SEGUNDA DE DOS PARTES
La penúltima versión del tirabuzón calibre Valenzuela fue probada con el equipo mayor durante el último mes de la temporada 80. Ahí Fernando entraba como lanzador de relevo a limpiar la zona. Funcionó. La siguiente temporada se planteaba ya con el mexicano de 20 años en la rotación estelar de pitchers abridores para los Dodgers. El entrenamiento primaveral previo al arranque de la campaña 81 fue crucial. Valenzuela afinó —y afiló— los últimos detalles del tornillo volador. Todo debido a que la ejecución del screwball tiene ligeros cambios con los lanzadores zurdos. Siniestro, Fernando finalmente supo cómo rotar el último empuje de la pelota para ser propulsada según las agujas del reloj. Y no al revés, como los pitchers diestros que encañonan contrario a las manecillas. Tales detalles técnicos finalizaron con la definición del dibujo corporal de despegue. El resultado fue una suerte de coreografía que —hacia la mitad del envío— se detenía una fracción de segundo para erguir la mirada al cielo. Es fecha: nadie supo por qué incluía ese mecanismo. Se llegó a decir que Fernando, así, invocaba a los Ángeles. Para que llevaran sus lanzamientos al destino seguro: al guante de su receptor. Había llegado el momento para debutar oficialmente desde los albores de la temporada.
Para los entonces propietarios del club californiano —la familia O’Malley— había llegado la pieza faltante: un mexicano talentoso. Alguien capaz de conectar con la gigantesca población latina de L.A. y su área metropolitana. Desde la mudanza Brooklyn-Los Ángeles de los Dodgers del 62… no podía negarse que un espesor de resentimiento estaba suspendido sobre la región. El descontento involucró a todos los méxico-americanos, latinos, italoamericanos —y un fragmento de la comunidad china— que fueron desplazados de sus propiedades para dar paso a otros proyectos urbanísticos de aquel creciente L.A. sesentero. Los nuevos terrenos del Cañón Solano supuestamente iban a ser lienzo para un complejo de casas de lujo. A la hora cero, un cambio en la legislatura del condado modificó los planes. En ese promontorio con privilegiada vista al Greater Los Angeles —Ventura, San Bernardino, Riverside— iba a construirse el nuevo Dodger Stadium. Fueron casi 20 años de fermentar una dinámica separatista y contradictoria. Mientras que el llamado fan-base de joven equipo angelino se cohesionaba como una afición blanca-protestante (con toponimias de santoral) de clase acomodada… los primeros coterráneos de esos predios —mexicanos, chicanos, latinos— pasaban por allí con indiferencia fantasmal. Entre ellos había incluso remanentes que la frontera se los «comió» —de forma ancestral— después del tratado de Guadalupe-Hidalgo, tras la desastrosa intervención gringa del 47 decimonónico.
Arropado por la magia de su tribu —y al ataviarse en aquella franela blanca de cursivas azules—, Fernando era augurio puro en la forma de un correoso mexicano con 20 años y una temporada por delante. Un día antes del primer juego de la temporada, el mánager Dodger, Tommy Lasorda, revisaba su hoja de pitchers… ya que la opción dos se acababa de tironear una pierna. La opción uno tenía lesión de codo. La tres: virus. La cuarta: uña enterrada… quedaba Fernando. Lasorda se acercó y le dijo: «No tenemos pitcher para mañana». Con el poco inglés que hablaba, se rascó la abundante cabellera oscura y le dijo: «Yes». Eso le bastó a Lasorda. Valenzuela estaba listo para ser —como novato— la serpentina del Opening Day y orquestar a la defensa Dodger desde el montículo. Y así fue. Con sorprendente desenfado le tiró un shutout —las nueve entradas lanzadas, y su pizarra en cero carreras admitidas—… una blanqueada, como decimos acá. Se la propinó a los Astros de Houston. Eso fue un 9 de abril. Y esa iba a ser la constante… hasta octubre: blanquear, ruta entera de nueve innings, tirabuzones terroríficos. Poco a poco, los niños se peleaban las tarjetas Topps y Fleer de Valenzuela, aun y con las orillas desgastadas. Daba igual. Los ratings de la radio oficial en español subieron cinco puntos en cuestión de dos meses. Y el «milagro mexicano»: paulatinamente, al estadio aterrizaban grandes cuadrillas de latinos que querían ver al pitcher que miraba al cielo antes de tirar. Como estadística, hacia la mitad de la temporada, la asistencia a un juego de temporada regular rondaba —en promedio— los 42 mil 500 aficionados. Los días que la rotación marcaba que Fernando iba a abrir juego, la cifra promedio llegaba a 48 mil 400 fans. Era una línea de casi seis mil espectadores. Empezaba, allí, el fenómeno: la Fernando-manía.
El 34
Era un rito. Valenzuela abría para los Dodgers. Desde temprano se abalanzaba la afición. Lo querían ver mecanizar en su calentamiento. Se convertía en un espectáculo. El sistema de audio del estadio buscó qué reproducir. Reinmortalizaba, así, aquel hit de unos cinco años atrás que el cuarteto sueco ABBA colocó en los Billboards. Compuesta por Benny y Björn para la voz de Anni-Frid Lyngstad, la canción versa sobre una nostálgica remembranza que remueve memorias de la Revolución Mexicana. Y volvía a escucharse de costa a costa. L.A. – N.Y. Otra vez. Era «Fernando». La Fernando-maníase había consolidado. Para mayo del 81, su balance estaba en ocho juegos abiertos con victorias consecutivas. Siete habían sido de «ruta completa» a nueve entradas. Y cinco fueron blanqueadas. Su porcentaje de carreras admitidas rondaba un tétrico 0.50. No promediaba ni una carrera completa permitida. De otro planeta.
Ya era Fernando-Fever cuando una joven invadió el terreno. Trotó hasta el montículo y le plantó un beso al sonorense con sonrisa de niño travieso. Llevaba puesta la clásica manga de raglán beisbolera con un ya icónico 34 en la espalda. Igual que Fernando. También aquella sonrisa se multiplicaba vía cajas de cereal. Fernando era la imagen de los clásicos Corn Flakes de un gallito. Cuando llegó el Juego de Estrellas, no hubo duda quién iba a ser pitcher abridor para la novena representativa de la Liga Nacional.
Como todo empezó, pronto llegaba a la antesala. Con octubre arribó la postemporada otoñal. Los Dodgers batieron, como Fernando, a los Astros en la serie divisional. Harían lo propio con los Expos de Montreal por el gallardete de liga. Y, como en las marquesinas de cine se anunciaba el episodio V de La guerra de las galaxias… tocaba enfrentarse al «imperio que contraataca». Una vez más. Llegaba la oncena Serie Mundial contra los Yanquis de Nueva York. La décima había sido tres años atrás, cuando N.Y. fulminó a tablazos a su archirival en Los Ángeles. Pero, ahora, existía Fernando. Tuvo que existir. Porque, en el Bronx, los Yanquis se birlaron los dos primeros juegos de la serie. Fernando estaba programado para el juego 3: un 23 de octubre, de vuelta en L.A. Valenzuela comenzó nervioso. Para la tercera entrada, Nueva York ya ganaba por tres carreras a cero. Su colega de batería, el catcher italoamericano Mike Scioscia, pidió tiempo y se puso de pie. Se acercó al chamaco de 20 años que estaba lanzando un juego crucial de Serie Mundial… y que hablaba muy poco inglés. Pero con Scioscia se entendía bien en una especie de «itañol» con goteo anglosajón. Se calmó. Afiló el tirabuzón. Y comenzó a colgar ceros. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… llegaba a la novena entrada con casi 150 lanzamientos ejecutados. Uno fuera, otro fuera. Quedaba Lou Piniella. Lo sacó vía los tres strikes. Ponche y out 27. Los Dodgers regresaban a la serie con su primer juego ganado —y lo harían tres veces consecutivas más—. Aquella noche, mientras el equipo se arremolinaba en torno a Fernando, todo México estaba prendido a la televisión. De aquella histórica transmisión de Televisa brotaron las ya inmortales palabras del gran cronista Pedro «el Mago» Septién: «¡Bravo por ti, Fernando! Eres, en el beisbol: oro, mezquita, basílica y cactus. Suena esto a mariachis, a jarabes, a copal y a cera. Eres un jugador que tiene el pincel en la mano y la luz en el alma. ¡Nunca olvidaremos esto!».
El 28 de octubre, en el viejo Yankee Stadium de la 161 y River Avenue, los Dodgers iban a terminar lo que Fernando comenzó desde abril de ese espectacular año: ganar. Y lo hicieron frente a los bombarderos de Reggie Jackson. Fue la última vez que se completó esa hazaña, ¿cierto?
Las Ligas Mayores arrojaron el balance. Fernando Valenzuela era nombrado Novato —Rookie— del Año. ¡Y! trofeo Cy Young al Mejor Lanzador de la Liga… algo que solo pasó esa vez. No ha vuelto a suceder. También se llevó el Bate de Plata con un porcentaje de bateo inusual para un pitcher. Fernando lo hacía todo bien. Lideró la Liga en ponches (180), en blanqueadas (8) y en juegos completos (11).
24
Esta última Serie Mundial concluyó el 30 de octubre. A los Dodgers les bastaron cinco juegos para aniquilar al imperio neoyorquino. Y lo hicieron en un distinto Yankee Stadium… uno que no habían conquistado aún. Habían pasado 43 años. No creo que haya sido todo fortuito. Hacía ocho días el corazón de Fernando parecía que había dejado de palpitar. Pero tenía una travesura pendiente. Lista para su cumpleaños, una alegre calaca cinceló con mármol panteonero la historia del 2024. Desde el Más Allá. Y todo quedó listo. Porque tras la victoria, y un día de viaje, los Dodgers festejaron con desfile en Los Ángeles exactamente el 1 de noviembre. El Happy Birthday se escuchaba en cada cuadra. Y también la Celebration de Kool & The Gang… aquel hit directo desde 1981.