Valenzue(L.A.), el sermón del montículo

They were shining there for you and me.

For liberty, Fernando.

PRIMERA DE DOS PARTES

Cuando se supo que el Clásico de Otoño de este 2024 iba a ser —por enésima— el ya mítico (des)encuentro Dodgers contra Yanquis, todo parecía resuelto. Los Ángeles y Nueva York. El cálido sur de la costa Oeste. Y el cierzo de los puertos viejos al norte de la East Coast. La cinematográfica juventud californiana. O la histórica apertura de una tierra que iba a redefinir el sentido de la migración en el siglo XVII. Los botes que cruzaron un océano con las ideas del único mundo probable. Para verterlas y mezclarlas en uno Nuevo. Quizá tres siglos tomó el proceso civilizador que, más o menos, consolidó a unos «Estados» «Unidos». Sin reyes ni reinas. En persecución de libertades. Al grado que se dieron el lujo del entretenimiento. El tiempo ¿libre? Y escrito está que —por su incierta vastedad estadística— el gran pasatiempo americano se llama beisbol. Por eso parecía que el relato que cabe en estas líneas iba a ser un anecdotario de ganadores y perdedores. Como cada octubre de World Series. Pero ocurrió algo que rompió cursos y cambió libretos.

Fue el 20 de octubre cuando los Dodgers de Los Ángeles conseguían entrada a la Serie Mundial, como abanderados por la liga Nacional tras dejar regados a unos rijosos Mets. Así, el escenario reapuntaba a New York. Ir: de Queens… al Bronx. Hallar al viejo enemigo de rayas casi negras. Todo parecía listo para otro capítulo en la rivalidad más añeja y más inscrita en la historia de Ligas Mayores.

Faltaban tres días para cantar el play ball! de la serie número 12 entre Dodgers y Yanquis. Número que se remonta a 1941 cuando por primera vez chocaban para definir a un campeón. La 11 —la más reciente— distaba a 43 años: 1981. Ahí en donde un peculiar personaje fue revolucionario artífice de la tercera victoria —en 11 series— para la festiva marea azul rey. Ocho títulos se los habían arrebatado los bombarderos en azul marino: tonalidad de la medianoche atlántica. Tras el mágico 81, en 2024 una nación dividida —azul y rojo— se frotó las manos para medir probabilidades: ¿el cuarto trofeo para Los Ángeles?, ¿o el noveno neoyorquino? Pero mientras espumeaban las apuestas, algo rompió el ritual. El 22 de octubre una bengala lóbrega dio las noticias.

En un hospital de Los Ángeles se detuvo el reloj que hace a las leyendas. Ésta se llama Fernando. Nunca necesitó apellido. Como Babe, Jackie o Sandy. Ruth, Robinson, Koufax. De N.Y. a L.A. Siempre.

Del 81

Una década explosiva y de carácter adolescente se desperezaba entre fluorescencias. Ese despertar venía acompañado de millones de televisores. Ya no eran un lujo, como antes. Se trataba de un artefacto asequible que iba a ser condecorado como nuevo familiar inamovible de cada sala y hogar. Fue a través de esa caja de luz que se pudo atestiguar el despegue supersónico de un muchacho mexicano en las Grandes Ligas del beisbol estadounidense. Orbitaban —alrededor de él— una serie de acontecimientos y relatos que trasegaban al telón de los 80.

Aquel año 81 chisporroteaba de petróleo con todas las monedas en el aire. El chorro se hacía grandote y se hacía chiquito. Y sí. Estaba de mal humor. Con pinzas, el presidente López Portillo se las ingeniaba —a costa de quién sabe cuántas canas— para decirle a Fidel que «no viniera». Porque, en la otra línea, Reagan condicionaba la presencia de EE. UU. en la cumbre internacional de Cancún. Si el comunista barbudo se asomaba: él se retiraba. Una esgrima de bocinas… quizá la versión continental del «teléfono rojo» Washington-Moscú. Por fin, acá estuvo Mr. President. Y con toda la tropa: Thatcher, Mitterrand, Trudeau (…el papá), y muchos más. Inolvidable la postal de la Dama de Hierro británica con vestido hasta el cuello de completo. Oscuro. Y en el Caribe mexicano. Cuando todos se fueron, hubo que darle el premio de consolación a Castro: con banquetito en Cozumel aparte.

Fernando era un chavo bien embarnecido. Nació en la víspera del Día de Muertos de 1960, prácticamente —calendario adentro— junto con el Macario de Roberto Gavaldón: la cinta que iba a llegar a Hollywood como el primer filme mexicano nominado al Óscar en la rama de Mejor Película Extranjera. Último hijo —el décimo segundo— del hogar forjado por doña María y don Avelino. Pareciera que, cuando se encarna un modelo bíblico familiar —como extraído del Génesislos milagros rondan a la tribu. El benjamín de los Valenzuela nunca vio las repeticiones de El Llanero Solitario. Porque había que trabajar tierra y jugar beisbol. Etchohuaquila lo vio crecer en fuerza y destreza… con el lado izquierdo. Por sus venas corría la sangre yoreme de los mayos, pueblo sagrado en los valles cercanos a Navojoa, al tajo del meridión sonorense que peinaron los jesuitas y su Padre Kino.

A los 16, Fernando ya pichaba en el invierno de la Liga del Pacífico. Precisamente con sus Mayos de Navojoa. Para 1979 había atravesado el país. Ahora lanzaba para los Leones de Yucatán en Liga Mexicana. Tenía 18 años cuando un desconocido emergió del graderío. Observaba, sorprendido, hacia la lomita que ocupaba el joven pícher. Envío tras envío, el misterioso visitante se movía entre las butacas. Cada vez estaba más cerca del terreno. Quería oler el polvo de lo que sucedía. Su sombrero panameño le ocultaba el rostro, y solo dejaba ver un mostacho corto pero tupido… esa silueta. Era Mike Brito, el legendario cazatalentos de los Dodgers. Con desparpajo de aire cubano se llevaba las manos al rostro. Se tallaba los ojos incrédulos. Ya no existía el shortstop que supuestamente iba a probar. Ahora sólo había tramoya para rever en hipnosis la extraña cadencia con la que el zurdo de Sonora preparaba cada lanzamiento.

Palabras y cifras menos a más: la organización de los Dodgers iba a adquirir los servicios de Valenzuela. Firmó un contrato de medio millón de dólares (en valor actual) y voló a la «alta» California que alguna vez fuera tan virreinal y mexicana. Ahora en la vieja misión de Santa María de los Ángeles proliferaban studios, trazados con celuloide rodante a 35 milímetros: Universal, Disney, los hermanos Warner… todos desplegados en los mismos caminos que peregrinaron tantos frailes. De Santa Mónica y Malibú, vía el downtown, hasta Long Beach… esa cuenca del Pacífico absorbía brisa para decirle «welcome!» a Fernando. Había llegado a LA—La—Land. Rápidamente se introdujo al característico sistema de granja de las organizaciones de Liga Mayor. De la A plus a la A doble, el muchacho de Etchohuaquila se paseó por varios estados cercanos. Así escalaba las diferentes sucursales de los Dodgers, que se esparcían como semillero base.

No es sencillo llegar a las mayores; no cualquiera completa esa ruta. Por allí sobrevolaba un Valenzuela. Se le asignó ampliar su repertorio de lanzamientos con una pichada más. Se trataba de un disparo con alto grado de dificultad. Pero que —bien ejecutado— se convertía en señuelo incisivo para todo tipo de bateador. Era el temible tirabuzón… o screwball. Se le enseñaron los pasos. Y él —solo— lo adaptaba a su cuerpo y a la mecánica de su brazo izquierdo. Fue un proceso de poco más de un año, a golpes de hombro y a costa de prueba, error, y regalar bases. Llegó un momento en que aprendió a descifrar la imaginaria zona de strike y dividirla en pulgadas con los ojos. Era un tiro tan artesanal como rebuscado. Poco a poco quedó plasmado en un algoritmo que activaba al cohete secreto. Era capaz de volar con un viraje simultáneo que nublaba las costuras rojas de la pelota blanca. Un picheo disfrazado e imposible de leer: era una mancha en movimiento… a dos velocidades. La pesadilla de los maderos estaba casi lista para desplazarse, espectralmente. Ahora sí, en las Big Leagues.

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