Si mi amigo, el filósofo Gabriel Castillo Suárez, viviera aún, la culminación del sexenio lopezobradorista hubiera sido motivo de un encendido debate entre ambos. Yo hubiera gritado a los cuatro vientos que ¡por fin el día llegó!, el fin de un sexenio mediocre que dejó escasos resultados y, en cambio, muchos cuestionamientos de por medio que no encontraron, ni encontrarán, respuesta. Luego hubiera seguido con el titubeante comienzo de una nueva administración a la que parece pesarle demasiado el legado maldito del que se fue con más pena que gloria.
Pero mi amigo Gabriel ya no está y, naturalmente, no cederé a la seductora tentación de subirme al tren de los que comentan la partida de uno y la llegada de otra, sólo para estar a la moda y no desentonar.
Y no lo haré porque esto no es cuestión de cambio de poderes. Lo que está en juego en esa transición no es asunto de personajes sino algo de mucha mayor importancia que tiene que ver con el tipo de democracia que padecemos, tan carente de ciudadanía, pero con una presencia marcadamente de individuos convertidos en entidades de poder.
La concepción de la democracia moderna supone como valores supremos la libertad (en su justa expresión) y la igualdad política enmarcados en un régimen de derecho que arroje como resultado gobiernos de leyes y no gobiernos de caudillos identificados por sus nombres.
Norberto Bobbio, el gran politólogo italiano que mantiene un debate permanente en torno a la democracia, dice que ésta es un «régimen que permite tomar decisiones con el máximo de consenso de los ciudadanos, fundado sobre los principios de libertad, de modo que los ciudadanos puedan elegir [libremente] a sus gobernantes y al mismo tiempo, fundado sobre el principio de Estado de derecho».
Es así porque es, precisamente, el Estado de derecho lo que obliga a los gobernantes no sobrepasar su poder y, por el contrario, convoca a ejercerlo en el ámbito de un sistema de normas escritas bien definidas y conocidas por todos.
Pero la democracia funciona bajo el supuesto de la existencia de otros valores. Por ejemplo, desde la democracia —como forma de gobierno— se concibe una sociedad basada en la importancia del ciudadano y del pluralismo en los ámbitos de la vida cotidiana.
De hecho, la democracia moderna sólo puede ser pensada como una democracia pluralista basada, a su vez, en la tolerancia. Para eso son las reglas, para definir los procedimientos que permitan la convivencia pacífica de distintas ideologías, distintas expresiones religiosas, distintos modos de ser en un mundo marcado por lo que Weber llamaba para estos menesteres «politeísmo de los valores».
La democracia también supone el sostenimiento vivo de otro valor irrebatible: la no violencia pues es un régimen que permite «contar y no cortar cabezas» en expresión de Bobbio.
La pretendida democracia mexicana no contempla en la práctica ninguna de las anteriores consideraciones. Aquí, la democracia es vista como un mercado de la negociación y pactos a oscuras entre los partidos políticos y los diversos grupos que se disputan el poder. El complemento de este mercado se da en cada proceso electoral mediante la conversión del ciudadano elector en un mero cliente que realiza un ejercicio de compraventa, siempre en favor de un partido político.
En México ocurre un fenómeno de naturaleza particular. Para ejemplificar esta particularidad recurro nuevamente a la voz precisa de Bobbio: «la fuerza de un partido se mide por el número de votos. Cuanto mayor es el número de votos en el pequeño mercado que se desarrolla entre el partido y los electores, tanto mayor es la fuerza contractual del partido en el gran mercado que se desarrolla en las relaciones de los partidos entre sí, si bien en el gran mercado cuenta no sólo el número de votos que un partido puede poner en el platillo de la balanza, sino también la colocación en el sistema de las alianzas, por lo cual un pequeño partido, cuando es determinante para la formación de una mayoría, tiene un mayor peso específico».
¿Le resulta familiar lo expresado por Bobbio?
La concepción de democracia en el sentido anteriormente expuesto está muy estrechamente ligada a la idea de democracia vista como pacto. El problema es que nunca sabe el ciudadano el entramado de esos pactos e ignora la forma como habrá de impactar en la sociedad.
En términos de realidad sólo podemos hablar de la existencia de la democracia allí donde las decisiones colectivas se adoptan a través del principio de mayorías sostenido, precisamente, por la participación de la mayor parte de los ciudadanos en esa decisión colectiva.
No es el caso nuestro. Aquí las decisiones las toma una minoría, una cúpula de poder, mediante un pacto con otra minoría para salvaguardar intereses mutuos. En otras palabras, asociaciones, organizaciones de la más diversa condición, sindicatos de la más variada naturaleza, partidos de las más diferentes ideologías, se han convertido en personajes políticamente relevantes, mientras que el ciudadano lo es cada vez menos.
Por eso el cambio de poderes, con día inhábil incluido para beneplácito de los muchos, resulta totalmente irrelevante. Los Gobiernos históricos emanados del PRI, del PAN y ahora los de Morena, han desterrado de la democracia al ciudadano que emite un voto de opinión; lo degradaron a nivel clientelar que intercambia su voto por una dádiva que le hará pensar que ha salido de la pobreza.
Para mí, este cambio de poderes obedece a un simple protocolo. La verdadera transformación no está ahí. Hubiera estado en el hecho de haber suprimido la cifra escalofriante de casi doscientos mil muertos (en cifras del propio Gobierno), en dejar de sostener la mentira de Dinamarca para nuestro sistema de salud, en haber atendido el desabasto de medicinas para niños con cáncer, por ejemplo; en haber abandonado el pacto de silencio para hablar, por lo menos, de los feminicidios, de los desaparecidos, de los migrantes muertos. Porque todo eso vale más que el tren maya, el aeropuerto Felipe Ángeles, la refinería Olmeca y la continuidad de los errores y horrores que nos promete con entusiasmo la presidenta en turno.
Mientras no haya un ciudadano participando en la solución de los problemas del país, lo demás es mera retórica. Discurso demagógico con apariencia de democracia.