El código Cervantes

La evolución de la literatura es evidente, no así sus valores. El mercado impone sus reglas y pone en jaque el concepto de narrativa. Lo que antes encantaba, hoy a duras penas es aceptado

Cuando se afirma que El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es un best seller se está diciendo la verdad. Cuando de El código Da Vinci alguien comenta lo mismo, entiéndanlo, también está diciendo la verdad. Entonces, si un tercero deduce que ambas novelas tienen el mismo valor, ahí comienzan los errores.

Vayamos al significado de best seller: libro o disco de gran éxito y mucha venta. Olvidándonos del hemisferio musical y concentrándonos en el bibliográfico, arriesguemos a continuación la pregunta ¿qué hace de un libro un producto exitoso? En 1605, con la primera publicación de la obra cumbre de Cervantes, los lectores (muy escasos en proporción a la densidad poblacional de la época) recurrieron a esta en busca de una nueva novela de caballería, que tan en boga andaba por aquel entonces. Ya sabemos qué encontraron: justo lo contrario. Con Dan Brown, en cambio, ¿qué sucedió? Pues a sabiendas de lo que esperaba el público: intriga, suspenso y acción. Eso mismo les ofreció.

Pudiera resultar contradictorio a primera vista. Suena a que, da igual si rompes con el dogma establecido o si sucumbes a él para complacer a tus lectores, el resultado será idéntico. La confusión no está en el sentido de ninguna de las obras, sino en quienes las leemos. Hace más de 400 años que Cervantes nos legó su mejor novela. Apenas un poco más de una década sucedió lo mismo con Brown.

Nos guste o no existe una clara distinción en nuestras respectivas disposiciones al momento de abrir uno u otro libro. Con El código Da Vinci o cualquier obra salida hoy de manos de un autor de best sellers, es presumible desde su lenguaje (harto llano y directo) hasta los enroques de último momento (no el final de la trama, pero sí la sucesión de subfinales aparentes, por citar un ejemplo). Es decir, la mayoría de los aficionados a la lectura han perdido completamente el sentido de la aventura en esta práctica. Jamás van en busca de lo desconocido, sino de lo esperado. Son esos, que se cuentan por millones a nivel mundial, los que consolidan el éxito de un nuevo libro. Si el manco de Lepanto sacara hoy a cabalgar a Rocinante, seguramente sería el único loco de la historia. La suma de sus seguidores viene avalada únicamente por los siglos de constancia imperecedera que, vale decirlo, lo migraron de best seller a long seller.

La diferencia, en cuanto a valores literarios, la demostrará el tiempo. Dentro de otros 400 años la novela del Quijote seguirá siendo motivo de lectura, de estudio y renovado análisis. A Cervantes muchos admiradores se le contarán, y a Brown… Brown… ¿quién es ese?

Del fast food al fast book

Ernest Hemingway alguna vez llegó a declarar que escribió más de cuarenta veces el final de su novela Adiós a las armas. En ese momento una labor tan agotadora y que buscaba, principalmente, que hasta el más mínimo detalle se acoplara a su intención creativa (la historia narrada, el discurso empleado y, en el caso al menos del Nobel estadounidense, que no se fuera a derretir su famoso iceberg literario por una idea mal desglosada), resultó motivo de alabanzas y reconocimiento por el cúmulo de lectores que lo seguían y por la crítica especializada.

Hoy, difícilmente alguien le aplaudiera el esfuerzo, a menos con las nuevas cuestiones prácticas que siempre vienen marcadas por un inequívoco tinte mercantil. La era de los libros bien escritos está siendo desplazada por la de los libros rápidamente escritos. Salman Rushdie, autor de Los versos satánicos (obra de connotaciones religiosas muy polémicas y que le costó —literalmente— un ojo de la cara al autor), hacía notar que las editoriales buscan apuntalar una obra desde la perspectiva del público, no desde los conocimientos del editor o los criterios que pudieran resultar válidos en la literatura.

Al margen de que dichos criterios pueden variar acorde a la época en que se esgrimen o incluso en la geografía que se mueven, las editoriales ven mejor opción atiborrar de títulos las librerías y «sentarse a esperar» por que un buen trabajo publicitario o la escurridiza fortuna de un volumen determinado haga impacto en el público.

De esta suerte, a los códigos que usualmente se hace referencia en la creación artística-literaria, se les ha ido simplificando de tal forma que, en las últimas entregas (desde el El código Da Vinci —antes mencionado— hasta la siempre multicitada serie de Harry Potter) lo único que parece importarle al autor es asombrar a locas y ciegas al lector en turno, ello sin tener el más mínimo escrúpulo de saltarse verdades históricas o siquiera preocuparse por movernos en un ámbito social que resulte verídico (y no me refiero, obviamente a las fantasías descritas).

La necesidad de entregar libros cual si se trataran del pan para nuestro desayuno, obliga a los escritores de best sellers (no sin razón muchos prefieren llamarle ya fast sellers) inscribir su creación en fechas programadas de antemano para obligarlos así a formar parte de un andamiaje mercantil que incluye conferencias, entrevistas, spots publicitarios en torno, ¡lean bien!, a una obra que muchas veces ni siquiera ha sido aún escrita.

Me pregunto ¿cómo habría reaccionado el autor de El viejo y el mar de haberle tocado tan pragmática suerte? ¿Quién sabe? Quizás en lugar de un océano habría dejado en una charca a su legendario anciano. Así los peces pican más fácil y, sobre todo, más rápido.

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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