La clave es la ciudadanía

Una República no está basada en la virtud, sino en la ambición de los gobernantes

Voltaire

No. Igual que otras ocasiones, yo difiero de la opinión común de que las elecciones recientes fueron una fiesta ciudadana, que triunfó la democracia y que ganó México. Para estar a tono con la narrativa presidencial, yo tengo otros datos.

No abordaré ninguno de los elementos mencionados porque quiero referirme en este artículo a lo que está en el trasfondo del evento electoral y que define mejor el acontecimiento. Para ello traigo al presente trabajo una serie de ideas ya expresadas con anterioridad en este espacio y que, por su vigencia, transcribo con ligeras modificaciones.

Al epígrafe tomado del pensamiento del inmenso Voltaire, se puede agregar que los gobernantes y sus cortes celestiales, se caracterizan por mantener un orgullo por la represión, una pasión por el dominio del otro, necesidad de proyectar su ideología hacia la formación de una religión política que no admite el debate de las ideas.

Nuestro país es el claro ejemplo de esa contundente idea. Eso mismo es el presidente de la república, quien llegó al poder mediante el voto popular que significó, no un ejercicio democrático, sino la renuncia temporal de una acción política ciudadana postergada hasta las elecciones llevadas a cabo el 2 de junio, momento en que los mecanismos de delegación volvieron al principio para acabar de la misma manera.

Esta renuncia ciudadana es el primer paso de un proceso que, aun estando democráticamente justificado por los votos, poco tiene que ver con la democracia, incluso puede llegar a ofender frontalmente la Ley porque la democracia no son únicamente los votos; la democracia no nace de manera espontánea sólo porque se ha emitido un sufragio. Más bien, esta esperanzadora experiencia de relación social está vinculada estrechamente con los procesos históricos en los que nace, se desarrolla y propicia la participación colectiva.

En México se ha incorporado bruscamente la democracia a nuestro sistema político. Se ha asumido de manera precoz, sin haberse perfeccionado en la vida cotidiana y, por ello, ha suplantado y vulnerado su propio derecho que debiera ser, no formal, sino natural, como lo demuestra la construcción de órganos formales representativos.

Esta particularidad ha vulnerado también la plena ciudadanía política golpeando profundamente los fundamentos mismos de esa ciudadanía mediante un trabajo netamente legislador que ha convertido a la democracia en un complejísimo constructo técnico articulado por los institutos del orden, pero reducido a un espejismo donde sólo cuenta el sufragio.

Semejante anomalía encuentra su origen en la retórica de los partidos políticos, en sofisticados procesos electorales y en tribunales judiciales para dirimir controversias, reales o inventadas. En todo ese entramado se pierde la noción de que en la democracia los intereses de los partidos siempre vencen erigiéndose luego como una jerarquía imperial que termina actuando como una dictadura.

En el mundo de hoy la democracia es percibida como el régimen capaz de transformar los intereses de todos en derechos y deberes porque mantiene una razón comunitaria fundada en la tendencia inclusiva de todas las voluntades y los intereses colectivos.

En efecto, el Estado democrático moderno debe entenderse como un modelo de convivencia entre seres humanos con el alcance de otros ámbitos, como la economía, la política, la moral y la ética, es decir, todo un sistema institucionalizado, donde el Estado de derecho se corresponda con el Estado social y la cultura.

Pero para alcanzar ese logro se necesita un elemento clave: el ciudadano. Hablo del sujeto que razona su participación para mover a la sociedad en que desenvuelve su quehacer para construir los instrumentos políticos que permitan alcanzar el bien común, a pesar de no coincidir a veces con el resto de los que también razonan y participan.

No hablo del pueblo, por más sabio que se le considere; ese por supuesto, es incompleto, fragmentado, porque le hicieron añicos su conciencia y que anda por ahí, dispuesto a comercializar su voto a cambio de la humillante membrecía de una pensión, de una beca para construir el futuro.

No, no hablo de ese que ha contribuido a la edificación de un país desarticulado y que a diario representa una obra ajena a sí mismo. Son millones de mexicanos aislados, acribillados por la propaganda, acotados por la carencia de información, embrutecidos por el adoctrinamiento de los partidos políticos que los ha hecho serviles de la manera más indigna y que en el colmo de la degradación, hoy han llegado a divinizar esta forma de vida y ya no saben que hay otra, más esperanzadora.

No, yo no hablo de ese, sino del ciudadano que participa razonadamente en la construcción de su sociedad y a quien espero con ansia. El día que eso ocurra se empezará a referirse a los principios ciudadanos y no a los objetivos políticos. Eso será el signo de una práctica de otro orden más elevado en la jerarquía de valores de una sociedad madura y lista para mejores y más grandes momentos definitorios de su historia.

No alcanzo a entender por qué los mexicanos más preparados, que debían ser la cabeza pensante del país, han aceptado ser vejados y humillados por el ejército de zánganos que gobiernan a México con la tranquilidad de quien sabe que su coto de poder no se encuentra amenazado.

Cuando ocurra la verdadera transformación intelectual del ciudadano de este país, aparecerá entonces la idea precisa de que lo que legitima a la autoridad política es, justamente, la autoridad ciudadana, no el voto.

Cuando ese momento llegue, este país estará muy cerca de la madurez intelectual que lo proyecte hacia una condición de grandeza inalcanzable. Rozará entonces esa construcción intelectual llamada democracia.

Desconfío de que el voto sea el único motivo de análisis para otorgar la certeza de que así se expresa la verdadera voluntad mayoritaria. No creo que eso sea democracia. Tomar únicamente ese componente es amenazarla con las armas de la intolerancia y de la sinrazón creando así un escenario donde se enseñorea la rapiña por un coto de poder y la discordia con aquellos que piensan de otra manera.

Querido lector, haga una revisión conmigo de estas elecciones y entonces deberá concederle la razón a Voltaire: una República no está basada en la virtud, sino en la ambición de sus gobernantes.

La clave es la ciudadanía, no el voto.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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