros y gánsters. Pero de Nosotros los pobres emergía a rayas el Pedro Infante del que una pequeña Francisca Viveros de 10 años bebería —junto con Antonio Aguilar— para forjar color, voz y acentos. Agustín Lara y María Félix ya se brincoteaban. ¿Y qué tiene? Y los mambos de Pérez Prado escandalizaban a las ligas de la decencia por posturas pecaminosas. Aquel era el éter de Francisca. Una mujer enorme y monumental que, al crepitar de sus años iba a figurar —incluso— como cantante nominada a los pequeños gramófonos áureos que se llaman Grammys.

Su versatilidad y fidelidad «generosa» será clave en esta catapulta que hace «patitos» desde las lagunas del Alto Lucero veracruzano, a la colonia Guerrero y de ahí al conciero bilateral. Y es que la ranchera allí estaba. El verdadero folk de la revo-lucha que le encrespa la furia al statu quo. Pero sin repartir sables ideológicos. Su mariachi tocó, limpio. Se engarzó con un bolero más veracruzano, en vez de la Bahía de Cochinos.

Sin agenda, sin etiqueta en espectacular, Paquita bien se definió como dama proscrita por antonomasia. A su manera. «—¿Me estás oyendo, inútil?—». Los machos recibían el peso de los sendos sacos. La dialéctica sexual mexicana se encaramaba en canciones populares que fundían acordeón, mariachis, requintos y un vibrato de contralto femenina que recalcificó las «…paaaaaataaas…» de algún desgraciado. Para siempre. Todo junto en lo que los mentados subsistemas de Luhmann llaman un reduccionismo. Sí. La infusión del tal Regional Mexican con el que Spotify busca categorizar lo incomprensible. Y lo incompatible. Como los hombres y las mujeres que deambulan por esa cosmovisión de Paca. Con sabor a huachinango, café negro y la mordida atroz, pero crujiente de un chile jalapeño. Que salpica, hidratado.

Antes de llegar a las cabinas de Emilio Estefan, por ejemplo, tuvo dos esposos. Un tal Miguel que la hizo fugarse de casa. Ella con 15. Él de 44. En casi 10 años, como burbujas flotaron dos hijos. ¿Después? Él se fue. Porque estaba casado. Bicós yes. Después vino Alfonso, con quien pasó más de 30 años… hasta la muerte de él. Experimentaron triste resultado con sus propios pequeños. En 15 días —con Navidad de por medio—, Paquita perdió a su madre y a sus gemelos. Y, uno puede identificar, ahora sí… de dónde provienen esas notas que parecieran trémulas entre la firmeza. Y que, por supuesto, no vinieron a caricaturizar a ningún movimiento oportuno. Como Chavela: esto se forja en cantinas y a costa de tequila y dolor.

Fue hasta el 86 cuando Televisa puso la alfombra… y Columbia Records recogió la perla. Se trataba del talante femenino —¿feminista, ya?— ¿Serio? En efervescencia. Genuino. Sin salpicar. Y es que las canciones de Paquita son relatos —«Tres veces te engañé»— que provienen de su propia narrativa… de carne, hueso, entraña y bilis. Y sí, están puestas al servicio de cualquiera que las escuche. Pero banderita no han de ser. Hoy menos que ayer. Porque ella justo sobrevoló en un ambiente donde la Chiquiti-Boom de la Carta Blanca para el Mundial de México delineaba el torpe estereotipo del entretenimiento a costa de una chava —Mar Castro—, en este caso.

Su emancipación fue contemporánea a Timbiriche. Uj. A Flans y a Yuri. A Mijare(s)* y a Miguel Bosé. *Es nada más uno (Un Mijare). Afortunadamente. Y para acabarla… en la tele ya estaba la Quinceañera con Adela Noriega y una jovencísima Thalía. Tremenda corte compartir tribunal y sala de guerra con los protagonismos ochenteros. Y acá en México, ni a Lionel Richie perdonaron. Porque su single mutó —en contexto cervecero y mundialista— a seis you, seis me. Y compramos dos six packs. Pero, incluso ahí estaba el chiste. Paquita no habría de cobrar en polvo y colorete.

Voz subrepticia de cantina. Presencia copetil y lentejuelesca. Kitsch, si qusiéramos. ¿Como ir a Suburbia? Quizá. En 2001 bajó su Taco placero al estreno. En ese álbum se encontraba la ya icónica «rata de dos patas». Eran días donde un secretario del Trabajo se escandalizó porque «los jovencitos» leían Aura en secundaria y prepa. Joya fantasmal que siempre iba a edificar más que el manual de silicios del Opus Dei… y tal. Después Chente se fue con botas de charol a Madrid a cenar con los reyes de España. Aparecieron los celulares Pegaso. Y, si bien Fox se aventó una hoja de bestiario que iba de Borges a Borgues… pues eso era nomás juego de chavos: contra el «infraestroctchor» de EPN o el luminoso «¡Fuchi caca hhh..!» de AMLO.

En ese contexto revoloteó aquel macho roedor antropomórfico. Y la logró. Sin algún marcaje personal. Y con el desparpajo de emitir su opinión ante los matrimonios homosexuales: completamente desmarcada de una línea o dos. Porque no es su chamba ni la de tantos más. No es a fuerza ensartarse bisagras en los ojos como La naranja mecánica, para aparentar estar ¿despierto? ¿Awake?… W…

La semántica es fantástica. Me acuerdo —también— que en quinto de primaria estaba en un club con unos amigos para recopilar animales venenosos en frascos y mochilas. Y nos recae, a todos, esta pieza ya clásica para el catálogo. Y hubiera sido himno de aquellos batiscafos con 11 años. «Rata de dos patas. Adefesio mal hecho. E(x)pectro»[sic] del infierno. «Sabandija. Alimaña. Culebra ponzoñosa. Bicho rastrero. Maldita sanguijuela. Maldita cucaracha».Es prosa única. De culto. Y sin membretes. Afortunadamente.

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