Impunidad: el verdadero problema

La muerte de mi amigo, el filósofo Gabriel Castillo, ha provocado un replanteamiento de algunos temas que solíamos discutir, aunque hubiera diferencias en la forma de percibir los fenómenos a que hacíamos alusión.

Uno de ellos era mi rechazo total hacia la clase política mexicana. Detesto a los políticos, pero no es gratuito, puedo explicar coherentemente mi actitud respecto de esos seres del mal que enrarecen la atmósfera en que se mueve la ciudadanía trastocando todo el universo de relaciones entre los individuos y obstaculizando la construcción de instituciones, tan necesarias para la consolidación de la democracia.

Si parafraseo al gran poeta Gerard de Nerval en su Ensoñación de Carlos VI, tengo que admitir la inmensa verdad del contenido poético del escritor francés, pero llevado ahora al ámbito de lo político: muchos soberanos (entiéndase aquí políticos) son seres sin oficio y no pueden prever, debido a su cortedad de ideas (entiéndase aquí políticas públicas), dónde caerá el hacha de su quehacer y sucede que sobre sus propios pies es donde dejan caer su filo.

Y no se dan cuenta porque, lejanos de los procesos de pensamiento, excluyen todo lo que no tenga que ver con acumulación de poder, consolidación de privilegios y otras lindezas con las que construyen su propio mundo, ajeno totalmente al mundo de donde dicen haber surgido cuando estaban en campaña.

Profesionales de la mentira, la simulación, el cinismo y una larga lista de perversidades, que es mejor no mencionar, dejan fuera de sus agendas los problemas más vitales del país, los problemas más esenciales de la sociedad gobernada y, fuera también, una visión de futuro donde se pueda proyectar, sin fantasías de por medio, la mejor nación para alcanzar niveles de bienestar suficientes para vivir mejor.

Mi aversión a esta casta de malosos se explica porque no entiendo cómo ante las recientes masacres de Chiapas y Michoacán, el presidente sale a decir que ya tiene tiempo que la zona es disputada por diferentes grupos delincuenciales. La afirmación abre la posibilidad de formular muchas preguntas. Por ejemplo: si la autoridad sabe que esa es la razón, ¿por qué no actúa? A su vez, esta pregunta abre otras en cascada: ¿la autoridad no actúa porque, coludida con las organizaciones criminales, permite que le hagan el trabajo sucio?, ¿no actúa porque son los mismos?, ¿no actúa porque reconoce en el crimen organizado una superioridad contra la cual no pueden luchar?, ¿no actúa porque no quiere?… Dejar esto sin respuesta es abrir el umbral de la sospecha.

Los detesto porque, carentes de toda sensibilidad, el dolor humano no está en su ámbito de interés. Por eso pueden dejar morir a muchos enfermos que acuden al sistema de salud (de ninguna manera parecido al de Dinamarca) en busca de atención y encuentran carencias y desabastos imposibles de solucionar en esos instantes de urgencia.

En mi vida jamás he visto a un regidor, a un alcalde, a un gobernador, a un diputado, a un senador, a un presidente de la república, hacer fila y esperar horas y horas en medio de la incertidumbre para ser asistidos médicamente. Si el sistema de salud es la maravilla que dicen, ¿por qué no se atienden ahí?

No los puedo ver ni en pintura porque mienten a propósito cuando, como el gobernador de Nuevo León declara sin el menor asomo de rubor, que la educación en su Estado es como la de Finlandia. Su cinismo entraña una perversidad de orden criminal. Y como este son todos, retórica y discurso vacuo es su forma de existencia. ¿Por qué no inscriben a sus hijos en la escuela pública? Ahí está la realidad de la educación en México, siempre al ir y traer según el capricho del político en turno.

Yo no sé bordar fino en torno a la política mexicana. No soy como mis colegas periodistas que analizan las sutilezas del entramado político y pueden descubrir las jugadas maestras de ese ajedrez que los políticos juegan con destreza. Tampoco me interesa hacerlo. Soy un hombre de a pie. Yo camino todos los días para ir a mi trabajo, abordo una unidad de transporte público para desplazarme por varios puntos de la ciudad, platico con la gente común, hago mis compras en la tiendita… por eso no sé esas filigranas con las que se manejan los políticos.

Pero sí sé de las implicaciones de tantas muertes de extrema violencia en mi patria. Reconozco en esos hechos el sufrimiento del pueblo mexicano que se ha visto tocado por esas crisis sociales, no atendidas por el Estado. Reconozco el alto grado de incertidumbre y de miedo que provocan esos actos delictivos.

Pero, sobre todo, reconozco un alto grado de sospecha. Todos los días aparecen en páginas de los periódicos o en espacios noticiosos de la televisión que el Ejército o la Guardia Nacional abatieron a cinco en Tamaulipas, ocho en Nuevo León, seis en Michoacán, nueve en Guerrero, siete en Jalisco. ¿A poco todos eran malos? ¿No será un procedimiento de limpieza, digamos, étnica? Finalmente, el Ejército y la Guardia Nacional ¿no estarán realizando masacres a propósito, desmintiendo todo el discurso del presidente de que su administración no ha sido artífice de masacres, como antes? Bueno, no es una acusación, es sólo una sospecha.

En un país como el nuestro, donde la corrupción es apenas el síntoma, pero es la impunidad la verdadera causa de muchos de los males que padece el país, quizá debería ponerse a prueba la aplicación de las leyes. Naturalmente eso no deben hacerlo los políticos, sino los ciudadanos en su calidad de auténticos detentadores del poder que les otorga la democracia, tantas veces pregonada, precisamente, por los políticos.

El verdadero problema es la impunidad. Porque impune quedó la violación de las leyes que realiza cotidianamente el presidente, impune quedaron las decisiones de los diputados tomadas en nombre de la ciudadanía que dicen representar, impune ha quedado el despilfarro en obras monumentales mientras las carencias se multiplican en perjuicio de todos.

Por eso detesto a los políticos; son un lastre que el país arrastra y no le permite ir en pos de su crecimiento con soltura. Por naturaleza, los políticos son corruptos, pero es la impunidad la que no permite romper ese círculo vicioso.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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