No he sido afecto a la música norteña, aunque sí a las historias de vida inspiradoras. Recientemente vi dos documentales sobre Los Tigres del Norte, uno da cuenta de sus orígenes; otro, un emotivo concierto en la Prisión de Folsom, California. Al margen de filias y fobias musicales, les cuento algunas interpretaciones sobre negocios, vida y farándula que hay detrás del conjunto musical y de los seres humanos que lo han hecho posible.
Los Tigres del Norte son producto del esfuerzo, talento y tenacidad de la clase trabajadora, en este sentido tienen afinidad con millones de mexicanos en ambos lados de la frontera. Representan un ideal: el sueño americano (progreso económico y movilidad social). Sus canciones son más que piezas musicales, son narrativas de justicia social disfrazadas de corridos. Cuentan con un método, no sólo son creativos. Hacen letras profundamente conectivas. Identifican un problema social de amplio espectro (regionalmente hablando), ese conflicto se convierte en letra, de modo que la canción retrata la realidad con la que las multitudes se reflejan; usan un lenguaje cuidadosamente escogido, sus historias son circulares, tienen principio y fin. Se trata de episodios creíbles, que además dejan una enseñanza moral (o una reflexión).
Mi admirado José Manuel Valenzuela, doctor en Ciencias Sociales y estudioso del tema, me dice: «Los Tigres del Norte tienen un olfato antropológico maravilloso», y me explica que sus códigos interpretativos a base de metáforas son muy distintivos. Para hablar de corrupción, comenta José Manuel, dicen «Los pinos me dan su sombra» (fragmento de «Pacas de a kilo»). Sobre el asesinato del periodista Héctor «Gato» Félix, cantan: «De una forma traicionera / le llegó al Gato el final. / De una vez y de a deveras / en caballo de carreras / la muerte corrió a ganar…», aludiendo a donde corren los caballos en Tijuana.
Se dejaron guiar por expertos. Cuando Arthur Walker les sugirió cambiar de instrumentos y que no cantaran a dueto, le hicieron caso. Esto gestó el inicio de su ascenso. Innovaron el corrido norteño, añadieron la batería y el bajo eléctrico (influenciados por el rock). Saben hacer alianzas, han trabajado con productores de cine y teatro. Se han atrevido a salir de su zona de confort. A pesar de su fama han incursionado en experiencias inéditas, como el unplugged donde hicieron mancuerna en vivo con artistas de otros géneros. Esta experiencia los catapultó a nuevos públicos. Las historias que cuentan llegan al corazón y la emoción es un eslabón multigeneracional, por ello conectan con adultos mayores y con jóvenes. Aunque narran situaciones específicas, el trasfondo retrata la condición humana, en este sentido se parecen a la literatura universal: Emilio Varela y Camelia podrían existir en cualquier país.
Son disciplinados y tienen valores muy claros, que repiten con consistencia, como el apego a la familia, el apoyo a la comunidad, la empatía por los que sufren y no tienen voz. Exhiben congruencia entre lo que dicen y lo que hacen. Son agradecidos con quienes los apoyaron en sus inicios. Ahora ayudan a miles. Su fundación busca la conservación y la defensa de la herencia y la tradición mexicana en Estados Unidos. Han conquistado dos mundos, dos países, son capaces de «navegar» biculturalmente. Pocas marcas han logrado esto.
En sus cantares expresan desde posturas políticas hasta tratados filosóficos populares, donde la protesta, el idealismo y la esperanza se manifiestan con contundencia y sencillez (dignas de un curso para comunicación política electoral). Su tema «Somos más americanos» es una nota diplomática musical: «Quiero recordarle al gringo: Yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó. / América nació libre, el hombre la dividió (…) Soy extranjero en mi tierra / y no vengo a darles guerra, soy hombre trabajador». Sus estrofas son una forma de repatriación.
La trayectoria de vida de los oriundos del rancho de Rosa Morada, en Mocorito, Sinaloa, conmueve. A pesar de haber tocado la gloria, no parece que hayan perdido el piso, reflejan humildad y sencillez, como si estuvieran iniciando. Me pregunto lo mismo que el doctor Valenzuela: «¿Por qué no han enloquecido?». Aquí esté acaso su mayor lección, su enorme legado.
Fuente: Reforma