Paz y concordia

La ola de violencia en el país demuestra que el crimen organizado no entiende otro lenguaje que el de las armas. Los hechos recientes en Baja California, Chihuahua, Guanajuato y Jalisco, donde las bandas dirigieron sus ataques contra civiles, tienen el propósito de infundir terror entre la población, provocar a las autoridades y exhibir su incompetencia. Cuando se cruza esa línea, como sucedió en Colombia, donde los carteles de la droga recurrieron a la misma táctica, la delincuencia empieza a perder base social y el Estado a avanzar. Atribuir al narcotráfico algún carácter benéfico es demencial. El disimulo pasa factura tarde o temprano y los costos son cada vez más elevados.

El Gobierno de la Cuarta Transformación no está dispuesto a variar los fundamentos de su estrategia de seguridad, cuyo resultado, en casi cuatro años de gestión, es nulo. Las estadísticas y la descomposición del país son irrefutables. La propuesta de «abrazos, no balazos» del presidente Andrés Manuel López Obrador responde a la política de enfrentamiento directo implantada por Felipe Calderón y continuada por Peña Nieto sin medir consecuencias. En ninguno de los casos surtió efecto, pues el número homicidios y de bajas civiles se disparó y la crisis se agravó. La ruta de aniquilamiento provocó masacres como la de Tlatlaya, la desaparición de estudiantes de Ayotzinapa e innumerables violaciones a los derechos humanos.

La idea de someter la Guardia Nacional al control del Ejército busca dar continuidad a un proyecto imposible de cumplir en un sexenio. Sin embargo, una mayor militarización, así sean las fuerzas armadas las instituciones más confiables del país, genera temores y sospechas fundadas. Máxime cuando la escalada de violencia parece no tener fin. La estrategia no puede cambiarse por presión de los grupos de interés o de la «comentocracia» adversa al presidente, pero tampoco actuar como si tal cosa. La mejor forma de enfrentar la crítica —fundada o no— es con resultados, pero hasta el momento no los hay.

El fenómeno de la inseguridad tiene raíces profundas y es consecuencia de décadas de simulación. Los barones de la droga actuaron a ciencia y paciencia de quienes debían combatirlos y su dinero circuló por empresas y partidos. Sin el amparo y complicidad de autoridades federales, estatales y municipales los carteles no habrían adquirido el poder económico y de fuego que hoy ostentan. Jean-François Boyer aborda la relación en «La guerra perdida contra las drogas: Narcodependencia del mundo actual» (Grijalbo, 2001). Veintiún años después de la publicación del libro, las cosas son peores. El error de Calderón y de Peña consistió en atacar solo los efectos del problema. Descabezar a los grupos criminales provocó su reproducción. Los carteles se multiplicaron y la violencia salió de control.

López Obrador identifica como causa de la expansión de las organizaciones criminales a la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades y la corrupción. El diagnóstico tiene sustento. Sin embargo, las acciones emprendidas por su administración para afrontarlas, como la entrega de subsidios a los sectores más necesitados y a los jóvenes, desatendidos por los Gobiernos precedentes, así como la creación de la Guardia Nacional, tampoco han generado los cambios esperados. Es inaplazable que la federación y los gobernadores —la mayoría ya son de Morena— asuman su responsabilidad y establezcan bases de cooperación y coordinación para restablecer no solo la paz, sino también la concordia.

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