Filósofo del fuego

Un lejano 15 de febrero de 1988 se transmitió un episodio de la serie «Star Trek, The Next Generation», en la que uno de sus protagonistas dice esas frases que se convierten en piedra de culto, no sólo para los seguidores de la saga, también para quienes encontramos semillas filosóficas entre las cosas de apariencia banal. Jean-Luc Picard, personaje de ficción, influye más en la vida real que muchos seres que pasan sin pena ni gloria por este mundo. Ese día, hace 35 años, el capitán del Enterprise, ante una situación comprometedora, dijo: «Todo es imposible, hasta que deja de serlo». La consigna es parte de mi equipaje desde entonces y usualmente la saco para colgarla en el logro notable de alguien más.

¿Su nombre? Masakazu Kusakabe, maestro de la cerámica, cuyo fugaz paso por México, de la mano de la Escuela Nacional de Cerámica, ha dejado enseñanzas dignas de contarse. Para dimensionar la historia, viajemos muy lejos en el tiempo, tanto como el origen del fuego, desde el culto milenario por incontables civilizaciones que lo asociaban al poder divino, hasta las hazañas mitológicas que trascienden generaciones, ahí donde Prometeo sube al Olimpo y roba la flama a los dioses para entregárselas a los hombres. Y luego los intentos humanos para aprovechar el fuego, convirtiéndolo en aliado del culto, la comida y el arte. Domesticar la llama transformó la vida en el planeta.

No habría cerámica sin barro, sin agua y sin calor. Aquí es donde se cruzan los destinos del fuego con el maestro Kusakabe. Los hornos donde se quema la cerámica son milenarios y las técnicas, como las arcillas, tan diversas que han originado una amplia gama de texturas y posibilidades. En México Kusakabe se sorprendió de ver cómo se seguían practicando quemas a cielo abierto, como hace dos mil años. La contaminación que produce esta actividad ha propiciado que cada vez haya menos artesanos; no sólo afecta al medio ambiente, también la salud de quienes respiran la combustión.

El punto medular de la historia es: contra todos los pronósticos de colegas que le auguraban fracaso, el maestro Kusakabe tuvo la osadía de la persistencia y creó un horno de leña libre de humo. En México operan 26 de estos hornos (mejorados con aportaciones de otro japonés, el maestro Yosuke Suzuki). En 30 días, varias comunidades han dado un brinco tecnológico de dos mil años. Decenas de artesanos, verdaderos artistas, están recuperando el oficio de sus antepasados, sin perjudicar su salud, con ánimo renovado: un mejor horno produce mejores piezas.

Kusakabe, ¿artista o filósofo? Comparto algo de su pensamiento: «El fuego provoca nuevas relaciones humanas. Y la llama se preocupa de todos con calidez y tranquilidad». «Debes hablar con el horno y la llama». «Alimenta de madera al horno, con respeto». Este hombre hizo más que domesticar el fuego, logró lo que varias civilizaciones no pudieron: domesticó el humo. Se apasionó y adentró tanto en su actividad que veía al horno como un alquimista donde «la llama es Fénix. El humo un dragón. La quema es el Big Bang. Las piezas que hago son estrellas».

Masakazu Kusakabe, el hombre que tuvo la intuición de hacer una chimenea elevada para que entrara más oxígeno a la combustión de las «moléculas enamoradas» y pedía a sus alumnos artesanos «escuchar al barro», esa pasta que ha unido a incontables civilizaciones y épocas, murió a los 77 años el pasado 2 de febrero. Deja un legado en varias partes del mundo, en el México prehispánico que encontró, también en el sofisticado Harvard. Avanzó en hombros de gigantes, Lavoisier estaría orgulloso. Ahora que nos deslumbran los avances de la inteligencia artificial, vale la pena mirar la terrenal y humana innovación de Kusakabe, entre ladrillos, leña y barro.

Sabía leer el fuego. Hablaba y pensaba con él. Distinguía el brillo de una flama y calculaba la temperatura. Comulgó con la combustión. Tuvo la paciencia de las cenizas: «hay un minuto de diferencia entre hermoso y feo, y cómodo e incómodo». En su honor, sus amigos astrónomos bautizaron al asteroide 10602 con su nombre. Justicia que se eleva como las flamas al cielo. Quizá alguna noche lo veamos pasar mientras roza la atmósfera y deja el brillo de los meteoros en su avance, fugaz, incandescente. Habitando la misma llama de Prometeo.

Fuente: Reforma

Columnista.

Deja un comentario