Los diputados del oficialismo y el camino minado del tránsito presidencial incierto

AMLO puede festejar haber logrado la aprobación del presupuesto tal como lo envió a la Cámara, pero el país no. En adición, su ánimo se infla ante coordinadores parlamentarios que le prometen conseguir la aprobación de la reforma eléctrica

Como pocos de sus antecesores, López Obrador tiene control de la Cámara de Diputados. La aprobación del presupuesto lo demuestra, hecho a su medida, sin concesión a los partidos aliados, mucho menos a la oposición. El encuentro de los diputados de la coalición gobernante con el presidente en Palacio Nacional fue fiesta. La satisfacción era evidente. Lealtad total, absoluta, sin vacilación. Como le gusta.

En el evento, los coordinadores parlamentarios le prometieron la aprobación de la reforma eléctrica, seguramente alentados por las declaraciones del coordinador de los diputados del PRI, Rubén Moreira, de mantener el diálogo con vistas a tal fin. Moreira gana el favor presidencial, pero pierde ascendiente entre los suyos. Alejandro Moreno, el dirigente del PRI pasa a segundo plano y pierde credibilidad como opositor. Aunque haya valores entendidos entre él y su coordinador, Moreno es el perdedor, más si el PRI es derrotado en las elecciones de junio.

Luis Carlos Ugalde, en ilustrativa colaboración en El Financiero argumenta y prueba que los acuerdos consensuados en materia de presupuesto convalidan, de algún modo, la tesis del presidente sobre la corrupción a manera de cooptar a los opositores. No se alcanzaron acuerdos con un sentido de política pública, sino asignaciones de manejo discrecional de los diputados, con frecuencia de obra pública. Los moches, pues.

Esta práctica de comprar voluntades legislativas, acrecentada en el Gobierno de Peña Nieto, es una de las heridas profundas de la democracia mexicana. El contrapeso del Poder Legislativo se resolvió de la peor forma. Fue una vía no sólo de cooptación, sino de corrupción a la oposición en el Congreso, en sus partidos y en los estados gobernados por ella. Cuando el presidente perdió mayoría en 1997, se actuó responsablemente y la coalición opositora, con Porfirio Muñoz Ledo y Carlos Medina Plascencia, doblaron a la minoría mayor, el PRI, para crear un fondo de asignación municipal. En perspectiva, un gran paso y un uso inteligente de la pluralidad en el contexto del Gobierno dividido.

Sin embargo, en la presidencia de Fox, el PRI utilizó su fuerza parlamentaria y representación territorial para obtener asignaciones crecientes a los Gobiernos estatales para su gasto corriente, resultado del incremento significativo de los ingresos del petróleo por el elevado aumento de su precio internacional. Lo ocurrido durante el Gobierno de Peña Nieto no guarda precedente. Llegó al Congreso a través de los moches, la práctica de comprar voluntades parlamentarias, costumbre en el Estado de México desde que la pluralidad ganó espacio.

El presidente López Obrador puede festinar la aprobación del presupuesto tal como lo envió a la Cámara. Lo puede hacer y también los suyos. No el país. La deliberación legislativa mostró la necesidad de hacer modificaciones importantes. Más aún, el castigo al INE y al Poder Judicial Federal fueron absurdos e insostenibles, aunque políticamente funcionales para un presidencialismo autoritario que desprecia y repudia a quien no se somete.

La democracia mexicana, una vez que el presidente perdió mayoría en la Cámara, por la corrupción y la ausencia de demócratas, no pudo hacer de la fuerza e influencia del poder legislativo un recurso inteligente para la moderación y contrapeso al Gobierno y para generar un sentido de responsabilidad colectiva en definiciones fundamentales de política, como es la aprobación del presupuesto. Se perdió el impulso inicial y se pervirtió la relación entre el Gobierno y oposición. Es explicable que la respuesta actual sea el regreso al pasado. Un presupuesto a la medida de López Obrador con una mayoría funcional a tal propósito.

Desafíos del segundo trienio

Poco a poco el presidente López Obrador hace ajustes en el equipo. Aunque los cambios obedecen a razones distintas, todos atienden al propósito de fortalecer la cohesión de su propio entorno. Hay mayor control. Ejemplo reciente: el reemplazo de un Santiago Nieto de lealtad discutible, por Pablo Gómez, consistente y probado compañero de ruta.

Las dos dependencias formalmente más poderosas han cambiado de titular. La Secretaría de Hacienda, fortalecida por un funcionario con sólidas credenciales profesionales, acompañadas de una reputación reconocida en todos los ámbitos, Rogelio Ramírez de la O.

En la Secretaría de Gobernación se fue quien nunca debió estar y arriba el ex gobernador de Tabasco, Adán Augusto López, con conocimiento de los espacios de la política como el Congreso y los Gobiernos locales, con oficio, y cercanía al presidente, a manera de recuperar su condición de articuladora de la política interior y coordinadora del gabinete. Que el nombramiento de Pablo Gómez como titular de la UIF se haya dado por Adán Augusto es mensaje.

También salieron las tres figuras más relevantes del equipo interno: Julio Scherer, Alfonso Romo y Gabriel García. Los dos primeros atienden más a razones propias; el tercero a la incapacidad de articular los programas sociales a las exigencias del proyecto político presidencial. Los tres siguen, de alguna forma, trabajando para el presidente.

Las dificultades y desafíos del presidente son las de todo mandatario en la segunda mitad de Gobierno: advertir que el tiempo es el adversario mayor para la consolidación del proyecto y la necesidad de mantener la unidad y la disciplina, a manera de dar continuidad ante el proceso sucesorio. Son momentos de mayor poder y de mayor debilidad. López Obrador parece entenderlo mejor que sus antecesores.

Efectivamente, Peña Nieto no supo leer la elección intermedia. Siguió alegremente por la senda de la frivolidad y de la corrupción desbordada hasta en el círculo más cercano. No midió el descontento social ni las limitaciones propias para contenerlo. Los aduladores interesados fueron la corte. Por eso no se entendió que las doce elecciones de 2016 serían el anuncio inequívoco de que el enojo social cobraba furioso curso en el voto de rechazo. A pesar del mensaje, Peña Nieto creyó o más bien Videgaray le hizo creer que con un candidato más próximo al PAN que al PRI competiría con posibilidad, José Antonio Meade. No entendió la magnitud, las causas ni las razones del descontento. El desastre se escribió con años de anticipación.

López Obrador sí advierte las dificultades del entorno y la incertidumbre. De ahí su enojo e impaciencia. Mención especial merece el llamado enérgico de atención al secretario de Salud y al titular del INSABI por el desabasto de medicinas. Es un mensaje y una lección para el resto del equipo en cada una de sus responsabilidades, no habrá complacencia ante los malos resultados.

En otro plano está a las clases medias y a todo lo que se les asocia. Al presidente se le presenta el dilema de conducir a su Gobierno para hacer lo que se pueda o domiciliarse en el ideal, el que finalmente es subvertido por lo de siempre: la ambición, la corrupción, el oportunismo y la deslealtad, causa de la defenestración del otrora favorito, singularmente, Santiago Nieto.

Se pierden las formas y la propaganda gana cada día más terreno. La cruzada contra la corrupción o la pobreza pasa más a las intenciones que a las realizaciones. Las obras públicas acusan retraso o muestran insuficiencias no previstas o advertidas al inicio. El presidente se refugia en la doctrina y menos en la funcionalidad para su proyecto, como muestra su mensaje en la ONU. Ante los problemas, la fuga se da hacia la política y el activismo de suyo propio; la revocación de mandato es la fiesta esperada y, de allí, las elecciones locales, para concluir en la presidencial de 2024. Un tránsito incierto y por camino minado. E4

Autor invitado.

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